Por: Thelma Gómez Durán/Fotografías Alonso Castillo

Altar, Sonora.- A su inventor nadie lo conoce. Tampoco hay certeza sobre cuándo comenzaron a venderse en los pueblos y ciudades de la frontera norte de México. De lo siguiente no hay duda: los únicos compradores de estas pantuflas son los migrantes que están a un paso de recorrer el último tramo de su camino hacia lo que miran como su tierra prometida.

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El anónimo creador de tan singular invención tuvo ingenio: la suela de las pantuflas son de alfombra, para que las huellas de los caminantes no queden grabadas en la tierra del desierto de Arizona.

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Bajo la sombra tímida de un árbol de mezquite, en un patio con el piso de tierra, entre muebles viejos y partes de automóviles, yacen tres máquinas de coser con las que Lidia crea las pantuflas para los migrantes. Hace dos años comenzó con el negocio. Antes sólo se dedicaba a coser ropa que le llevaban sus amigas y vecinos. Un hombre que sabía de sus habilidades como costurera, y que era guía de migrantes en el desierto, le propuso dedicarse a la fabricación del extraño calzado; le llevó un par como muestra y le pidió hacer una versión mejorada. Las primeras las hizo de mezclilla. Ahora, la pantuflas que Lidia confecciona llevan cintas para poder atarlas sobre los zapatos y son de una tela estampada con hojas y ramas de tonalidades pardas, los mismos colores que predominan en el desierto. Y claro, lo que nunca cambió fue la suela de alfombra.

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—El señor que me trajo las primeras, me dijo que era muy buen negocio. Y como en Altar nadie las hacía, pues sí nos fue muy bien. El año pasado estuvo muy suave, trabajábamos mi esposo, mis hijos y yo. Hacíamos 160 al día. Ahorita hago 50 o 60, porque está muy calmado.

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— Si ya no llegaran migrantes a Altar, ¿qué haría?

—Pues dejar de trabajar. No hay otro trabajo para uno. Acá, para todo, dependemos de los migrantes. Todos dependemos de ellos.

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Lidia no exagera. En Altar, Sonora, de acuerdo con datos de la propia presidencia municipal, más del 90% de los habitantes dependen económicamente de quienes buscan cruzar a Estados Unidos. Por ellos es que los habitantes de esta comunidad de calles polvorientas dejaron a un lado la agricultura y la ganadería para abrir casas de huéspedes, hoteles, embotelladoras de agua, puestos callejeros, tiendas de abarrotes.

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Altar, Sonora, no es el único sitio que vive de los migrantes, pero sí es la comunidad en donde el negocio se muestra sin disimulo.

En México, de Sur a Norte, toda una economía se sostiene gracias a las más de 400 mil personas que al año —de acuerdo con la cifra presentada en 2012 por la Organización Internacional para las Migraciones— cruzan el país para llegar a su meta: Estados Unidos. Una economía que mueve millones de dólares, que deja ganancias a personas como Lidia, pero también a grandes empresas. Y no se diga al crimen organizado.

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Como bien dice el investigador Rodolfo Casillas, pionero en el estudio de la migración centroamericana, la economía que genera esta población “está en pleno crecimiento, en pleno desarrollo y tiene actores múltiples”.

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Viajar al Norte. Llegar a Los Ángeles, California, y encontrarse con su tío que vive en esa ciudad que se mira tan bonita en las películas y en las series de televisión. El tío le ayudaría a conseguir trabajo, también le mandaría dinero para costear el largo viaje. Algo así pensó David cuando decidió guardar sus herramientas de soldador, cuando se cansó de vivir en un lugar donde escasea el trabajo y abunda la violencia, cuando tomó una mochila y dejó Choloma, Honduras.

Conozco su historia en el Centro Comunitario de Atención al Migrante y Necesitado (CCAMYN), de Altar, Sonora. David tiene 22 años y una voz de susurro. Es necesario afinar el oído para escuchar bien la narración de su travesía:

Tengo dos meses y medio de viaje. Salí de Choloma y tomé un camión que me llevó hasta Tecún Umán (Guatemala), por ese viaje pagué dos mil lempiras (poco más de 1200 pesos). Para cruzar el río y llegar a México no pagué, porque me lo eché nadando. Agarré la combi para Tapachula, me cobraron 500 pesos; íbamos como 15 migrantes. En Arriaga (Chiapas) me subí al tren. Ahí, la mafia, me cobró cien dólares; pagué otros cien en Tierra Blanca (Veracruz) y otros cien más adelante, ya no me acuerdo cómo se llama el lugar…

El negocio es grande y diverso. En las comunidades chiapanecas que comparten frontera con Guatemala hay toda una red de camionetas para trasladar a los migrantes a sitios donde puedan tomar el tren; en ciudades como Tuxtla Gutiérrez funcionan los “tijuanas”, camiones turísticos que cruzan el país para llegar a las metrópolis de la frontera norte. En Tenosique, Tabasco, los migrantes pueden comprar un cartón, por 15 pesos, para dormir a lado de las vías. Los que tienen más de recursos pagan 150 pesos por dormir en uno de los pequeños cuartos improvisados como lugar de hospedaje. Diez pesos puede costarles el minuto en una llamada telefónica. En Ixtepec, Oaxaca, hoteles y moteles obtienen gran parte de sus ganancias por los migrantes que llegan guiados por los coyotes.

La hermana Leticia Gutiérrez, directora de la misión para migrantes y refugiados de las misioneras Scalabrinianas, recuerda que hace unos años, en Tierra Blanca, Veracruz, los pobladores sacaban sus mesas y las instalaban cerca de las vías del tren con letreros como estos: “Si necesitas hablar por teléfono, te rento el mío”.

Esas mesas dejaron de mirarse en el paisaje de esa tierra veracruzana, cuando miembros del crimen organizado comenzaron a extorsionar a los migrantes.

Los detalles del viaje de David se siguen escuchando bajito, como si tuviera miedo de gritar y despertar a un bebé o a una bestia:

… En Lechería lo asaltan a uno. Cuando llega el tren ya están ellos esperando, son como 20 o 30. Son mexicanos, hondureños, de varias partes. Dicen que son zetas y que tenemos que pagar. Me quitaron 200 pesos. A varios los golpearon, los agarraban con machete. Ahí me quedé a dormir en la calle y la ley, los policías, también me quitaron como 300 pesos.

De Lechería me fui a Huehuetoca (Estado de México). Seguí en el tren. En Mazatlán, una bolsa de papas me la vendieron a 30 pesos; las tortillas de harina, a 40, y una Coca cola, de esas chiquitas, de lata, me la dieron a 20. Por acá, las cosas están muy caras. Ahí me cobraron 40 pesos por dormirme en el suelo…

“No hay delito mayor sin que existan muchos delitos menores — reflexiona el investigador Rodolfo Casillas—. Incrementar los precios de un mismo producto a quienes son extranjeros, por ejemplo, es una práctica que se convierte en caldo de cultivo para otros delitos”.

Los negocios se transforman de acuerdo con los tiempos. También los delitos, dice Casillas: “Delitos pequeños evolucionan hasta profesionalizarse en delitos mayores como las extorsiones o los secuestros».

Hace tiempo que los migrantes dejaron de ser sólo consumidores. Hace tiempo que los migrantes también son la mercancía.

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Este trabajo forma parte del proyecto En el Camino, realizado por la Red de Periodistas de a Pie con el apoyo de Open Society Foundations.

Esta entrada fue publicada originalmente en La economía de la migración en Altar, Sonora.

Para leer el texto completo visite el micro-sitio del proyecto: En el camino: Vivir de los migrantes.