“Ethos” es una palabra griega que nos puede ayudar a comprender esa imagen colectiva, profunda y paradigmática que impulsa los actos humanos en una determinada dirección. Es como una esencia que se manifiesta en la conducta social, sin que se tenga conciencia de ella. El ethos se oculta en lo más evidente de una cultura. Es tan evidente que lo damos por descontado, como si fuera lo más natural del mundo, como si las cosas o las relaciones que él ordena tuvieran que ser simplemente así. La influencia de ese paradigma es tanto más fuerte cuanto menos presente está y cuanto más se lo evoca sin cuestionarlo. En el caso de la corrupción, como uno de sus efectos conductuales más perniciosos, tampoco lo vemos actuar, sino cuando la hipocresía del sistema es rota por la denuncia pública o el escándalo mediático.
Es como si esa creencia medular fuera el sol y las ideas; instituciones y conductas, sus satélites. Hay en ella una enorme fuerza de gravedad. Todo se termina haciendo o decidiendo por ella. Si desapareciera, desaparecería la forma de vida acostumbrada, familiar, común, aceptada. Como en los mitos ancestrales, vendría la noche, la oscuridad, el caos. No importa hacia qué agujero negro de la galaxia nos esté conduciendo esta estrella, lo que importa es que nos conduce y no tenemos que tomarnos el trabajo, no solo de cuestionarla, sino también de sustituirla. Efectivamente, ¿a quién se le puede ocurrir cambiar “el curso natural de las cosas y el destino predeterminado de los astros”?
Si la corrupción aparece (cuando aparece) por todos lados será porque algo profundo en el sistema la sustenta, la justifica y la promueve. La corrupción siempre es un medio, nunca un fin. Si el sistema capitalista no permite alcanzar legítimamente aquello que predica como imagen de felicidad, entonces los individuos buscaran la forma de apropiarse del bien buscado aunque sea por medios delincuenciales, perversos o criminales. Lo que el sistema no es capaz de dar por las buenas, la población se lo toma por las malas. Existe lo que podríamos denominar una redistribución forzada de la riqueza, y si el sistema se cierra al cambio social, deja de fiscalizar y concentra cada vez más el capital, la corrupción aparece como una alternativa corta, eficaz y, por lo general, impune. Los casos de corrupción son cada vez más abundantes y el problema aparece como un cáncer que corroe a las personas y las instituciones. ¿Acaso no es corromper la misión del Estado hacerlo dependiente del poder económico? Si los referentes sociales y políticos ceden ante los lobbies corporativos o del narcotráfico, ¿por qué no lo habría de hacer también el resto de la población?
La forma más eficaz de destruir un ídolo es desenmascararlo, traerlo a la conciencia, sacarlo a la luz. El ethos actual del sistema capitalista se puede visualizar mejor si a través de una alegoría le damos forma de caricatura. En este sentido, podríamos representarlo como un bizarro o “transformer”, que por cerebro tiene una computadora y por corazón la bóveda de un banco. El brazo izquierdo hacia abajo y extendido termina en una mano abierta, oferente y generosa en cuya palma se lee “Democracia Formal y Libre Mercado”. En sentido opuesto, el brazo derecho se levanta amenazadoramente terminando en un puño hecho del armamento nuclear, químico y convencional más sofisticado. A lo largo del brazo desnudo se destaca un tremendo tatuaje en el que se destaca la frase “Razón de Estado = Razón de Empresa”.
Por las gigantescas fauces de su boca, el monstruo ingiere todo tipo de artículos de consumo, desde abundante comida chatarra, hasta los más extravagantes y lujosos automóviles, pasando por las películas más truculentas del cine y televisión. Las patas de dinosaurio terminan en enormes pezuñas que aparecen aplastando y hundiendo a niños, hombres y mujeres de todas las razas que, raquíticos y desesperados, tratan de salvarse aferrándose a las peladas ramas de los árboles de un bosque reseco. El monstruo, en actitud paranoica, está amenazando a toda esa diversidad sometida que, en el fondo, lo detesta. Mientras lanza sus rayos, bombas y cohetes por los ojos, los dedos de las manos, el ombligo y el sexo, el energúmeno defeca constantemente sobre un estanque de agua fresca, limpia y pura en el que nadan peces dorados y multicolores que representan todos los ideales que desde siempre alimentaron la esperanza humana.
Si, dejando el lenguaje figurado, tuviéramos que definir al engendro ideológicamente, lo podríamos bautizar con un nombre compuesto y complejo: Capitalismo-Maquiavelico-Hobessiano-Darwinista-Pragmático-Sensualista-Exitista-Neoliberal-Totalitario-Nihilista-Globalizado. En efecto, la corrupción en esta época conecta en forma directa con este ethos antihumanista por lo siguiente: (1) es por dinero que uno se corrompe, dado que es el medio para satisfacer todos los deseos y llegar al éxito; (2) el dinero es el fin que justifica el uso oportunista de medios ilegítimos e ilegales, o sea maquiavelismo; (3) todos estamos en guerra o competencia para acrecentar el poder económico, y por ello es que la razón de Estado en función de la razón de empresa está por encima del bienestar social; (4) con el dinero no solo tenemos éxito, poder y prestigio, sino que podemos saciar ese sensualismo consumista y obsesivo generado por una publicidad corporativa, masiva, manipuladora y cotidiana que invade a la intimidad de los hogares y sugestiona la propia conciencia.
Al aceptarse el estado de guerra, la competencia y la supervivencia del más apto como definición de las relaciones entre las naciones y los individuos, y al no existir un orden mundial y nacional realmente democrático, en la política se entroniza un Leviatán, un paraestado mundial que se instituye por la fuerza y se legaliza a través de los organismos internacionales, de las democracias formales o de regímenes sin verdadera representatividad social y efectiva fiscalización ciudadana. Al proyectarse masivamente este paradigma individualista-egocéntrico que promete mucho más de lo que cumple, la conciencia social queda impregnada de ese esmog espiritual que es la corrupción. Y ese es el paisaje humano que se ve en esta hora histórica en que se agudizan los procesos de atomización social, desequilibrio ambiental, desgobierno político y desintegración cultural.
No debería llamar la atención entonces que en el marco de una época profundamente desquiciada, en la que el capital social y moral de las multitudes se encuentra en situación crítica, vaya ganando terreno en todo el mundo el variopinto, polimórfico y astuto rostro de la corrupción. Afortunadamente, cada vez se le ve más la cara al monstruo y ese será el principio histórico de su destierro y de su fin.