Por Guillermo Santander y Natalia Millán – Plataforma 2015 y más para eldiario.es.- Es ya costumbre escuchar, en los discursos oficiales de los diferentes gobiernos, frecuentes alusiones a la labor y esfuerzo realizados en materia de defensa y promoción de los derechos humanos, indistintamente de la realidad a la que se esté remitiendo. Sin embargo, existe la percepción de que la defensa y promoción de los derechos humanos se ha convertido en un simple mantra que, de forma generalmente vaga y gratuita, utilizan los mandatarios sin derivar de ello acciones políticas veraces y decididas en esta materia.

Basta leer los informes de organizaciones tan prestigiosas como Amnistía Internacional para constatar el precario estado de los derechos humanos en el mundo, una situación que seguramente resultaría muy distinta si todos aquellos gobiernos que apelan a ellos trabajaran realmente por su defensa. En el marco de una investigación más amplia impulsada por la Plataforma 2015 y más sobre las políticas de desarrollo en España, se ha llevado a cabo un estudio que analiza en qué medida la política diplomática española incorpora los derechos humanos en su agenda de trabajo.

Desafortunadamente, los resultados obtenidos por este estudio, para cuya elaboración se realizaron entrevistas personales con un amplio número de responsables públicos, fundamentalmente del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación, avalan en buena medida la percepción anteriormente citada. Así, entre sus principales conclusiones, y sin obviar la existencia también de determinados avances en ámbitos muy concretos, se pueden destacar dos elementos fundamentales.

Derechos humanos, el eterno secundario de la política diplomática

En primer lugar, se observa que, lejos de ocupar un lugar central y prioritario, los derechos humanos desempeñan, en el mejor de los casos, un rol secundario dentro de la política diplomática española. En realidad, en el seno de la acción exterior española existen dos tipos de agendas de trabajo que presentan niveles de prioridad e intensidad claramente diferenciados. Existe, por un lado, una “agenda dura” que concentra el grueso de la actividad diplomática española y en la que se ubican fundamentalmente los temas económicos y de seguridad. Y, por otro lado, existe una “agenda blanda” integrada por un amplio conjunto de temas entre los que cabría ubicar la defensa y promoción de los derechos humanos y que quedan sistemáticamente relegados a un segundo plano.

Este rol secundario otorgado a los derechos humanos se traduce en un claro resultado: su constante supeditación a objetivos enmarcados en la “agenda dura” de la política diplomática española. En este sentido, el estudio concluye que la defensa y promoción de los derechos humanos solo ocupa un lugar relevante en aquellas situaciones en las que se entiende que resulta funcional ―o al menos no entra en colisión― con la consecución de aquellos otros objetivos que formarían el “núcleo duro” del denominado interés nacional. Una tendencia que la estrategia “Marca España”, desde su estrecho prisma, claramente mercantilista y competitivo, no ha hecho sino agudizar.

 

Mucha retórica, pocos hechos

En segundo lugar, el estudio concluye que la política diplomática española no dispone de ningún tipo de instrumento que establezca un cierto protocolo de actuación o defina criterios básicos de respuesta en materia de derechos humanos, lo que le otorga una excesiva discrecionalidad operativa en este ámbito. A pesar de la importancia que los responsables políticos dicen conceder a esta cuestión, es significativo que no se hayan elaborado documentos que sirvan para orientar el posicionamiento bilateral de España en situaciones en las que se producen vulneraciones de los derechos humanos por parte de países con los que se mantienen relaciones diplomáticas.

Esto no solo provoca la ausencia de principios que guíen la toma de decisiones, sino que además abre excesivos espacios de discrecionalidad en la acción diplomática española en torno a esta materia. Como es lógico, por la complejidad, especificidad y variabilidad de las situaciones a tratar, no cabe esperar la disposición de una suerte de fórmula matemática que paute de forma cerrada qué respuesta dar ante cada situación. Sin embargo, reconociendo el margen de decisión política que debe preservarse en cada contexto, sí parece conveniente que dicha decisión esté en sintonía con ciertas directrices o “líneas rojas” predefinidas que garanticen un trabajo respetuoso con la defensa y promoción de los derechos humanos en el exterior.

La inexistencia de estas directrices genera así un vacío que facilita a la acción diplomática española, en aquellos casos en que se estime necesario o conveniente, relegar a un segundo plano la efectiva protección de los derechos humanos para dar preferencia a la consecución de otros objetivos e intereses entendidos como prioritarios. En esta lógica cabe interpretar las relaciones diplomáticas privilegiadas que España –tanto con gobiernos del PSOE como del PP– mantiene con países como Guinea Ecuatorial, Marruecos o Arabia Saudí, por poner tan sólo algunos ejemplos, a pesar de que en ellos se vulneran los derechos humanos de forma sistemática, muy particularmente los de las mujeres.

Del mismo modo, esta elevada discrecionalidad permite que en ocasiones se articulen respuestas muy distintas ante situaciones equiparables de vulneración de los derechos humanos, aplicando los denominados “dobles raseros” en función de los intereses en juego. Y a todo ello hay que sumar la alarmante ausencia de mecanismos específicos de transparencia, seguimiento, evaluación y rendición de cuentas con que se opera en cuestiones relativas a este ámbito.

En definitiva, todo apunta a que no parece tratarse de una mera percepción, sino de una constatación empírica, el hecho de que la diplomacia española transita por caminos demasiado ajenos a la defensa y promoción de los derechos humanos en el mundo. Como es obvio, ello responde en última instancia a los mandatos provenientes del más alto nivel político y a la persistencia de una visión muy estrecha y anacrónica de lo que constituye el “interés nacional”, bajo cuya supuesta defensa se amparan este tipo de comportamientos.

De ahí que recientemente hayamos tenido que asistir a hechos tan denigrantes como lo sucedido en las vallas de Ceuta y Melilla con las personas inmigrantes en situación irregular, la derogación del principio de justicia universal o el establecimiento de acuerdos comerciales, de inversión o de venta de armas con gobiernos que atentan contra los derechos humanos.