En La Habana se reanudaron los diálogos entre las FARC-EP y el gobierno. En Colombia avanzan movimientos sociales y políticos en favor de la paz. Pero mientras se acerca la solución al enfrentamiento armado, el conflicto político y social continúa.
El presidente colombiano Juan Manuel Santos, en octubre pasado, se arriesgó a sostener que este 2015 va a ser el año de la paz para Colombia. Si bien pocos días después de sus declaraciones, él mismo decretó la primera suspensión de los diálogos de La Habana con la guerrilla de las FARC, el tiempo parece haber encaminado las cosas para que la predicción tenga posibilidades de cumplimiento. Por lo menos por como Santos lo entiende.
El año arrancó con una aceleración de las negociaciones que empezaron en 2012 y que cerraron el 2014 con cierto estancamiento en torno al tercer punto de debate, el reconocimiento y resarcimiento de las víctimas del conflicto armado. El ciclo 2015, que empezó el pasado primero de febrero, se propone concluir éste y el último tema acordado en el Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera de 2012, el fin del conflicto armado. Pero si bien para el gobierno esta sería la única paz que Colombia necesita, los últimos acontecimientos dejan en claro que aún depuestas las armas, quedan muchas cosas por resolver.
Una paz, muchos conflictos
Si bien la lógica que regula el diálogo se puede resumir en la frase “nada está acordado hasta que todo esté acordado”, se puede afirmar que en los últimos dos años ha habido avances sustanciales de un proceso que a todas luces no tiene vuelta atrás. Los acuerdos logrados en los primeros tres puntos de los diálogos -política agraria, participación política de la guerrilla y drogas ilícitas-, han generado un clima en el cual ambas partes se ven obligadas a continuar hasta lograr el efectivo fin del conflicto armado.
Existen sin embargo constantes ataques a la estabilidad de las negociaciones. Primero entre todos, la negativa por parte del gobierno y las Fuerzas Armadas colombianas a aceptar un cese al fuego bilateral por tiempo indefinido. Mientras la insurgencia ya depuso indefinidamente las armas, las fuerzas regulares continúan sus operaciones echando un evidente manto de desconfianza en medio de las negociaciones. A esto se le suman nuevos focos de conflicto y reivindicaciones de movimientos sociales en todo el país.
Los campesinos del Catatumbo, protagonistas de los paros agrarios de 2013 y 2014, volvieron a denunciar el incumplimientos de los acuerdos suscritos por el gobierno y un nuevo plan de acciones para este año. El movimiento estudiantil por su parte ya prepara un 2015 de intensas movilizaciones por una reforma educativa.
Mientras tanto, el asesinato de Carlos Alberto Pedraza Salcedo, líder social del Congreso de los Pueblos, el pasado 19 de enero, puso nuevamente en la primera plana de los medios la falta de garantías políticas para la participación y la acción popular en todo el país.
Debates de cara al futuro
Entre los puntos más interesantes para el debate de la política colombiana en ese sentido está la interpelación que, directa o indirectamente, la insurgencia hace hacia los movimientos sociales para pensar de conjunto el post-conflicto. Los acercamientos, el establecimiento de canales privilegiados de diálogo o pase de información, la cercanía ideológica o práctica en reivindicaciones concretas, que se apoyan en la idea de refundar la sociedad y política colombiana desde sus fundamentos, hacen que buena parte de la izquierda del país se tenga que confrontar con la posibilidad de avanzar codo a codo con quienes se desmovilicen. O inclusive que éstos se involucren directamente en organizaciones ya existentes -cosa que parecería gustar más entre los militantes del ELN por ejemplo-.
Se trata de posibilidades que obviamente encuentran cierta reticencia por parte de los sectores progresistas más embebidos por el discurso anti-guerrilla (falsamente enmascarado detrás de un pacifismo a ultranza) que ha sido terriblemente funcional a los intereses de los partidos sistémicos tradicionales a lo largo de más de 50 años de conflicto.
Pero también hay quienes entienden que se trata de una posibilidad para avanzar sobre esa misma estructura política que ha históricamente recurrido al militarismo, la coerción, la corrupción y los negociados por su absoluta incapacidad de construcción política real, y que a ese conglomerado de poder económico y político hay que responderle justamente con política. Camino que al parecer las FARC decidieron transitar sin vuelta atrás. Esto revertiría el discurso de la derecha y el santismo, que pretenden hacer creer que desaparecidas las guerrillas desaparecerá el conflicto social. Nada más lejos de la verdad.
El surgimiento del Frente Amplio por La Paz el año pasado puede llegar a dar cuenta de este proceso. Se trata de un espacio donde convergen partidos políticos, movimientos sociales y organizaciones cuyo principal objetivo es acompañar el proceso de paz, dándole a su vez una expresión política de acción. Su protagonismo en los últimos meses en La Habana ha sido claro. Y es muy alta la probabilidad de que se convierta en una opción electoral de cara a los comicios locales y regionales de octubre de este año, otro de los grandes desafíos de la política colombiana.
Así, Colombia enfrenta un año intenso. La idea de una paz absoluta negociada en la mesa de La Habana choca con el grado de conflictividad social y política propia de un país que aún no ha logrado garantizar el real establecimiento de un Estado de derecho moderno, inclusive en su concepción más liberal. Y los términos para la construcción de una nueva base de participación política se juegan en aguas aún terriblemente borrascosas.
Federico Larsen – @larsenfede