Por Benjamín Alaluf para eldiariojudío
Hace 500 años, nadie soñó ni por un instante en poder ver el cruel espectáculo de la Inquisición en vivo y en directo, pero en el siglo XXI, gracias a probablemente uno de los mayores avances de la tecnología, tenemos la ventaja (o desventaja) de prender la televisión (o youtube, twitter, etc.) y ver instantáneamente como un grupo de fanáticos radicales asesina a sangre fría y destruye patrimonio histórico de la humanidad al otro lado del planeta. La globalización nos da la oportunidad de enterarnos y asombrarnos, en cosa de segundos, sobre lo mal que está todo, y en la misma cantidad de segundos, de olvidarnos del prójimo y continuar con nuestras ocupadas vidas.
Israel es uno de los temas favoritos de los noticieros globalizados; debatir si es un país malo o muy malo siempre sube el rating. Con la escalada de violencia en la zona de Medio Oriente en junio pasado, más se multiplicaban los espacios en la televisión, las notas en los diarios e incluso las columnas en este mismo medio para sumar nuestra opinión al debate. Pero mientras los hechos se daban, y junto a ellos nuestras opiniones en las redes sociales, surgió una barrera al disenso y a la crítica que desató verdaderas batallas dentro y fuera de la web.
Tanto en Chile como en Argentina, la opinión sobre Israel por parte de los “representantes de la comunidad judía”, y por ende la de todos los judíos, debía ser de devota aceptación hacia las políticas aplicadas por el gobierno durante el transcurso de la última operación militar en Gaza. Decir que tal vez a Israel se le estaba “pasando la mano”, que Netanyahu estaba tomando medidas extremas, o incluso que los palestinos tienen derecho a un Estado propio, constituía una falta de coraje y consistencia ante los ojos de muchos miembros de nuestras comunidades.
En numerosas columnas publicadas en El Diario Judío, especialmente en las fechas de mayor escalada de violencia entre Israel y los palestinos, se hizo común leer entre los comentarios que era una vergüenza para la comunidad lo escrito, que no se puede ser judío y pensar así, que no es correcto andar ventilando problemas, o que la columna no podía seguir online y que el director la debía bajar (censura).
Mientras valide y legitime la existencia del estado judío, la crítica no tiene por qué ser motivo de indignación para nadie. Defender un Estado no es sinónimo de venerarlo, está permitido hablar mal de los dirigentes, sus políticas, las medidas que se toman, ya que finalmente es una forma justa en que como judío profeso mi amor y preocupación por éste en el largo plazo, una forma clara de afirmar mi patriotismo y la centralidad que tiene Israel en nuestras vidas. Tan válido como criticar a los gobiernos de Chile o Argentina, su clase política corrupta y sus falsas democracias. Acaso, ¿si hago un llamado a preocuparnos urgentemente del sufrimiento del pueblo palestino, especialmente sus niños, dejo de ser sionista?
Israel es un tema más para ilustrar la veta del disenso judío, quizás uno de los más complejos. Pero el rechazo a la libre opinión y la diversidad de posturas dentro de nuestra comunidad se podría aplicar a casi todo lo que vimos escrito el último año y que fue motivo de abucheos y polémicas: quién es judío, cuál es la forma correcta de llevar el judaísmo, críticas a la ortodoxia, la venta de sitiales en las sinagogas para Iom Kipur, la Teletón, e incluso el Colegio Hebreo. ¿Ni siquiera podemos debatir públicamente como comunidad sobre los objetivos del proyecto educativo de nuestro colegio sin ofendernos y caer en denominarnos antisemitas o antijudíos?
Discutir y debatir es fundamental para crecer y para notar que todos pensamos de forma distinta. No está bien que me tilden mal si opino distinto al comunicado emitido por la Comunidad Judía de Chile y escribo al respecto, estoy en todo mi derecho de disentir. No está mal que tenga una postura política definida y que sea pública, criticando lo dicho por un representante de nuestra comunidad, alegando que no me representa. Nuestros debates de opiniones son un ejemplo para toda la sociedad. Los demás los ven con admiración, percibiéndonos como un grupo humano con mayor nivel educacional y cultural, promoviendo valores de tolerancia y diversidad. Pero lo más importante es nunca caer en insultos, en descalificaciones, que finalmente hablarán muy mal no sólo de quienes las emiten, sino que de todos nosotros.
Israel es un ejemplo, debiese ser la inspiración de todos. Si hay un lugar donde se puede disentir sin miedo a ser tildado de mal judío es ahí. Puedo pararme en el Congreso y decir libremente si apoyo o no la idea de un estado palestino o las políticas sobre los asentamientos. Puedo marchar con cuanta bandera quiera en la mano, hacer un acto para criticar lo dicho por un rabino y seguir siendo igual de judío. Eso lo debiésemos tener todos, opinar distinto es inherente al ser judío, la historia lo demuestra.
No podemos permitir que el dinamismo que guía a nuestro pueblo se pierda. Debemos fomentarlo y cultivarlo, aprovechando las instancias de debate presentes y mostrándonos como un grupo enriquecido en su diversidad. Por algo en Chile, más de la mitad de los judíos no están afiliados a ninguna comunidad. No todos queremos ir al Starbucks o comer un avocado roll. Si queremos mayor participación comunitaria, debemos asegurar un espacio abierto, libre e incluyente para todos.