Todos los excesos son malos. Y el exceso de maldad ni te cuento.
La incontinencia verbal de los politiqueros y comunicadores masivos son una fuente de hartazgo. Hartarse hasta los topes de desconfianza, de sospecha, de inseguridad, de desconsuelo y desvarío. Y todo ese combo es generador de odio, de desquicio.
Imagino que los estudios que demuestran los efectos de estas cataratas de irritación sobre las poblaciones y los incrementos de violencia no serán tapa de los diarios inoculadores de veneno, ni reportaje central de los magazines y noticieros prime time de los dosificadores de desgracias y desaliento.
Las grandes corporaciones económicas adquieren los medios de comunicación, como si jugaran al monopoly, para mantener su influencia, para digitar el sentido común de su tiempo, para borrar la memoria y condicionar los futuros de los pueblos. Ha dejado de ser negocio la información, apenas si se sostiene el espectáculo y, entre líneas, se van formando estereotipos y conductas.
Pero la sensación es que las sutilezas se han perdido, que el exabrupto forma parte del discurso permanente y percutante, es vehículo del golpe bajo, de la trampa, de la operación, de la rebaja de la discusión política y social, cultural, de sentidos. Y rebajar ese debate a una sociedad la envilece.
Entonces, entre envilecedores, torpezas y batallantes de la cultura incluyente y superadora, los pueblos se mueven como pueden, cayendo en pozos ciegos y levantándose en volandas de construcciones hábiles y creativas. Esa sensación de desenfreno, de montaña rusa, se encuentra acrecentada por los dictadores de los ritmos, de los tonos, de las palabras utilizadas para comunicar.
Ese chiquero nos presenta las discusiones omitiendo datos, presentando voces autorizadas con máscaras que esconden al servicio de quién trabajan. Y el ladrón cree que todos son de condición y si tiene el poder de expandir su criterio, nos convencerá a todos de que todos somos ladrones, para que su vileza no reluzca, ni destaque.
Entonces, en este escenario de paroxismo del exabrupto, todo vale. Se pueden quemar los símbolos de la lucha de todo un pueblo para quitarse las vendas de los ojos. Quitarse las vendas y ponerse el pañuelo de las madres. Advierto a los incautos que esos pañuelos son a prueba de llamas.
Se puede crear un manual de estilo basado en la conjugación permanente del condicional, se puede embarrar todo, decir lo primero que se pase por la cabeza o, aún peor, lo más canallesco que se nos ocurra para destruir al otro. ¿No se trata de eso la estrategia Duránbarbesca de la competencia electoral? Destruir al otro, pisotearlo, arrinconarlo, llevarlo al suicidio. ¡Uy, qué curioso! Hace poquito a un fiscal bastante incapaz lo convirtieron en estilete, un estilete que terminó clavándose a sí mismo y dándose muerte. Que hayan sido diputadas del partido asesorado por el ecuatoriano Durán Barba los que taladraron su voluntad las últimas horas de su vida, no parece ser tema de análisis. Los suicidas son repudiados por todas las religiones y el crimen tiene mucho rating.
Este travestismo impugna el debate serio sobre temas muy profundos: la renta, la fiscalidad, las fumigaciones con agrotóxicos, los derechos de los pueblos originarios, la explotación de recursos naturales y energéticos. Y tantos otros temas manoseados y tirados al lodo de la descalificación y la opereta electoral.
Pensar de modo constructivo, hacer de forma propositiva y sentir que la transformación es posible, son piedra basal para poder vivir bien y mejorar la vida de los que me rodean. Esto que suena muy esloganero, se trata, en el fondo, de una manera de encarar la vida. Y encarar la vida con ánimo jubiloso podríamos decir que se opone a la dependencia de las propaladoras del asco y la inmundicia dialéctica.
Así que invito a la abstinencia de la diarrea, o, al menos, a disminuir la dosis y contagiarse del entusiasmo que genera avanzar en la conquista de derechos y la superación de dificultades, injusticias y dramas sociales. Pasito a pasito
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