Mientras la cultura imperante banaliza la muerte, mostrándola como algo inevitable para los pobres desdichados de este mundo y refiriéndose a las víctimas como daños colaterales, anonimatizándolas y volviéndolas invisibles, también exalta otras muertes, aquellas que para los ojos de los medios de masas deben ser portada y merecen todas las lágrimas posibles.
Hay muertes, entonces, que se ningunean y otras que se sobredimensionan.
Elijo un mal momento para plantear esto, porque el sistema nervioso de lo humano está alterado, está en carne viva, todos tenemos los ojos llorosos por alguna muerte de primera plana. Y son justas esas lágrimas, porque toda muerte violenta, toda muerte evitable es horrorosa y merece nuestro más enérgico repudio y reparación.
Esa dichosa cultura imperante también nos dice que la vida de algunos es menos valiosa que la de otros y justifica ciertas muertes. Nos indica quiénes son dignos de castigo y quiénes dignos de castigar, quiénes tuvieron lo que merecían y quiénes eran inocentes de toda culpa.
Es evidente que aquellos inocentes nos generarán mayor pesar por la incomprensión del término adelantado de su vida, pero no debería ser moralmente aceptable avalar la muerte de ningún ser humano.
¿Y cómo se hace, entonces, para matar, para tomar la decisión de eliminar al otro? ¿Cómo se puede dar ese paso?
Bueno, insisto con la cultura. No es raro que se le desee la muerte a alguien, que se le desee lo peor. Al contrario, es posible escuchar “hay que matarlos a todos” y que esa persona se quede tan ancha después de haber formulado el deseo exterminador por antonomasia.
No digo que todos los que podamos desear la muerte o la desgracia de alguien, seamos capaces de desgraciarlo o de arrebatarle la vida, pero, ¿cómo es que algunos sí lo consiguen? Porque tampoco son tan poquitos. Las estadísticas dan escalofríos, los muertos se cuentan por millones y de entre ellos las muertes violentas o evitables son la mitad. No quiero entrar en los pormenores de lo que es considerado evitable y lo que no, pero en trazos gruesos, las enfermedades que tienen cura y el hambre parten a la cabeza, el no acceso al agua y las contaminaciones ambientales por falta de escrúpulos o corrupción, también. Los desastres naturales que golpean en ambientes pauperizados, donde no hay atención médica, donde hay escaseces de lo más elemental o donde las construcciones son un simulacro de edificios, también deberían formar parte de la lista.
El horror es permanente, como permanente es el malestar que generan los inescrupulosos que detentan el poder y deciden sobre la vida de todas las personas. Y también quieren decidir sobre lo que deben pensar y sentir esas personas, adoctrinándonos a través de los programas de estudios, de los medios de comunicación masivos que repiten pautas culturales aceptables y reprobadas y a través de lo que es considerado arte mayor para cada momento histórico.
El lenguaje nos domina si no estamos atentos y asociamos terrorismo al islam y la piedad al cristianismo y cuando pensamos en corruptos, dirigimos el dedo hacia la clase política, del mismo modo que defendemos al empresariado porque son los que nos dan trabajo. Los colores de pieles, las figuras estandarizadas, el mercadeo de los sentimientos, todo forma parte de un discurso estudiado y destinado a delinear los límites culturales que nos dictarán lo que es correctamente político y lo que no lo es.
Rebelarse a estos dictados puede generar muchas críticas, pero también permitirá abordar cualquier asunto desde un prisma nuevo, donde uno puede acomodar los valores que le parezcan más adecuados y que pondrá en entredicho lo que se “debería” pensar.
Este trabajoso ejercicio nos permitiría salir de la trampa de hipocresía que nos habilita la cultura imperante y también nos daría pautas para entender cómo repetimos ciertos conceptos, conjeturas y creencias sin haberlas elaborado, ni reflexionado previamente.
Es necesario enfrentar los propios pensamientos y analizar hasta qué punto están contaminados por la inoculación de modelos impuestos, qué ideas o posturas se tienen por verdades absolutas y qué voces siguen siendo referencia para cada uno.
Es un buen momento para tomarse este trabajo, para parar la pelota y buscar pensar por uno mismo, escaparle a lo fácil, a lo dictado, a lo masticado. La digestión no tiene por qué ser cómoda, pero sí beneficiosa y lo que es seguro es que tras el duro trance de digerir los ingredientes no elaborados, probando quizás platos que creíamos que no nos gustaban o que simplemente desconocíamos, llegaremos a conclusiones nuevas, tendremos a disposición nuevos elementos para tomar resoluciones con mayor altura y con sabor a descolonizado.
Todo asesinato es abominable y todo ejercicio de violencia consciente es detestable y debe ser denunciado. Se trate de cualquiera de los tipos de violencia conocidas: psicológica, física, sexual, religiosa, racial, económica, intrafamiliar o moral.
Descolonizarnos es poner en entredicho aquellas ideas que nos han querido convencer que la naturaleza humana es violenta, que la muerte es el único destino de todos nosotros y que el mundo es así y siempre lo será…