Pese a las altas cifras de muertes y complicaciones en la práctica de abortos clandestinos, la interrupción del embarazo sigue penalizada en la mayor parte de los países latinoamericanos. Se ha convertido en una de las principales batallas para las feministas de la región.
Por Nazaret Castro para EsGlobal
G. tenía 15 años cuando su padrastro, un suboficial de la policía en la provincia argentina de Chubut, la violó y la dejó embarazada. Tras su denuncia de los hechos, una jueza le denegó en primera instancia el derecho a abortar, y otro tribunal local ratificó ese fallo bajo el argumento de proteger la vida del feto. En 2012, después de un periplo judicial que duró dos años, la Corte Suprema dio un paso fundamental que sentó precedente: afirmó que cualquier mujer tiene derecho a interrumpir un embarazo que es producto de una violación, sin precisar para ello de autorización judicial. El alto tribunal pretendía poner fin a las lecturas más restrictivas del artículo 86 del Código Penal, que conservaba el texto de 1921; así, la legislación argentina permite abortar si, y sólo si, el embarazo es fruto de una violación o la salud de la madre corre peligro. Pero, incluso en estos casos, políticos, jueces y colectivos antiabortistas siguen poniendo trabas a estas mujeres.
La mayor parte de las legislaciones latinoamericanas siguen utilizando el Código Penal para controlar la vida sexual y reproductiva de las mujeres. Un caso extremo es el de El Salvador, donde 29 mujeres enfrentan condenas de hasta 40 años de cárcel por abortar, pese a haber sido víctimas de abusos sexuales y afirmar que la interrupción del embarazo fue involuntaria. El 21 de enero, el Gobierno decidió indultar a Guadalupe Vázquez Aldana, condenada a 30 años de prisión por homicidio agravado, por sufrir un aborto tras ser violada a los 18 años. El suyo no es un caso aislado: según la Agrupación Ciudadana por la Despenalización del Aborto, 129 mujeres salvadoreñas han sido procesadas por aborto entre 2000 y 2011; de ellas, 29 están encarceladas y se ha reclamado el indulto de 17. La ONU aprovechó la ocasión para pedir al Ejecutivo una reforma de la legislación en un país donde la propia Constitución plantea que la vida comienza en el momento de la concepción. Los expertos de Naciones Unidas, así como las organizaciones de derechos humanos, recuerdan que la prohibición absoluta afecta en mayor medida a las mujeres pobres y afirman que el Estado debe garantizar el acceso seguro y legal, al menos, cuando el embarazo pone en peligro la salud de la mujer y es resultado de violación o en casos de malformación grave del feto.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), se practican en América Latina 3,7 millones de abortos inseguros cada año; este tipo de intervenciones clandestinas causan el 17% de las muertes maternas. De esas mujeres, 1,4 millones son brasileñas y una de cada 1.000 muere por complicaciones durante este tipo de abortos. Además, entre el 10 y el 50% de las mujeres sufren complicaciones en estas intervenciones; a los riesgos se suma, muchas veces, la posibilidad de acabar en la cárcel.
Estas cifras no han impedido que en casi todos los países latinoamericanos mantengan legislaciones que llevan a la clandestinidad a las mujeres que quieren abortar. La interrupción del embarazo sólo está plenamente garantizada en tres países (Cuba, Puerto Rico y Guyana); en algunos países, como Chile, El Salvador, Honduras y Nicaragua, el aborto está absolutamente prohibido, incluyendo casos de abusos sexuales y riesgo de muerte materna. Son pocas las naciones latinoamericanas que consideran otros supuestos, tales como las razones terapéuticas, las malformaciones del feto o las causas socioeconómicas. Colombia es uno de los países con legislaciones muy restrictivas. Pese al gran descenso en la tasa de fecundidad que ha experimentado el país en los últimos años, el 50% de los embarazos son no deseados, y de ellos, la mitad termina en aborto. El 23% de las mujeres colombinas en edad fértil admite haberse practicado un aborto.
Activismo frente a conservadurismo
No extraña entonces que la despenalización del aborto siga siendo una de las demandas más urgentes de las feministas latinoamericanas. En Argentina, la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito ha presionado a las cámaras parlamentarias desde 2005, con la participación de más de 300 organizaciones sociales que entienden que la interrupción del embarazo es “una deuda que la democracia tiene con las mujeres en Argentina”. En el país austral, se calcula que unas 500.000 mujeres recurren cada año a intervenciones clandestinas; en los últimos 20 años, más de 3.000 mujeres, casi todas ellas pobres, han muerto por complicaciones durante el proceso.
La presión social no ha servido, de momento, para avanzar en Argentina hacia una ley menos restrictiva; la norma actual sólo permite abortar en casos de violación. De poco le ha servido a las feministas que esté en la presidencia una mujer, Cristina Fernández; lo mismo sucede en el Brasil de Dilma Rousseff o el Chile de Michelle Bachelet. Lo cierto es que los pocos políticos que se atreven a colocar el tema en la agenda son severamente penalizados por la prensa conservadora y las iglesias católica y evangélica. Basta recordar que, en la campaña electoral de 2010, Rousseff tuvo que escribir una carta en que aseveraba que no tocaría la ley del aborto para poner fin a una espiral de descalificaciones.
Como advierte Marta Lamas, investigadora mexicana y fundadora del Grupo de Información en Reproducción Elegida (GIRE), tal resistencia de los políticos “no puede interpretarse únicamente como una respuesta a la presión vaticana; también una cuota importante de puritanismo machista se expresa en ella: la mujer se lo buscó, que pague las consecuencias. Pese a que en América Latina cada vez más mujeres ocupan cargos públicos y adquieren una creciente presencia política, todavía no representan una fuerza política sustantiva como para inclinar la balanza, pues no todas son feministas. Eso explica por qué, frente al gran protagonismo político que han cobrado las latinoamericanas, no existe en correspondencia una política estatal que las respete como sujetos en su propio derecho”. Con todo, Lamas recuerda que sí hay activistas y funcionarias feministas que están impulsando avances.
Por una maternidad voluntaria
El aborto no es sólo un problema de salud pública por el número de muertes -a los clandestinos se debe el 24% de la mortalidad materna en América Latina-, sino también por las consecuencias sociales. Las restricciones se combinan con la violencia sexual, la falta de acceso a la educación sexual, a la anticoncepción y redunda, en las sociedades rurales y en sectores urbanos populares, en altos índices de natalidad y maternidad en edad temprana. Esta “obligación de convertirse en madre, soportar un embarazo, parir, criar un hijo”, en palabras del jurista italiano Luigi Ferrajoli, impone a muchas mujeres el círculo vicioso de la pobreza y la exclusión social. Según cifras de Cepal de 2006, entre el 20% y el 35% de las mujeres latinoamericanas urbanas son madres a los 22 años; esa cifra llega al 60% en las zonas rurales y alcanza el 80% en algunos países. La maternidad temprana fuerza a la deserción escolar e impone una “estructura de desventaja” que refuerza la pobreza, la desigualdad y la marginación, según esta organización.
“Es crucial distinguir entre el hecho del aborto en sí y su tratamiento penal”, recuerda la mexicana Marta Lamas. “Los gobiernos tienen gran dificultad para comprender la estructura de desventaja que implica la maternidad (cuando es no deseada), vivida no sólo como coerción a la autonomía personal sino también como restricción educativa y laboral”, añade. Entonces, el debate sobre el aborto no puede separarse de las estructuras de poder que todavía atenazan a las mujeres: menores salarios, división sexual del trabajo – reserva a las mujeres el trabajo no remunerado doméstico y de cuidado-, la violencia cotidiana, física y simbólica sobre los cuerpos de mujeres y niñas. En definitiva, el elevado número de muertes consecuencia de abortos clandestinos es una expresión más de la estructura de dominación patriarcal que sufren las mujeres en América Latina y el Caribe.
Movimientos feministas como la Marcha Mundial de las Mujeres colocan en íntima relación las restricciones al aborto con el control del cuerpo de las mujeres, de su reproducción y su sexualidad, que en la sociedad patriarcal y capitalista se coloca al servicio de la acumulación de capital. “La utilización del cuerpo de las mujeres y su sexualidad para la reproducción de la vida y el sostenimiento del capitalismo ha sido uno de los pilares que sustentan el sistema: con bajo costo, explota nuestra fuerza de trabajo y nuestra creatividad, demandándonos las tareas de trabajo (no remuneradas) en nombre de una abnegación voluntaria resultante de la idea de la obligatoriedad de la maternidad. Nosotras decimos: queremos sólo poder decir sí o no al embarazo”, señalan en Sao Paulo las activistas brasileñas Sarah Luiza y Maria Fernanda Marcelino.
Las feministas subrayan que las perjudicadas por la prohibición del aborto son las mujeres pobres, sobre todo las rurales e indígenas: “Las mujeres bolivianas abortamos con o sin penalización. La diferencia es que en condiciones de penalización, las mujeres que cuentan con 400 dólares pueden gozar de un aborto seguro que no atenta contra sus vidas y que no se realizará en condiciones de intimidación. (…) Penalizar el aborto es manifestar el desprecio por la vida de esas mujeres jóvenes, pobres e indígenas”, afirma la activista María Galindo, del colectivo boliviano Mujeres Creando.
Es por eso que han surgido movimientos como Socorristas en Red (feministas que abortamos), una red de grupos y colectivos feministas de Argentina que brinda información y acompañamiento a mujeres que deciden abortar con Misoprostol, un medicamento que posibilita la interrupción del embarazo hasta la semana 12 de gestación. Esta red surgió en 2012, dentro de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. “La penalización del aborto afecta a los derechos de las mujeres a decidir libremente sobre sus cuerpos”, aseguran desde este movimiento, que pretende “evitar la violencia a la que son expuestas” las mujeres que abortan en condiciones de clandestinidad.