Todos saben que las jaulas, eventualmente, se abren. Se oxidan los goznes de las puertas, se oxidan esos que se hacen llamar nuestros dueños, o nos oxidamos nosotros. Es solo cuestión de que esas cosas ocurran en el orden indicado, para que podamos reclamar nuestra libertad.
A mí me pasó una vez, que la jaula se abrió. Solo que hacía demasiado tiempo no estiraba mis alas. Pensé que si me iba estaría resignando la comida que me era dada todos los días sin hacer yo el mínimo esfuerzo. Y la protección, porque allá afuera me esperaban los depredadores y otros peligros.
A pesar de eso, decidí intentarlo. Apenas salí de la jaula, algo dentro de mí me dijo que era lo correcto. Nunca llegué a la ventana, nunca llegué al exterior. La mano que nos posee aprieta fuerte cuando nos falta convicción, cuando no estamos preparados.
Aunque me pusieron en una jaula nueva, reforzada, desde ese día no paro de volar en mi reducido espacio. Y cuando noto que nadie me ve, picoteo con paciencia los garrotes que parecen más flojos.