«Yo quiero a mi bandera,
planchadita, planchadita, planchadita»
Luca Prodan
«Es así, señora. No sé adónde vamos a ir a parar. Les dan guita a los transexuales, les pagan un sueldo a los delincuentes, vacunan gratis a cualquiera por cualquier resfrío, promueven los embarazos adolescentes por unos pesos, en este país va a la universidad hasta un vago de la villa. Y ahora, lo último que faltaba, estuvieron ahí de permitir que un alumno repetidor sea abanderado en la escuela del Cacho. Por suerte, la Rosa, la Violeta, la Margarita y esta servidora le pedimos, le exigimos, a las autoridades pertinentes que no sean impertinentes y deroguen esa barbaridad. Estamos hartas, nosotras que somos las flores más perfumadas del jardín del barrio, de que nivelen para abajo», me dice la señora Lila, mientras repasa la vereda con el lampazo por octava vez.
La indignación de estas abanderadas del ombligo ancestral surgió, esta vez, por una resolución de la Dirección General de Escuelas de Mendoza que abría la posibilidad de que un alumno repetidor pudiese llegar a ser abanderado del colegio. ¡Para qué! Se sacudió el árbol del sentido común y cayeron cientos, miles, millones de lugares también comunes para alfombrar el piso de la chatura mental y moral de esa clase media con ruleros y cabezas con forma de pelota de rugby.
Uno, ingenuo hasta la boludez, supone que una decisión así (la educativa, digo) no surge por el capricho o la alucinación de un funcionario o funcionaria después de una noche de amor apasionado y como agradecimiento a la vida que le ha dado tanto. Una resolución así se propone, se analiza en equipo, se estudia, precisamente, se discute, se aprueba y recién entonces se difunde. No supe ni imaginé jamás que, por ejemplo, la Asignación Universal por Hijo haya sido motorizada por un ataque de inspiración celestial. Pues bien, poner en práctica lo decidido por la DGE implicaba un paso inclusivo más, en sintonía con los aires de la década. Lo escribo en pretérito porque, otra vez, ganó Doña Rosa en nuestra bienamada patria chica. El gobernador puso el grito en el cielo, recordó su paso por las aulas del Liceo Militar «General Espejo» y retrotrajo la situación a los cauces conservadores de siempre. No hay caso o, mejor aún, hay casos en que los dedos en V, la Marcha y «combatiendo al capital» son una foto. Sólo eso.
O sea, el chico que repitió un grado será repetidor para siempre. Llevará la etiqueta de burro, mal alumno, desacatado y oloroso para siempre. Es la misma lógica ilógica que se aplica a quien ha delinquido. Delincuente for ever. Para la lacra pequeñoburguesa que supimos conseguir está prohibido superarse, dejar atrás cualquier traspié que un ser humano haya dado en la vida. Me recuerda las palabras de aquel milico del golpe de Estado de setiembre de 1955 (hay historiadores que se empeñan en seguir llamándolo Revolución Libertadora) ante algunos dirigentes de la CGT que habían ido con la pelela puesta de sombrero a negociar con los fusiladores: «Esta revolución se hizo para que el hijo del albañil siga siendo albañil», o algo así les dijo. Y ese mandamiento cultural ha quedado impregnado en muchos sectores de nuestra impoluta clase media. Porque el rechazo al repetidor o al exdelincuente es más una cuestión de clase que de clases en el aula o de clases de afano. Me pregunto cuántos de los titulares de las 4040 cuentas de argentinos en el Banco HSBC suizo habrán repetido algún año en la primaria, en la secundaria o en la universidad. O más interesante todavía, ¿cuántos han sido abanderados, para terminar convirtiéndose en estos «patriotas» según el código moral «me miro el ombligo y los demás me importan medio carajo»? Ah, pero ellos y ellas serán siempre bienvenidos y aplaudidas cuando desfilen con la escarapela en el pecho cada 25 de mayo o 9 de julio.
Mis amigas y amigos médicos me explicaron que el ombligo es una «cicatriz redondeada y arrugada que se forma en medio del vientre tras cortar y secarse el cordón umbilical». Sólo eso y nada más. Aunque muchos lo usen de estandarte ético y les marque el camino estrecho y finito de su existir. Con esa cicatriz votan, compran y venden, hacen y deshacen el amor, soplan las velitas, viajan y regresan, compran dólares y electrodomésticos, con el ombligo escriben, pintan y bailan, viven admirándolo frente al espejo hasta lo masturbatorio. En fin, que esa cicatriz es el alfa y omega, el GPS de su moral.