Es la panadería de un barrio coqueto. Casas con jardín delantero, enanitos de yeso que adornan esos verdes, mucamas y custodios de uniforme. Los dueños de las propiedades del barrio coqueto aspiran a que se las considere suntuosas. Aspiran, varios y varias aspiran, pero no importa.
La panadería del señor Klon tiene algunas características que desentonan con el ambiente. Sus productos no responden a los nombres tradicionales de los comercios del ramo en la ciudad. Así, las medialunas se llaman «Arafat» y las hay de manteca, pero las otras son de Gaza y cada vez que el maestro panadero saca una tanda del horno Klon se larga a llorar con lágrimas tristes, no hay masas secas y masas finas, hay masas populares, la variedad de nombres que identifican a los bombones es llamativa. Uno, con licores picantes en su relleno, se llama «Molotov» y tiene una mecha de hojaldre, seca o mojada, según lo prefiera el consumidor. El de chocolate negro, «Malcolm X». El de chocolate blanco, «Karl Marx», con nombre y apellido. Cada vez que alguien pide, dice «Dame un Molotov» o «Me llevo media docena de Marx», el clima se puede cortar con un cuchillo. Y así.
Las señoras de la coqueta avenida tienen la costumbre de ir ellas a la panadería. Les encanta sufrir. Dejan a las empleadas (se han propuesto subirlas de categoría y las denominan cosmetólogas de piso. Una paquetería) a cargo de la limpieza de sus hogares (los de las señoras) y se reúnen a comentar las ocurrencias del señor Klon. Se las nota muy nerviosas. Es que la torta más importante de la panadería se llama «17 de octubre» y se venden tortitas, pero de a 115 como mínimo y las entregan envueltas en un pañuelo blanco, siempre.
Los señores llegan al atardecer y se sientan a dialogar en el Club House que, paradójicamente, mira al frente del local del señor Klon. Uno de ellos, gerente de la sucursal de una multinacional financiera, tiene pasión por los sacramentos. Por los de panadería, claro. Ocurre que están en exposición bajo un cartelito primoroso que dice «Voltaire». Su vecino prefiere las rosquillas, que en este negocio responden al curioso nombre de «Bukowski». Los paterfamilias de nuestra historia no entienden por qué les crece la angustia a medida que van consumiendo las exquisiteces que ofrecen el señor Klon y sus compañeros. Pese a que riegan las colaciones vespertinas con cognac importado y whisky, al que el muy pícaro de Klon le ha cambiado la etiqueta de nombre sajón por «González Tuñón», sufren de ataques de ira y confusión, creen ver hordas de niños con computadoras y morochos viajando hacia las playas. Cuando, al final de la jornada, regresan a la seguridad de sus alfombras y paredes tapizadas, entre sábanas perfumadas y espejos implacables, siguen intentando comprender qué hace el señor Klon para ponerlos así. Justo a ellos que necesitan paz y armonía para poder cerrar esa transacción con las Islas Caimán o remarcar la mercadería a despachar mañana.
Nunca lo van a entender porque el señor Klon hace pan.