Por Daniel Raventós y Julie Wark para sinpermiso.- Hace unos días Venecia se inundó, pero no por las rebeldes aguas de su acqua alta, sino por una boda que costó, según una estimación, 8 millones de libras (o quizás fue 1,6 millones de libras, según People, una cifra más baja, pero aún así increíble – cifra que debía estar a la altura de la imagen de conciencia social de la feliz pareja). Los espacios públicos como el paseo a lo largo del Gran Canal y los alrededores del Palacio Cavalli fueron acordonados para mantener a raya a la muchedumbre abobada, y los vaporetti tuvieron que dejar paso a la flotilla de la boda cuando los canales no estaban totalmente cerrados para que los VIPs pudieran revolotear libremente sin ser molestados por los ciudadanos de Venecia. Se suponía que la boda iba a ser discreta y privada, según los publicistas del novio, pero claramente mentían. Esta era la gran oportunidad de llevar la vida real de Hollywood al decorado de lo que algunos llaman la ciudad más romántica del mundo. También es una de las más caras. Y, ¿qué más da una mentira aquí y allí cuando los bolsillos necesitan un forro de lujo?
Después estaba la novia que acabó con la soltería de George Clooney, el casadero más cotizado del mundo, como se repetía ad nauseum. Su nombre es Amal Alamuddin y ha sido proclamada como la “abogada de los derechos humanos”. Así que, George Cloney (no es una errata), se ha casado con una mujer maravillosa y virtuosa. También es guapa, por supuesto. “Deslumbrante” es la palabra favorita de los medios. Algunas de las publicaciones marginales más políticamente correctas observan que la suerte no es la de la abogada de los derechos humanos por haber cazado a George, sino que él es el afortunado por haber atrapado a esta impresionante mujer. La abogada de los derechos humanos ha tenido a todos los fashionistas babeando a su alrededor mientras los diseñadores más caros adornaban su larga y esbelta figura y resaltaban sus larguísimas piernas. El espectáculo fue tan elegante que incluso tuvieron un monograma (una fina A inclinada hacia una fornida G) diseñado para las banderillas que adornaban los taxis acuáticos y cajas de sombreros, entre otras cosas útiles. Los invitados eran todos de la “lista A”. Si quieres ser parte de la lista A necesitas tener suficiente dinero y arrogancia como para zambullirte en sitios como Venecia con tu jet privado (y así dejar tu masiva huella de carbón) y acordonar a los vecinos que pudieran irrumpir en tu paso.
Y por si no fuera suficientemente malo el hecho de que tuviéramos que admirar (¿envidiar?) a un hombre y a una mujer que son tan vanidosos que pueden gastar 13 millones de dólares (o 1,6) en un evento que les reconoce legalmente su estado de compañeros de cama y fortuna, hay otros aspectos aún más horribles en este asunto. Con esa terrible ostentación de fortuna y el engreimiento de los ricos despreocupados, es difícil determinar dónde empieza lo podrido de su sordidez moral. Quizás algunos vieron que algo desentonaba cuando la inmaculada pareja, que irradiaba felicidad con escalofriantes blancas sonrisas, fueron a firmar su contrato en el Ayuntamiento. Una docena de enojados trabajadores del mismo Ayuntamiento protestaban contra los recortes del presupuesto en los servicios sociales, policía y herencia cultural. Era una nota discordante, pero los recursos de la ciudad se volcaron para la protección de los tortolitos.
Además están las cuestiones de género. Afortunada Amal. George es tan apuesto, encantador y galante, y ella tiene el armario más fabuloso para servir de complemento de su marido, maniquí de Armani. Va a tener que tambalearse sobre tacones vertiginosos y usar ridículos vestidos bordados con falda en forma de seta durante el resto de su vida conyugal sólo para mantener la imagen (cada vez más retocada en el caso del ya no jovencito George). George nunca podría tener una esposa hogareña. Entonces, ¿qué tiene? Tiene a “la Abogada más Caliente de Londres», la abogada de derechos humanos más sexy del mundo. Parecen la pareja perfecta. Ambos son «humanitarios», tanto es así que donaron las ganancias de la exclusiva de la boda (vendiéndola al estilo Kardashian a Hello! y People) a la caridad.
A George le encanta la caridad. Todo el mundo lo sabe. Sus publicistas se aseguran de ello. Fundó la ONG «Not On Our Watch» con sus compañeros de Hollywood Don Cheadle, Matt Damon, Brad Pitt y el productor Jerry Weintraub, con el objetivo, dicen, de llamar la atención sobre las violaciones de los derechos humanos en Darfur y proporcionar recursos para poner fin a otras atrocidades masivas. Esto también llama la atención sobre George. Gran parte de su financiación a la región es a través del Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas y también fue nombrado Mensajero de la Paz de Naciones Unidas en 2008, por su apoyo a los esfuerzos de mantenimiento de la paz de la ONU en todo el mundo. Estos esfuerzos son, sin embargo, poco gloriosos con debacles como la masacre de Srebrenica, los escándalos de abuso sexual infantil, el fracaso a la hora de prevenir las masacres en Darfur y Ruanda, y la cepa de cólera de Nepal importada por las fuerzas de paz a Haití con consecuencias trágicas para las ya maltratadas personas del país, y frente a todas ellas la ONU sigue abogando por la «inmunidad» (léase impunidad). Pero a fin de cuentas todo esto es lista A y bien publicitado.
¿Qué hay de malo en la caridad? Mucho. La caridad es la antítesis de los derechos humanos. La dignidad humana es pisoteada por la caridad y su forma postmoderna de humanitarismo donde las limosnas se ofrecen de forma selectiva o son impuestas desde el exterior de manera temporal, y por lo general benefician al donante, casi siempre en algún tipo de acto público interesado. Ofende a la humanidad de aquellos en el lado receptor. Su dignidad humana resulta maltratada por la dependencia forzosa de otras personas que pueden derrochar millones en una boda. La caridad es una cuestión de imagen. Es bastante fácil creer que los banqueros codiciosos que acechan en la sombra o que las abiertamente destructivas multinacionales son los malos. Pero los súper ricos humanitarios tienen que ser buenos porque son guapos (depende de su definición de la belleza) y sonríen mucho. A veces, incluso adoptan pequeños bebés de los países pobres. Son el maquillaje, la cara bonita del mismo sistema en el que una riqueza obscena coexiste con el hecho de que más del 50% de la población mundial vive en la pobreza extrema y, según Forbes, los 67 habitantes más ricos del mundo poseen un patrimonio del mismo valor que los del 50%, es decir, unos 3,5 millones de personas.
El humanitarismo es un arma en este cruel sistema que los ricos apoyan. El uso de los derechos humanos, ahora transformados en la actual versión deformada de humanitarismo en el mundo globalizado, muestra como se convierten en su perverso opuesto. Poca gente lo ha dicho tan claro como el ex-secretario de defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld: uno de los “8 objetivos de la guerra” en Irak era “proporcionar de forma inmediata asistencia humanitaria, comida y medicina a los desplazados y a los ciudadanos iraquíes más necesitados” (es decir, primero bombardearlos y desplazarlos, después llegar con tu obra humanitaria). La intervención humanitaria se trata de una bonanza para las empresas de construcción y armamentísticas de los Estados Unidos, mientras que las misiones humanitarias de Honduras, Guatemala y Nicaragua para Aceh, Tailandia y Sri Lanka después del tsunami, y para Camboya y el desastre post-humanitario más reciente, Timor Oriental, muestran el desmantelamiento de los sistemas locales, el desahucio de la gente y las funestas consecuencias de ello, a la vez que estas economías se introducen en el sistema neoliberal y son reestructuradas para allanar el camino del saqueo consiguiente, aunque se usa el eufemismo “reconstrucción”.
En parte gracias a sus actividades caritativas y todo el dinero que emplean promocionándose, sabemos los nombres de muchos de los ricos y podemos ver sus mansiones, sus flota de coches, jets privados y otras pertenencias de una existencia vacía en revistas de moda, pero los pobres, los excluidos, estas masas son anónimas. Su estatus como una gran multitud indiferenciada, no se asocia normalmente con características, valores y derechos humanos. De hecho, gran parte de estas masas son consideradas como poblaciones “excedentes”, y el sesgo racista aquí es muy elocuente. La lista incluye papúes occidentales, todos los inmigrantes y refugiados que han muerto intentado entrar en Estados Unidos o alcanzar las costas de Europa o Australia, palestinos, chagosianos, el pueblo rohingya, los san de Botsuana y todos aquellos a los que las multinacionales occidentales están desahuciando de sus tierras ancestrales… ni siquiera se les concede el derecho más básico: el de la existencia.
Así que, ¿qué derechos humanos defiende Amal Alamuddin? Entre sus clientes se incluyen Enron y Arthur Anderse, Julian Assage, Yulia Tymonshenko y el rey de Baréin, quien, si es conocido por alguna relación con los derechos humanos es por pisotearlos. Definitivamente sus clientes forman parte de la lista A. Quizás Amal ha confundido privilegio con derechos. Quizás no ha entendido la palabra “universal” que está implícita en el adjetivo “humano”. O quizás lo entiende demasiado bien porque la plena comprensión de su vínculo con los derechos humanos exigiría un cambio drástico en su estilo de vida. Un derecho, Amal, no es una pretensión arbitraria o infundada, sino una expectativa razonada que se considera “bien fundamentada”, “legítima” y, en particular, “justa”. Y la naturaleza generalizada de un derecho humano lo diferencia claramente de cualquier privilegio limitado a un grupo, clase o casta.
Aunque sea un lugar común cuando se habla de derechos humanos, la normalidad de la palabra “universal” hace que, cuando se articula fatua o cínicamente, se vuelve en una afrenta obscena para los miles de millones de personas que, sin los medios básicos para su existencia, no pueden ejercitar sus derechos humanos. Una persona que vive en la extrema pobreza no puede disfrutar las condiciones de libertad y dignidad. La justicia solo se puede notar – sufrir – en la crueldad de su ausencia. El Artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos declara que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”. ¿No es acaso este el principio que cualquier abogado de derechos humanos debería defender?
En 1759, Adam Smith observó que la “disposición a admirar y casi venerar al rico y al poderoso, y a despreciar, o por lo menos a rechazar, a las personas en condiciones de pobreza, aunque necesaria para establecer y mantener la distinción de rangos y el orden de la sociedad, es, al mismo tiempo, la mayor y más universal causa de la corrupción de nuestros sentimientos morales”. Y mucho antes de Smith, un milenio antes de la Era Común, Confucio advertía a los oradores elocuentes de China, hombres superficiales de palabras vacías, artistas de la imagen. Sus sucesores, los asesores políticos actuales, también usan palabras cínicamente aisladas de su contexto como instrumentos de persuasión, armas empleadas para los propósitos más ruines. No pueden existir contratos sociales si las palabras usadas para formularlos – y especialmente palabras cruciales como “derechos humanos” – son sospechosas porque entonces podemos estar seguros de que la sociedad no es lo que afirma ser. Si las palabras que representan los valores y la ética de una sociedad son despojadas de su significado real, deberíamos alarmarnos por la salud de la realidad que se supone van a verbalizar. La realidad es que los “dueños de la humanidad” según Adam Smith (“todo para nosotros y nada para los demás, parece haber sido, en cada época del mundo, [su] lema malvado…”) necesitan la ropa de diseño y las caras maquilladas de las celebridades caritativas. Gastan, sonríen, posan, entran y salen (rápidamente) de los focos de conflictos y facilitan una tapadera lustrosa para las atrocidades. Mientras Amal y George y sus amigos de la lista A se pavoneaban por Venecia durante cuatro días, más de 120.000 niños menores de cinco años murieron por enfermedades evitables. La verdaderamente terrible enfermedad evitable, la enorme herida causada por la corrupción de nuestros sentimientos morales, se llama pobreza. La conclusión es que aquellos de la lista A cargan con mucha responsabilidad.
Daniel Raventós es profesor de la Facultad de Economía y Empresa de la Universidad de Barcelona, miembro del Comité de Redacción de sinpermiso y presidente de la Red Renta Básica. Es miembro del comité científico de ATTAC. Su último libro es ¿Qué es la Renta Básica? Preguntas (y respuestas) más frecuentes (El Viejo Topo, 2012). Julie Wark es autora del Manifiesto de derechos humanos (Barataria, 2011) y miembro del Consejo Editorial de sinpermiso.