En una carta dirigida a Samuel Kercheval en 1816, Thomas Jefferson, afirmó que ninguna generación debía vivir bajo las reglas de los muertos. En la misiva, propuso que la Constitución fuera revisada cada 20 años, destacando la idea de que no es una norma inmutable. Salvando las distancias temporales, espaciales y culturales, en el Chile actual ha cobrado fuerza la demanda por una Nueva Constitución, llegando al punto de ser incluida dentro del actual programa de gobierno.
Sin embargo, el tema aun no parece movilizar a la gran mayoría de la población, que se mantiene ajena a este tema. Pocas personas conocen el texto de la actual Constitución y muchas menos saben de qué modo sus artículos los afectan diariamente. Ahora bien, este desconocimiento no debiese sorprendernos. Somos una sociedad que explica a los niños desde temprana edad que sus destinos no tienen relación alguna con la sociedad en la que viven. Por el contrario, sorpresivo sería que existiera un gran interés en estos asuntos.
Lejos de pensar que esta situación sea un obstáculo para el proceso de elaboración de una Nueva Constitución, este escenario plantea el desafío de involucrar a las grandes mayorías de modo vinculante en los diálogos constituyentes. Pero también, nos plantea un desafío previo relacionado a
la educación. Un impulso que nos permita recuperar el espíritu cívico de participación en los asuntos
públicos, entendiendo -como los antiguos griegos- que la realización del ser humano se da en la sociedad, en el mundo.
Es necesario comprender que la Constitución es la norma suprema con la que Chile se autodetermina y por ello debe ser construida por todos, sin exclusiones. Está claro que esta participación masiva no garantiza ningún tipo de resultados o contenidos específicos en la Nueva Constitución. Pero lo que si nos garantiza, es un ejercicio de fortalecimiento democrático y un aprendizaje como sociedad. Quienes quieran sumarse a este desafío, sean bienvenidos.