Imagen: Peter O’Toole en Goodbye Mr. Chips (Herbert Rose, 1969)

 

Hacia un nuevo modelo educativo.

Por: Rafael Narbona.

España

 

Todos los profesores de enseñanza secundaria sabemos que el modelo educativo necesita una profunda transformación. No podemos resignarnos a las actuales tasas de fracaso. Uno de cada tres alumnos finaliza el período obligatorio de escolarización sin obtener ningún título. Es evidente que hacen falta más recursos, al menos en la enseñanza pública. Los profesores con materias reducidas a una hora semanal (por ejemplo, Educación ético-cívica) pueden llegar a ocuparse de ocho o diez grupos, lo cual significa trabajar con 200 niños o adolescentes. Al margen de esa deplorable masificación, que impide conocer y evaluar adecuadamente a los alumnos, la metodología educativa ya no puede limitarse a reproducir el modelo decimonónico, con clases magistrales ante un auditorio pasivo. Entre los doce y los dieciséis años, aún no se ha madurado y sobran motivos para distraerse, bostezar o fastidiar con cualquier pretexto. No creo que los jóvenes sean “perversos polimorfos”, por utilizar la expresión de Freud, pero su capacidad de gestionar emociones y asimilar conceptos todavía se halla en proceso, y necesita un cauce flexible y racional. No está en juego tan sólo el conocimiento, sino la configuración de la personalidad. Desde mi punto de vista, la inteligencia no es un don, sino una variable emocional, que se desarrolla, atrofia o estanca, de acuerdo con los estímulos.
Desde el año 2000, Finlandia ocupa el cabecero del Informe PISA. Su tasa de fracaso escolar se sitúa en un 8%. ¿Cuál es su secreto? De entrada, sorprende saber que la mitad de los niños no acuden a la escuela hasta los siete años. No me parece disparatado especular que las familias cubren ese período, educando a sus hijos y transmitiéndoles los valores básicos para convivir. Durante los seis primeros años de primaria, los niños finlandeses disfrutan de un maestro que les imparte la mayoría de las materias. Hasta quinto, no hay calificaciones numéricas, pues se fomenta la integración y no la competitividad. Lo esencial es consolidar la autoestima y combatir los sentimientos de exclusión. Frente a las 875 horas lectivas de España, sólo se imparten 605. Finlandia elige escrupulosamente a sus maestros. Se requiere a los candidatos un expediente académico de 9 sobre 10, si bien no se da menos importancia a su grado de empatía, sus dotes artísticas, su bagaje intelectual y su implicación en actividades solidarias. No se concibe que un maestro pueda ser un experto en literatura y una nulidad en matemáticas o un ciudadano insolidario. Los candidatos con mejores resultados son destinados a los primeros cursos de primaria, pues en esos años se estructura la mente del niño, adquiriendo los rasgos, habilidades y destrezas que definirán su identidad como adulto.
El papel de los padres es un factor clave en el modelo educativo finlandés. El 80% de las familias visitan bibliotecas públicas los fines de semana y el resto de su ocio suele incluir actividades lúdicas y culturales (teatro, cine, exposiciones, museos, deportes). El sistema social proporciona ayudas para compatibilizar la vida familiar y laboral. En Finlandia, el prestigio social de los maestros es enorme. En España, se les considera el peón más bajo del sistema educativo. Los maestros finlandeses afirman que su vocación es trabajar con los más jóvenes, ayudándoles a ser felices, solidarios, creativos, responsables e independientes. Por lo general, los maestros españoles ejercen la docencia porque es una manera de estar en contacto con la materia que han estudiado. No les interesan tanto los niños como las matemáticas, la literatura, el inglés o las ciencias naturales. Afortunadamente, ya hay en nuestro país centros concertados y cooperativas que han comenzado a introducir cambios revolucionarios en el aula. En vez de clases magistrales, manuales y exámenes, se promueven el aprendizaje autónomo y el trabajo en grupo. No hay un programa común, sino proyectos multidisciplinares. Los docentes tutelan, orientan y formulan preguntas. No hay una mesa para el profesor e hileras de pupitres, sino un espacio común, con mesas redondas y libertad de movimientos. No se deambula sin rumbo fijo, sino con un propósito. No hay manuales, pero sí abundancia de libros y material audiovisual. Se respetan los distintos ritmos de aprendizaje y los niños se autoevalúan del 1 al 4. Dos profesores trabajan conjuntamente, coordinando las actividades. Los jesuitas han desempeñado un papel pionero en estas innovaciones, incorporándolas a tres de sus centros. Cooperativas como Mayrit se mueven en la misma dirección, promoviendo una enseñanza integral y abierta, donde el niño aprende a vincularse a su comunidad y al mundo natural desde una perspectiva crítica. Todos estos centros ponen en práctica una “pedagogía de la escucha”, que rompe la asimetría entre profesores y alumnos. Finlandia ha llegado más lejos, proponiendo que las asignaturas tradicionales sean reemplazadas por grandes marcos interdisciplinares.
Algunos se mostrarán escépticos, pensando que sería mejor preservar el modelo tradicional de enseñanza. No es mi punto de vista. Hace un par de años, un compañero que impartía dibujo en un centro público cambió de método con un grupo particularmente conflictivo. Agrupó a los alumnos, les hizo trabajar en equipo y diseñó distintos proyectos relacionados con la asignatura. Un mes más tarde los chicos aprendían, se divertían y convivían civilizadamente. A final de curso, apenas había suspensos. No sé qué habría hecho la inspección educativa, si hubiera conocido este experimento. Probablemente, sancionar al profesor. Sin embargo, yo creo que hizo lo mejor para un grupo de niños con graves problemas familiares y escasa autoestima. La enseñanza no es el vestíbulo del mundo laboral, sino la llave de una sociedad libre, plural y compasiva.

 

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