Por Néstor Tato.-
En tanto humanista universalista, no violento y no imperialista, ahorro al lector los razonamientos que buscan explicar Je Suis Charlie con base en premisas de la violencia globalizadora o los que asumen las deformaciones de la educación que produce “hijos” desviados. No cabe duda que un hecho humano no puede ser analizado desde un solo punto de vista.
Ver el hecho humano desde una sola perspectiva es correr el riesgo de ideologizar, y eso, respecto de los agentes del hecho considerado, es cosificarlos.
Je Suis Charlie no fue más que una reacción sentimental frente al horror de la victimización del próximo, Ya se ha señalado que esa reacción no se produjo frente a las víctimas remotas de los ataques preventivos u ofensivos por parte de las fuerzas que “promueven” la Libertad. Eso es privilegio –más bien un must- de los medios intelectuales progresistas.
Por tanto, habría que ver qué sucede en las reacciones colectivas frente a hechos puntuales. Me parece una interesante línea de estudio, porque parece que acá hay algunos millones dolidos frente a otros millones a los que se acusa (desde el bando dolido) de “ofendidos” (que, diría, parece que son más).
Por el terremoto que se desató y cuyas secuelas están por verse todavía, parece que ése es el hecho a considerar, más que la penosa –extremadamente penosa- anécdota policial de JSCh. Trataré de abordar un aspecto de esa espinosa e inasible cuestión.
De un lado, están los que creen en la sacralidad de la libertad de expresión: uno tiene derecho a decir lo que se le ocurra. Y si alguien se ofende, tendrá que hacer algo con su sentirse ofendido porque el derecho a expresarse es sagrado. O sea: alguien puede insultar a otro y si éste se ofende, es su problema sentirse ofendido. Pero se le concede el derecho a expresar que se siente ofendido. Eso sí.
Cuando la materia satirizada es la religiosa, el trasfondo está claro: para ridiculizar, el sátiro se apoya en la exacerbación de lo terrenal. Nada más terrenal que representar la sodomización entre los miembros de la Trinidad. Cualquiera sea el motivo, lo ridículo surge del contraste entre lo terrenal y lo confesional, entre lo perceptual y lo intangible. Y esto no es menor: nuestra capacidad de concebir se funda en lo percibido.
Nuestra sensibilidad se moldea en torno a lo percibido. Y ésta ha sido la plataforma del desarrollo de la ciencia, emblema de Occidente que permite separar las aguas de lo metafísico, visto como imaginario, de las de lo verdadero, la realidad concreta.
Para Occidente, lo imaginario es accesorio de lo real, materia propia de lo artístico. Por tanto, tiene un valor derivado, secundario, casi prescindible frente a la imperiosa necesidad que impone lo material.
Lo concreto, lo perecedero es lo que manda. Esto es el mundo y no otra cosa.
Además, con la muerte esto termina y no hay más, por eso se la teme. Lo que se pueda decir sobre el después es cosa de la fantasía, puro capricho de la imaginación. Por eso, la libertad adquiere carácter sagrado: esta es la única oportunidad que tenemos.
Para Occidente lo imaginario es fantasía. El mundo es lo concreto y en el más avanzado de los casos, tiene alguna posibilidad de ser distinto dentro de esos parámetros de materialidad.
Por el otro lado, la cosa no parece ser igual: lo imaginario es una dimensión de la existencia no menos importante que lo perceptual, el mundo concreto, externo. Dentro de este contexto existencial, el Paraíso existe y es muy deseable, tal como lo presentan. De modo que morirse no es un problema, sino más bien una bendición.
Si Dios es la finalidad de la vida y el dador de sentido, para el creyente la libertad no tiene otro sentido que servir a sus designios. Para el caso, cuáles sean esos designios queda fuera de consideración. Lo relevante es que la conducta está regida por las imágenes de lo que Dios quiera. La muerte, por tanto, no es temible.
De modo que, en una reducción bastante deleznable pero necesaria para hacer patente el enrosque que antecede, JSCh es la afirmación de una libertad que para el musulmán es relativa (lo mismo que para un buen cristiano) y para un jihadista llega a ser descartable.
Para JSCh la muerte es el mayor desvalor que se pueda concebir; para los jihadistas, una bendición. No creo que haya sido su intención despachar a los Charlie al paraíso, pero inmolarse por la Jihad, sí es una bendición. De modo que al matarlos, la Policía no hizo más que cumplir sus deseos más fervientes.
Como se ve, el contraste de valores es tal y tan paradójico que el resultado no da suma cero como suele suceder en los conflictos a todo o nada, sino que aún perdiendo, los jihadistas ganan. (Ahora me doy cuenta que no dije “terroristas”… en fin, ya está hecho).
Esta ecuación de valores pone en claro que la lucha no es pareja en términos de creencias, que, en definitiva, son las que están en juego porque dictan los valores.
Esto, sin considerar que parece que la Libertad no se puede proteger si no es a costa de mancharse con sangre, o sea, eliminando la posibilidad de libertad en el otro.
Vamos a los Charlie, sátiros por excelencia, ésos que “se lo estaban buscando”. De lo dicho arriba sobre el peso existencial del imaginario se puede atisbar que meterse con las imágenes que el otro tiene como sagradas, es grave. Porque no se puede medir las reacciones humanas.
Por supuesto que ninguna cosa que haga una persona, amerita que le quiten la vida. Perogrullo es incontestable en este punto. Pero hay una concepción materialista de la violencia según la cual, violencia es sólo la física. Si no hay golpe, se puede hacer cualquier cosa con el otro, mentar a sus padres, enlodar sus más íntimas creencias. Porque “yo, YO, soy libre de expresar mis ideas y creencias”. El otro, por supuesto, puede expresar las suyas, pero tendrá que soportar que uno diga lo que se le ocurra sobre las burradas que él cree.
Además, porque uno tiene el sacrosanto derecho de expresarse, el otro se lo tiene que aguantar. Si se le parte el corazón, si siente que su alma se desgarra frente a la burla, es problema suyo. Por empezar, porque esas cosas no existen.
¿Puede decirse esto último? Claro que sí. Si uno defiende el derecho de basurear los ídolos ajenos, está afirmando que que no existen, no valen, y de eso tiene que darse cuenta el que se los cree, y desde ahí, desde esa no creencia, no hacerse cargo de la burla. Porque en definitiva ¿qué importa lo que se diga?
Si le duele es porque tiene algún problema con eso (acá la intervención freudiana es innegable), así que tendrá que aprender a arreglárselas. O se fija porqué le duele y lo soluciona, o se la aguanta. Pero “yo, YO, no tengo porqué dejar de decir lo que a mí me parece, sobre tus cosas.”
Esta es una reivindicación bien europea de su derecho incuestionable (dicen ellos) a regir el destino de los demás, a rayar la cancha y definir los bandos. Sobre todo a definir quiénes son los “anti”, ésos que “están siempre contra mí, que soy portador de la Luz de la Razón”.
Si uno remonta cualquier conflicto humano (no las guerras, que hoy son otra cosa, aunque en otros tiempos puede que sí) se va encontrar con que en el inicio hay un desconocimiento del otro, del otro integral, con sus creencias y sentimientos.
En un par de páginas memorables (“Acerca de lo humano”), Silo dijo que el otro tiene que ser para mí “un arcoiris multicolor”, “blanco de libertad”, palabras éstas de contenido oscuro para quien no tenga la experiencia de la humanidad del otro. El otro es libre y para mí, su libertad es sagrada. Si no lo siento así, inevitable es que lo estoy cosificando, negando su humanidad al no considerar su libertad. En especial, su libertad de creer o no creer, sobre todo, en lo que yo creo.
Y esa libertad es blanco de mis acciones, pero no en el sentido habitual, para conseguir que haga lo que quiero. Por lo contrario, es blanco de mi consideración constante sobre cómo hago para no interferir con sus intenciones. Y esas intenciones incluyen sus creencias.
Por supuesto, si sus intenciones me tienen como blanco en sentido contrario al expresado, podré resistirme. Pero si no, nada justifica mi intervención. Ni siquiera como ayuda (si no me la pide).
Desde este ángulo, el antihumanismo es una actitud. Antihumanista es etiquetar, porque cosifica, porque limita y reduce al otro a una sola de sus posibilidades, degrada su intención sin intentar comprenderla.
La degradación de cualquier atributo del otro, es degradar lo humano en él, porque la humanidad del otro es algo integral, por muy desintegrada que su experiencia pueda aparecer a mi juicio.
La degradación es el trasfondo que justifica el asesinar: si el otro no es humano, no es como yo.
Cuando pretendo ubicarme en un polo y trazar una línea de diferenciación, condeno y divido. El antihumanismo es lo que desconoce la intención humana, que es lo previo a su anulación.
El mal llamado fundamentalismo es lo antihumanista. Mal llamado porque si uno guía su vida por ciertos fundamentos no está haciendo nada malo. Si alguien es consecuente con sus principios es hasta admirable, pero si de eso se deriva una conducta perjudicial para otros, nada tiene que ver con los fundamentos que invoque. Se es violento y punto.
Lo que se llama fundamentalismo es simple violencia: la imposición de un punto de vista por cualquier medio. Es la actitud más antigua del moralismo: las conductas pautadas pueden ser exigidas. En el caso del fundamentalismo JSCh, se puede exigir al burlado que no se ofenda, casi como que tiene que hacer un acto de contrición y pedir perdón al burlador por haberse ofendido..
Más desconocimiento de la vivencia ajena no se puede pedir: alguien se burla de lo que alienta y sostiene la vida de otro y éste, a aguantarse, por la sagrada libertad de expresión.
No es cuestión de pegarle al burlón, pero tampoco es cuestión de reclamar impunidad para él. Esto es mantener la huella del sátiro, convertirlo en símbolo de una libertad que no es libre ella misma. Porque la libertad es con el otro, no contra el otro (si es que el otro no se me vino encima).
Es curioso lo paradojal de las actitudes: la exigencia de una conducta al otro es clásicamente cristiana, culminó con la Inquisición y contaminó ciertas expresiones del Islam, que en su momento empaló a los que se negaban a convertirse. Se creía que era de otros tiempos, pero … algunas costumbres están muy arraigadas.
Esa suerte de poder de policía sobre la conducta ajena, ese arrogarse el dictaminar sobre qué debe hacer el otro, es moralismo puro. Lo contrario de un acto ético puro, en el que decido sobre mi conducta, solo yo con mi conducta, solo con mi corazón y lo que siente, atendiendo a lo que la conducta en cuestión va a producir en mí y en el otro.
Para cortarla de una vez, parafraseando a la Biblia y a Freud: el que tira la piedra, lapida su propia culpa. (Toda asociación con Nisman corre por cuenta del lector).