El recientemente reelecto presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, quien hablará este jueves en la 69 Asamblea Ordinaria de las Naciones Unidas, viene construyendo un perfil público cada vez más alejado de la imagen con la cual llegó a la Casa de Nariño en 2010.
En ese entonces, logró ganar la presidencia con el número más alto de votos en la historia colombiana, de la mano del ex presidente Álvaro Uribe Vélez, del que fue ministro de Defensa y uno de los principales colaboradores. Como tal, cumplió a rajatabla con la política de Seguridad Democrática, basada en la guerra permanente contra la guerrilla, la coordinación con las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia de EEUU e Israel en el tristemente famoso Plan Colombia.
Fue también uno de los principales responsables de la multiplicación de casos de falsos positivos -135% de incremento de casos en la segunda presidencia de Uribe-, es decir la ejecución extrajudicial de jóvenes de comunidades pobres para hacerlos pasar como guerrilleros e inflar las estadísticas de la “lucha contra el terrorismo” del gobierno.
En su primera campaña electoral, en 2009, hasta generó un choque diplomático en la región al declarar que se sentía “orgulloso” de haber ordenado la Operación Fénix, el bombardeo de la fuerza aérea colombiana sobre territorio ecuatoriano que provocó una grave crisis internacional hacia finales de 2008. Todo indicaba que la continuidad del uribismo en el poder estaba sellada por la victoria santista, y sin embargo pocos años después la realidad nos muestra otro panorama.
El mandatario decidió ir distanciándose de los tradicionales sectores latifundistas y conservadores que sostuvieron y propiciaron los gobiernos de su viejo mentor. Enlazó relaciones profundas con poderosos sectores industriales urbanos, más interesados en proyectos extractivistas y una política comercial más agresiva, que en el anquilosado sistema agrario colombiano. De simple Estado servil a los intereses militares y económicos de los EEUU, Santos convirtió Colombia en un agente de expansión de la política comercial de Washington pero con un incipiente poder de negociación propio a partir de la creación de la Alianza del Pacífico, con México, Perú y Chile como principales socios.
Sin ir más lejos, en estos días el mismo Santos “aconsejó” un cambio de política por parte de EEUU hacia Cuba, y “levantar el embargo, que desde mi punto de vista ha fallado”.
El santismo comenzó así a dar forma en Colombia a la consecución del tradicional fetiche liberal de la modernización de la política económica y social en clave librecambista. Una renovación a nivel nacional e internacional que parte de una premisa básica extraída de la experiencia interna: la guerra es un negocio que no favorece los negocios.
A la obtusa concepción de la negación total de cualquier reconocimiento hacia las fuerzas insurgentes de Uribe que el mismo Santos contribuyó a formar, su gobierno contrapuso la aceptación de la necesidad de hacer concesiones en pos de la consolidación de un proyecto mucho más ambicioso para el país y para la región. Y dio en la tecla.
Su promoción de los diálogos de paz con las FARC en La Habana, y los que se van a celebrar en breve con el ELN fue el puntapié inicial de la ruptura con el uribismo. Las responsabilidades del Estado por los crímenes de lesa humanidad, la oposición de los sectores tradicionales a la política de paz, las concesiones que las guerrillas logren arrancar en las mesas de diálogo, se convierten así en el “mal necesario” del sector dominante capitalista que intenta consolidarse con un rostro más humano en una Colombia aún militarizada y profundamente desigual.
Santos llegó a ganar su segunda elección consecutiva gracias al apoyo de sectores progresistas, movimientos populares que inclusive sufrieron y sufren en carne propia su represión, pero que vislumbraron la posibilidad de pasar de un país de la edad media a uno medianamente más moderno. El éxito de esa estrategia fomentó luego la profundización de su libreto a nivel internacional.
Hace escasos meses, fue anfitrión de la Cumbre de la Tercera Vía, que juntó a los ex presidentes Bill Clinton, el exprimer ministro británico Tony Blair, el expresidente del Gobierno español Felipe González y los exmandatarios de Chile, Ricardo Lagos, y de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, en Cartagena.
Este neolaborismo que triunfó como opción política en Europa durante los años 90, intenta plasmar otro de los grandes fetiches contemporáneos del liberismo internacional: hacia el centro contra los opuestos extremismos. Para ellos, tanto el socialismo cono el neoliberalismo desenfrenado -que todos promovieron explícitamente en cargos de gobierno-, son sistemas anticuados y defectuosos hacia el desarrollo, y es posible “sacar lo mejor de cada uno”.
Pero ninguna tercera vía puede ser equidistante de los dos demonios que intentan desactivar. El cocktail keynesiano que transformó la imagen del mandatario colombiano deja en evidencia una fuerte tendencia neoliberal, marcada por el aumento de más del 130% de la inversión transnacional en Colombia y la conflictividad que esto suscitó.
En 2013 y 2014 dos paros agrarios nacionales y campesinos sacudieron la política colombiana y fueron brutalmente reprimidos. El paramilitarismo y las fuerzas de seguridad siguen perpetrando crímenes en todo el territorio nacional, el acceso a agua potable y demás servicios básicos continúan siendo una quimera para amplios sectores del interior rural.
Sin embargo, en la ONU Santos hará alarde de su política de paz, la distensión de las relaciones con sus vecinos y los indicadores de crecimiento sostenido del PIB durante cuatro años consecutivos. Es la nueva cara “humana” del liberalismo internacional. El “capitalismo humano”, que en América Latina, por ahora, tiene la cara de Juan Manuel Santos.
Federico Larsen – @larsenfede
http://notas.org.ar/2014/09/