Es escuchar la palabra impuesto y que todo el mundo huya despavorido. Y es que los impuestos tienen mala prensa. Aunque su mala fama realmente se debe en gran medida porque casi siempre se les trata en forma tergiversada. Se tiende a contar la mitad de la película; y la media verdad es casi como una mentira. Es lo mismo que si se le pide 10 dólares a unos amigos, pero no se les explica que podría servir para financiar el pago del servicio de luz del mes, para la compra de los útiles escolares, o incluso para comprar un bien necesario a uno de esos amigos que está pasando una situación adversa. Ciertamente no es igual reclamar 10 dólares sin decir para qué que si se argumenta la importancia de esa recaudación cuando posee un destino justo y necesario.
Por Alfredo Serrano Mancilla para El Telégrafo de Ecuador
Algo parecido sucede con los impuestos. Se los critica porque no se cuenta con tanto ímpetu para qué son fundamentales los fondos públicos que se pueden obtener a partir de los mismos. El sentido común de época neoliberal supo ganar esa batalla. Su acierto táctico fue ‘vender’ que todo lo público funcionaba mal, y en vez de contraproponer positivamente, esto es, ‘hagamos bien lo que se hace mal’, en vez de eso se abogó por aquello que realmente se quiso practicar: privatizar los sectores públicos potencialmente rentables por ser sectores estratégicos, fuese en materia de recursos naturales o porque disponían de demanda cautiva por tratarse de bienes demandados obligatoriamente por todos (transportes, telecomunicaciones, servicios básicos, etc.).
Con esta viciada argumentación se fue despatrimonializando al Estado, vaciándolo de poder económico, y por tanto de soberanía, y así, los grupos económicos privados lograron disponer de todo el poder político para hacer y deshacer cuanto quisieron en la larga y muy fría noche neoliberal. El lema ‘Lo público no sirve’ sirvió precisamente para acometer todos los programas llamados eufemísticamente de austeridad, cuando más que austeridad fueron programas de empobrecimiento de la mayoría social amputándole al sector público de cualquier capacidad de intervención para solventar lo que el mercado estropeaba. Con otro subterfugio, el de la modernización del Estado, se fue logrando instalar en el imaginario popular que todo lo que era público era excesivo, corrupto y deforme. Que si bien podría ser cierto en muchas ocasiones, la solución no debía ser enterrar lo público para que así lo privado acabara haciendo lo mismo. Además, haciendo lo mismo, pero amparado en la premisa de la libertad, aunque ello fuese a costa de la justicia. Es lo que tiene la extraña libertad mercantil que acaba imponiéndose frente al debate de lo que debe ser justo en términos colectivos para que todos, sin excepciones, puedan vivir bien.
En medio de este viejo tsunami neoliberal, hablar de impuestos era como navegar a contracorriente. Frente a ello, la disputa principal reside en el sentido común económico para este cambio de época posneoliberal de tal forma que nadie pueda dudar que es importantísimo que ningún ecuatoriano pase hambre, tenga dónde vivir apropiadamente, pueda acudir a una escuela gratuitamente, decida voluntariamente si quiere seguir estudiando en la universidad, siempre disponga de un hospital público adecuado, en la vejez se cuente con unas garantías de vida digna, se goce de buenas carreteras para el transporte, haya una justicia que funcione virtuosamente, y así podríamos seguir citando todo aquello que es justo y necesario para un proyecto real de Vivir Bien sin exclusiones. No solo eso sino que, además, el Estado se encarga de la defensa del país, de velar por la soberanía, de garantizar soberanía energética, de procurar salir del neodependentismo a costa de potenciar una nueva economía social del conocimiento, de fomentar nuevos sectores económicos que reviertan el patrón de intercambio desigual sufrido durante siglos.
Así, teniendo tan diáfano para qué se pueden usar los recursos públicos, así es mucho más fácil explicar por qué son importantes los impuestos, por qué deben recaudarse con eficacia técnica y social de tal manera que ‘pague más quien más tiene’. Así realmente resulta más fácil hablar de soberanía tributaria para explicar que es elemental que de la riqueza generada en un país se pueda usar una parte de ella para acometer todo lo que se necesita para seguir generando riqueza económica en forma inclusiva. Ya está bien de caer en la trampa del viejo mito que defiende que más impuestos significa crecer menos porque es una de las ecuaciones matemáticas más estúpidas defendida en la economía dominante.
Como diría Galbraith, esta relación tan básica es propia de la economía del fraude a la que nos llevó el paradigma hegemónico de la economía neoclásica (sobre la que se sustenta la economía neoliberal). Relaciones matemáticas tan simples que son imposibles que se cumplan si no se complejizan desde lo político, lo humano, lo cultural y lo social. Pagar impuestos puede ser malo o bueno, dependiendo de cómo se usen, al servicio de qué y de quiénes, para qué proyecto, con base en qué paradigma económico. Pero sí hay algo que es absolutamente cierto: no se puede mantener políticas sociales redistributivas características del cambio de época posneoliberal a partir de las políticas impositivas propias de otra época pasada neoliberal. Esto es como mentir jugando al solitario por mucho que así lo intenten los nuevos adalides procuradores de la restauración conservadora en la región: iguales políticas sociales con menos impuestos. La suma (económica y política) así no sale.