Colombia es el país de la fantasía, de la ficción. Es el pueblo de macondo que describe Gabriel García Márquez en Cien Años de Soledad: un lugar donde la violencia ha pasado a formar parte del imaginario colectivo de las personas. Es allí, en donde la muerte, la guerra y el terror han sido los males que han aquejado a esta nación desde sus inicios como república y como democracia. Pienso que estas adversidades han hecho que los colombianos vivan en un país de sueños y quimeras fabricadas en donde el crimen, el dolor y la venganza son tan naturales como la salida del sol durante las horas de la mañana. Pareciera que no hay autoridad ni orden: el rey ha sido despojado de su corona.
Por eso Colombia no se estremece. Todo es cotidiano y pasajero. Se ha vuelto rutinario escuchar que el país ha estado en un conflicto armado desde hace sesenta años. Se ha vuelto rutinario saber que cada dos días muere un niño por desnutrición, y se ha vuelto rutinario que Colombia sea el segundo país en el mundo con mayor número de desplazamiento forzado interno, producto de su enconada violencia. Incluso, hasta hace pocos días, cuatro menores de edad (de 4, 10, 14 y 17 años) fueron vilmente asesinados por motivos aún no esclarecidos en el departamento de Caquetá, Florencia. Todas nuestras desgracias y miserias no tienen límite, cada día hay algo nuevo que llena las páginas de los periódicos en este país: muerte, reinados y fútbol, una mescolanza fatal.
¿Quién tiene la culpa de lo que está sucediendo en este país de América? ¿Son los dioses que nos hemos encargado de fabricar a lo largo de nuestra compleja historia? ¿Son los gobernantes que alguna vez elegimos de manera democrática? Creería que de todo un poco, pero también de hacer creer que todo es fantasía, imaginación, de hacer creer que aquí no pasa nada y que todo ocurre porque así son las dinámicas propias de nuestra historia.
La paz en Colombia se ha medido por el número de muertos que ha producido el conflicto y no por construir herramientas y caminos que conduzcan a la No-violencia como estrategia de tregua. Nos hemos encargado de profanar nuestros valores que tanto ha reclamado el pueblo colombiano para sucumbir en la sensación de que la muerte se hace necesaria para llegar a un estado de armonía en un país sin memoria y sin pasado.
Todo indica que este país es muy particular en la región, pues la guerrilla, las bandas criminales y los grupos de autodefensa que tanto le han hecho mal al país, han hecho de las suyas en una sociedad sin dolientes, sin tener la esperanza de que algún día esto cambiará para bien y dejaremos de lado los odios, los males y los prejuicios propios de nuestra especie humana.
Más allá de que Colombia sea calificada como el segundo país más feliz del mundo, lo que falta es que debemos dejar esa fantasía de creernos más que los demás y que no podemos ni debemos convivir en un clima de indolencia e incertidumbre.