Por Noemí Portela Prol
Un tercio de los alimentos producidos en el mundo se desperdician y arrastran consigo importantes daños económicos y ambientales. El dato que se extrae del informe elaborado por la FAO muestra una realidad contradictoria. El hambre y el derroche son las dos caras de una misma moneda.
Algunas personas recorren las inmediaciones de conocidas cadenas de supermercados e hipermercados al caer la noche en búsqueda de algo que rescatar entre lo desechado por los establecimientos. Los contenedores acumulan alimentos con desperfectos o comida envasada a punto de caducar pero todavía apta para el consumo, aunque no para la venta. Mientras, 800 millones de personas pasan hambre en el mundo.
La sección de frutería de un supermercado es una buena muestra del despilfarro existente. Las frutas y verduras han de pasar un proceso de selección. El color, forma y tamaño de los productos allí expuestos han de seguir una serie de normas de calidad impuestas por las cadenas de distribución. Sin embargo, para la obtención de esos comestibles, se han desechado otros muchos que no cumplían con los requisitos exigidos. El agricultor sabe que los frutos de su trabajo no van a ser comprados por el mercado porque, a su vez, el consumidor se deja llevar por el aspecto. El resultado supone un gasto de recursos inútil y alimentos que son descartados por ser demasiado pequeños o no tener el tono deseado.
Las ofertas de comprar más porque sale más barato son en realidad otra forma de derroche cotidiano. Termina por salirnos más caro cuando la comida acaba en el fondo del cubo de la basura. Talleres como los ofrecidos en algunos mercados municipales de Barcelona daban alternativas para realizar recetas a partir de los restos de comida y disminuir el despilfarro. Una situación que también se puede evitar con una mayor planificación a la hora de hacer la compra y un consumo más responsable.
El desconocimiento también convierte en una práctica habitual tirar a la basura productos en buenas condiciones. La fecha de caducidad y de consumición preferente son dos términos a menudo sinónimos para el grueso de la población y, sin embargo, existe entre ellos una importante diferencia: el peligro para nuestra salud. Mientras que la primera expresión implica que el alimento empieza a ser perjudicial, el segundo solo determina que, a partir de ese plazo, el producto indicado empieza a perder sus propiedades pero su consumo no entraña ningún riesgo para la salud.
Los países ricos pecan de despilfarro pero no son los únicos culpables. Los países en desarrollo presentan pérdidas similares centradas en los procesos de producción y recogida debido a la falta de infraestructuras o problemas de tecnificación, frente a la importancia que adquiere el consumidor en aquellos lugares con una renta media o alta. El director general de la FAO, José Antonio Graziano da Silva, estima que el 28 por ciento del terreno cultivable de nuestro planeta se usa para producir alimentos que no van a ser consumidos. El dinero perdido por los productores y el incremento de los precios en las grandes superficies son algunas de las consecuencias económicas de este fenómeno que, según el informe de la FAO, supone daños de hasta 750.000 millones de dólares al año. El impacto ambiental también alcanza registros altos debido al uso de agua y las emisiones de gases de efecto invernadero a la atmósfera para producir alimentos que al final se desecharán.
Un 17% de la población mundial pasaba hambre en 1990. Una década después la cifra se ha reducido en cinco puntos y se prevé recortar a la mitad el porcentaje en 2015. Sin embargo, este objetivo se conseguirá solo en algunos países y no reflejará las desigualdades entre unas zonas y otras. Que el Banco de Alimentos lleve años dedicado a la recogida de excedentes de cosechas y grandes superficies para después repartirlos entre las instituciones que luchan contra el hambre solo refleja, una vez más, la dualidad en la que vivimos. Ecoportal.net
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