En estos tiempos de lo tangible, tiempos en los que los datos “duros”, los porcentajes, las cifras comparativas, la cantidad, los números (qué paradoja… ¿hay algo más intangible que un número?), las construcciones e infraestructuras, concentran la atención de técnicos y especialistas preocupados por hacer visibles los avances en educación, he decidido hablar de intangibles.
Dado que el ámbito específico que nos ocupa es el de la educación inclusiva, hablaré de los intangibles incluidos en la educación inclusiva. Más humilde aún. Hablaré de un intangible que, desde mi punto de vista, le da a la educación inclusiva un poder profundamente transformador y, por ello mismo, profundamente político.
Comienzo entonces por lo que tendría que ser la conclusión de este artículo: un sistema de educación inclusivo es el anuncio de una sociedad genuinamente democrática. Una escuela inclusiva es un laboratorio concreto de aprendizaje y construcción colectiva (no podría ser de otra manera) de la democracia.
La Campaña Latinoamericana por el Derecho a la Educación (CLADE) en la Semana de Acción Mundial 2014, difundió un posicionamiento público en el que afirmó que:
Un sistema educativo inclusivo es aquel que prohíbe las prácticas discriminatorias, promueve la valoración de la diferencia, acoge la pluralidad y garantiza la igualdad de oportunidades para todos y todas. Garantiza que todas las personas, con o sin discapacidad, desarrollen plenamente sus habilidades y encuentren condiciones apropiadas para acceder a las distintas formas de conocimiento. Por lo tanto, beneficia a todo el colectivo.[1]
Comparto plenamente esta definición. Sin embargo, me animo a reordenar sus contenidos y establecer, de manera muy simple, su vínculo directo con la democracia. Veamos.
Garantizar la igualdad de oportunidades para todos y todas.
El reconocimiento de que todos y todas somos iguales en nuestra condición de personas, en nuestra dignidad, en nuestro ser humanos y humanas, es básico, sustancial, determinante para toda democracia. Es el reconocimiento en el que se sustenta una ética democrática: que todos somos iguales y por serlo… merecemos que se nos garanticen iguales oportunidades. Si no entendemos que somos iguales tampoco entenderemos por qué, en democracia, todos debemos tener iguales oportunidades.
Acoger la pluralidad
Ideas distintas, pensamientos diversos, opciones diferentes de vida, creencias variadas, espiritualidades múltiples, orígenes de aquí de allá, prácticas culturales de todos los colores. Solamente esa pluralidad acogida y contenida en ámbitos inclusivos alimenta el diálogo, el debate, la construcción conjunta; fortalece la inteligencia colectiva, la flexibilidad de pensamiento, la comprensión de lo distinto, los acuerdos y consensos. Todas, actitudes y prácticas democráticas.
Valorar la diferencia
Cuánto más estructuras homogeneizadoras construye una sociedad tanto más le teme a la diferencia: por eso busca reducir sus consecuencias. Y cuánto más se busque reducir las consecuencias de la diversidad, tanto menos democrática es una sociedad. Pero aquí estamos hablando de lo contrario: incluir es no solamente aceptar la diferencia sino valorarla y diría más, aprender de ella. Sin la diferencia, su aceptación y valoración, la democracia sería innecesaria.
Garantizar que todos y todas desarrollen plenamente sus habilidades, en beneficio de todo el colectivo
Hay un valor democrático previo a este enunciado: la certeza de que todos y todas tenemos habilidades. Todos y todas podemos, por tanto, aportar. Todos y todas somos necesarios. Es entonces cuestión de construir condiciones para el desarrollo de las habilidades de cada quien en beneficio personal y del conjunto. En democracia, nadie sobra, nada sobra. En democracia, cabemos todas y todos.
Prohibir toda práctica discriminatoria
He dejado al final esta característica, intencionalmente. Es obvio que, de concretarse todas las anteriores, sería innecesario prohibir prácticas discriminatorias porque, sencillamente, no existirían. Pero no es el caso y sin duda, toda práctica discriminatoria es incompatible con una práctica democrática.
Dicho lo anterior creo que corresponde afirmar que construir sistemas de educación inclusivos es una opción política: es la opción por la democracia.
[1] CLADE, Posicionamiento Público. Semana de Acción Mundial 2014, p. 3.
Nota: este artículo fue publicado por su autora en
http://www.campanaderechoeducacion.org/orei/post_blogueros/