Hay personas que vienen al mundo predestinados. O marcados por la herencia que los padres insisten en dejarles. El nombre, por ejemplo. El protagonista del cuento que van a leer se llamó, por imposición jerárquica de progenitores, curas y demás elementos zoológicos, Francisco Mulgar. De abuelos húngaros y padres católicos, apostólicos y vaticanos, apenas ingresó a la escuela sus compañeros, malditos y traviesos, lo apodaron Paco. Paco Mulgar tuvo una infancia feliz, si se entiende por feliz disfrutar de los juegos convencionales de un niño de clase media urbana, miembro de una familia con aspiraciones de progreso. Figuritas, veranos en la playa, fútbol y rugby, flirteos tímidos con niñas audaces. Hubo un intento fallido de hacerlo sacerdote (no pasó de monaguillo en la misa de 11 del domingo) y, rápidamente, se decidió por la abogacía. Sin embargo, Paco Mulgar siguió devoto católico y, haciendo honor a su nombre y apellido, era y es hombre de comulgar seguido.
Ciertas incongruencias cósmicas lo pusieron al frente del gobierno provincial de Atrasalandia, comarca precordillerana, semidesértica y alfombrada de uvas y frutales.
Que en su hogar le ponga a su canario «Pío Pío XII», a su pastor alemán «Ratzinger», a su gata «Carmelita», que la piscina sea llenada únicamente con agua bendita, que él y su mujer se autoflagelen cada Semana Santa como los místicos filipinos o indonesios, que su personal doméstico deba llamarse Teresa (por la dama albanesa que administraba moritorios en Calcuta), que desayune y meriende sólo bolas de fraile y sacramentos, que esté convencido de que Bergoglio eligió mutar en Francisco como homenaje subliminal a su devoción desinteresada por la secta religiosa mayoritaria, que las paredes internas de su casa estén tapizadas de mártires medievales, son decisiones íntimas, raras, pero respetables.
Distinto asunto es cuando pide que mi canario, mi perro, mi gata, mi Pelopincho, mi desayuno, mi merienda, mi compañera y mis colaboradores se llamen y se comporten como es tu costumbre. Y todo para que el monseñor del barrio no se ponga triste o enojado.
Hasta acá la ficción. Pobre, es verdad, pero honrada. Te invito a abrir la puerta de la realidad. Pobre, es verdad, y deshonrada.
El gobernador de mi provincia, el «compañero» Francisco Pérez, les ha pedido a los integrantes de la Comisión Bicameral que analizan el proyecto de Ley de Educación local que eliminen de su texto la palabra «laica». El argumento es peor que la solicitud. Se trata, sugiere, de no discriminar a los negocios privados pedagógicos con orientación religiosa. No hace mucho un grupo de empresas y empresarios mendocinos («la aristocracia del barrio». O la aristograsa del barrio) hizo lobby en la misma dirección. La titular de la Bicameral, diputada Lorena Saponara (FPV), en entrevista para «El Candil» (Radio Nacional Mendoza) rechazó el pedido empresarial. Sin embargo, el gobernador hace las veces de portavoz de los grupos concentrados de la educación celestial. La Iglesia católica, secta mayoritaria en verdad, se resiste a vivir en el siglo XXI. Les costó aceptar que los hijos nacidos de una pareja no casada son hijos del amor, que dos personas pueden dejar de quererse y enamorarse de otra persona. Todavía creen que un ser humano homosexual está enfermo de eso. En fin, que parecen ser ciudadanos paradigmáticos de Atrasalandia.
El artículo 12 de la Constitución de Mendoza dice que «La educación será laica, gratuita y obligatoria». Es decir que el pedido de Pérez es un intento de contradecir la letra y el espíritu de la ley suprema de la provincia. Y todo por un apriete corporativo. También se argumenta que la inclusión de la palabra «le quita espiritualidad» al proceso educativo. Con ese concepto podemos decir que la palabra «gratuita» le quita rentabilidad y la palabra «obligatoria» coarta la libertad de no estudiar.
En nuestra patria la educación pública es laica desde el 8 de julio de 1882. Regresar a ese 7 de julio es más de lo que mi imaginación puede ver, pero todo es posible en esta sociedad en la que todavía se percibe un fuerte olor a incienso en los alrededores de las iglesias, cuando el domingo canta su canción de primavera y los niños sueñan que son mariposas que persiguen una pelota de trapo.