Uno de los hechos más esperanzadores que tenía el continente latinoamericano de estos últimos años tenía que ver con la cruzada política para desmembrar las mafias de las fuerzas de seguridad y así poder construir un nuevo paradigma de lucha contra la inseguridad, basado en la inclusión y en la igualdad de oportunidades.
Terminar con la impunidad era uno de los reclamos mayores de las sociedades de América, incluso aunque no fueran explicitadas por las grandes mayorías, una lectura de los reclamos separados dejaban a las claras la necesidad no sólo de terminar con impunidades heredadas, sino también de romper con el cerco que protegía a los intocables históricos.
Si bien los esfuerzos para democratizar el sistema judicial no han podido avanzar en la región y se sigue jugando electoralmente con consignas arrastradas del populismo europeo y norteamericano de “mano dura” y “tolerancia cero”, hay muestras de avances muy significativos.
Cuando se pasan a retiro o se desplaza de sus cargos, funciones o se les retira sus grados a policías, militares, gendarmes o prefectos por haber cometido delitos o ser sospechosos de hacerlo o de ser cómplices de los mismos, no suelen ser noticias de tapa. Porque o son personajes desconocidos que no producen impacto mediático o porque los medios están amenazados y deben guardar silencio.
En Latinoamérica estamos acostumbrados a que la policía sea sinónimo de corrupción, de abusos de poder y de estigmatización de los pobres, en eso no nos diferenciamos de ningún otro continente. Pero sí, se dio la circunstancia de que hubo gobiernos que quisieron avanzar sobre estas fuerzas fomentando el ascenso de nuevos dirigentes de estas fuerzas que no respondieran al status quo imperante.
Las respuestas no se hicieron esperar, las tensiones internas entre personas armadas suelen dirimirse a los tiros y no han sido pocas las víctimas de estas luchas al interior de las fuerzas. Claro que estas disputas son más encarnizadas contra los poderes políticos y es así que comienzan las filtraciones comprometedoras, las operaciones con los servicios de inteligencia inoculando información sensible, las amenazas de hacer volar los aviones presidenciales o directamente atentar contra un Presidente, como ocurrió en Ecuador.
De más está decir que los ataques a los periodistas son permanentes y que muchos jueces “legitiman” la acción de carteles del narcotráfico, prostitución, trabajo esclavo y especulación inmobiliaria, entre otras tramas, generando a la sociedad inseguridad jurídica, o sea, terrorismo institucional.
Cuando estos cuerpos corruptos, monopolizadores de las armas, encuentran aliados en los medios de comunicación y sectores políticos, se corporativizan y provocan acuartelamientos, huelgas, saqueos, liberación de zonas al delito y una subida exponencial de los hechos de violencia, alcanzando el paroxismo en los golpes de estado, como han sido ejemplo los sucedidos en Venezuela, en Honduras y en Paraguay en este siglo.
Entonces, estamos diciendo que estas mafias se resisten a obedecer a gobiernos emanados de la voluntad popular y para eso están dispuestos a disparar sobre Rafael Correa y matar a algunos de sus custodios; crear una ola de violencia contra los pueblos originarios en Bolivia, como corriente destituyente que querían acabar con un Presidente “ignorante y asesino” como lo llamaban, culpándolo de muertes orquestadas por escuadrones organizados por los mismos acusadores; destituir a Fernando Lugo a través de una masacre cometida contra campesinos indefensos y el fogoneo mediático que condujo a un juicio político exprés; la militarización desproporcionada y la represión sangrienta contra las revueltas en Brasil y el intento de devolver a las favelas el estatus de “paraíso narco” para justificar la intervención de fuerzas especiales y de desalojar familias en los preparativos mundialistas.
Uruguay no quedó al margen de esta escalada, al no poder llevar adelante juicios contra los genocidas de la dictadura militar que sufrieron y la Argentina, en ese sentido, vive un permanente sube y baja, con avances y retrocesos. Juicios ejemplares y torturadores y asesinos en reclusión común, mezclados con fugas inverosímiles y la posibilidad para varios cómplices de poder escapar al extranjero. Pero lo más serio se vivió en diciembre pasado cuando el descabezamiento de las policías de Córdoba y Santa Fe por su fuerte vinculación con el narcotráfico generaron una ola de terror en todo el país con varias muertes, saqueos organizados y un clima destituyente que encabezaron una corrida cambiaria y financiera que coronaron en una devaluación y un golpe inflacionario para el bolsillo de todos los argentinos.
Antes del mundial la policía de Bahía también contribuyó a que murieran decenas de brasileños durante una huelga donde exigían aumentos de sueldo al gobierno central de Dilma Rousseff.
Muchas veces se pierde de vista que la deslegitimación de estos procesos políticos derivan en el fortalecimiento de estas mafias, que también se encuentran dentro de la institucionalidad, que quede claro que no se trata de una batalla entre inmaculados y caballeros oscuros. Pero el trabajo de alto riesgo y valiente que llevan adelante muchas personas a lo largo y ancho del continente, se encuentra siempre con la incapacidad de enfrentar frontalmente este poder si no se quiere terminar en una zanja. Y esa pulseada estratégica requiere del apoyo y acompañamiento de la mayor cantidad de gente posible.
El acompañamiento de los políticos serviles o directamente partícipes de estas corporaciones, o sostener un discurso antitodo favorece, justamente, a que estas fuerzas que no elegimos se puedan apoderar de los espacios democráticos y vaciarlos de contenido y de sentido. La no participación ciudadana facilita el terreno para que los “especialistas” sigan manejando las riendas del Estado favoreciendo la instalación y crecimiento de los monopolios en todos los rincones del planeta.
Lo que diferencia a Latinoamérica del resto del mundo es que los pueblos eligieron gobiernos que priorizan el bien común y sus líderes cuentan con el respeto y el apoyo de las mayorías. Esa construcción política y social no debe romperse ya que es la garantía que estos procesos puedan seguir avanzando y en la medida que los procesos se fortalezcan y se vayan incorporando nuevos actores, formados en otros paradigmas y se vayan incorporando generaciones al conocimiento, se podrán abordar estas disputas profundas. No puede ser que se siga obstaculizando una instrucción diferente para las fuerzas de seguridad del Estado, aquellos que tienen que velar por nuestra integridad y nuestro bienestar. La batalla cultural, entonces, es un trabajo enorme, no puede quedar en manos de una minoría.