El joven estaba parado en el metro al lado de un hombre pulcro. El hombre pulcro, de unos cincuenta años, llevaba puesto un traje, sus manos eran de un blanco resplandeciente y sus uñas meticulosamente podadas. Su calvicie reflejaba la luz de los tubos fluorescentes que iluminaban el interior del vagón.
El hombre pulcro estaba completando un sudoku. Había algo ligeramente compulsivo en su manera de anotar los números.
El joven intentaba por algún motivo mantener cierta distancia del hombre pulcro, pero como el vagón estaba atestado de gente no lograba evitar cierto contacto.
En un momento el joven se inclinó hacia adelante para levantar su mochila, posada en el suelo entre sus piernas. Sin querer tocó con el hombro la libreta en la cual el hombre pulcro anotaba con un silencioso frenesí los números.
El joven se disculpó y levantó su mochila.
El hombre pulcro dejó de completar su sudoku y se quedó mirando fijamente al joven, mientras sus ojos se iban llenando de sangre. Su rostro se tornó rojo y comenzó a temblar. Entonces pegó un grito ensordecedor, tomó al joven por el cuello y con un movimiento extraño introdujo la otra mano en el abdomen del pobre mancebo. Luego la extrajo tirando de un manojo de venas, arterias y vasos sanguíneos.
El joven cayó al suelo sin vida, mientras el hombre pulcro se llevaba el sistema sanguíneo a su boca. Introdujo algunas venas y succionó toda la sangre que aun contenían.
Luego arrojó aquella maraña de cables orgánicos sobre el cuerpo carente de vida del joven y siguió, manchado de sangre, completando su sudoku.
El resto de los pasajeros fue cambiándose de vagón.