La laicidad rechaza los aspectos políticos de las religiones, y la ocupación por las mismas del espacio público que por definición es de todos los ciudadanos y ciudadanas en tanto tales, y no por sus creencias u opiniones; pero les deja a ellas todas sus libertades en la vida social bajo el régimen del derecho común

Un peligroso camino sin retorno

No deseo que haya ambigüedades. Como ciudadano uruguayo consustanciado con los ideales del Humanismo, la Tolerancia y el Librepensamiento, tengo una honda inquietud por las cada vez más reiteradas violaciones a la laicidad republicana originadas en actividades de carácter religioso pero de neto signo político.

Pero, lo que me causa realmente un profundo malestar es la pasividad y casi nula respuesta a esos hechos, resultantes tanto de las Instituciones del Estado como desde el sistema político, e incluso, desde las organizaciones de la sociedad civil que por su naturaleza y medio ambiente en el cual están involucradas deberían sentirse concernidas por esta problemática.

El pasado 19 de Junio de 2014, con motivo del 250º Aniversario del nacimiento de nuestro Prócer José Artigas, traspasando una frontera que no se había dado en más de un siglo hasta ahora, la Jura de Fidelidad a la Bandera Nacional, que deben realizar por Ley los alumnos de 1er. Año de Educación Secundaria, fue efectuada por parte de algunos colegios católicos en el ámbito de la catedral de Montevideo, siendo quien tomó esa Promesa el propio Jefe de la Iglesia católica uruguaya Arzobispo Daniel Sturla, en presencia de la Bandera del Vaticano, un Estado extranjero, y terminando la promesa con un “dios les bendiga, amen”.

Este acto configuró una violación flagrante al principio de laicidad del Estado, pues, violentando la Ley que regula dicho acto, la promesa se realizó frente a símbolos religiosos que no son “símbolos patrios”; fue asimismo una violación a la Constitución Nacional, que señala claramente que el estado no tiene religión; y significó una violación a la soberanía del país al ejercer un acto de esas características frente a los símbolos de un país extranjero.

Si esta sustitución del Estado protagonizado por el jefe católico uruguayo no fuera suficiente, el mismo Arzobispo Sturla, en declaraciones a la prensa, critica fuertemente y estigmatiza a otras manifestaciones religiosas, solicitando una mayor intervención del Estado en el control de las mismas, incluso proponiendo la creación de un organismo específico, pero sin incluir en ese control claro está, a su propia corriente religiosa, la iglesia católica, imponiéndola, por la vía de los hechos, como la religión oficial y hegemónica del Uruguay, en detrimento de otras corrientes religiosas consideradas minoritarias u “oportunistas” por el catolicismo.

Esta acometida de la iglesia católica uruguaya, que intenta ocupar espacio político, social y religioso, legitimado en la ofensiva evangelizadora de la era Francisco, no hace otra cosa que explotar las debilidades del sistema político, el cual, en plena campaña electoral, pareciera más preocupado de cuidar los votos que sostener posiciones de principios en defensa de aquellos valores que han construido nuestra República, como el de la libertad de cultos, por un lado, y la más estricta laicidad por el otro.

La Iglesia, a través de sus mandaderos, no ha faltado de tratarnos de “intolerantes”. Pero nuestro procedimiento no es otro que defender y traer al tapete la vigencia de la laicidad de una manera clara y contundente, porque la misma es un activo de nuestra sociedad y de nuestro sistema republicano de gobierno; recordando además que en nuestro país existe la libertad de cultos, que significa que ninguna religión o espiritualidad tiene preeminencia por encima de otras y que el Uruguay como nación no tiene religión oficial alguna.

La laicidad rechaza los aspectos políticos de las religiones, y la ocupación por las mismas del espacio público que por definición es de todos los ciudadanos y ciudadanas en tanto tales, y no por sus creencias u opiniones; pero les deja a ellas todas sus libertades en la vida social bajo el régimen del derecho común. La laicidad es lo que ha garantizado en nuestra República una convivencia ejemplar entre religiones, nacionalidades e idiosincracias, las cuales siendo del resorte de la vida privada de los ciudadanos, deja el espacio público – y en nuestro país el rol de la escuela pública gratuita, obligatoria y laica es ejemplar al respecto – como un lugar de integración social, democrático, pluralista, respetuoso de la diversidad, donde lo único que se pone de relieve es la condición de ciudadano, un hombre o una mujer libre sobre el cual se asienta la soberanía política de la República.

El hecho de que cualquier religión o espiritualidad, grande o pequeña, se encuentre amparado por el derecho común, brinda las garantías necesarias de que su funcionamiento se realiza dentro de las leyes de la República, y por este hecho, nos guste o no sus prácticas, tienen el derecho a no ser cuestionadas en su legítima existencia. La iglesia católica debería saber que terminó hace tiempo la época donde ella se arrogaba el derecho de declarar herejes a prácticas religiosas que cuestionaba, y por ese hecho, se les perseguía, masacraba y asesinaba en la hoguera. La práctica de la laicidad también defiende a las manifestaciones espirituales, sean minoritarias o no, como legítimas y al amparo de la ley, protegidas de cualquier despotismo de una religión, ideología o gobierno, que se considere dominante.

Hoy, cada vez más la laicidad, ese principio básico de la política y de la convivencia social, y código de vida colectiva, se encuentra cuestionado por diversos movimientos y grupos religiosos, que la rechazan estigmatizándola como una “dictadura de los ateos”, como un “jacobinismo arcaico” o como un resabio absurdo de la secularización de nuestro país. Incluso se pone en cuestión la naturaleza jurídica de nuestra República, como subsidiaria de un “derecho religioso” considerado primordial y anterior a todo derecho. Y en esa crítica, muchas veces también se ve a los fundamentalistas de diversos signos religiosos manifestarse en un mismo sentido, por ejemplo, criticando – a veces de manera exacerbada – los avances en los nuevos derechos sociales adquiridos, en materia de igualdad de género, inclusión de las diversas opciones sexuales, matrimonio igualitario e interrupción voluntaria del embarazo y el derecho de la mujer sobre su propio cuerpo. Todas conquistas que nuestra sociedad ha logrado al amparo justamente de su condición laica.

Nosotros no negamos la existencia de la diversidad en nuestra sociedad. Diversidad de origen étnico, religiosa, cultural, etc. Y menos aun rechazamos el derecho de los ciudadanos de sentirse perteneciendo a una comunidad identitaria, sea por creencias, por tradición, por costumbres. Pero a condición de que la persona no confunda los hábitos, creencias o particularidades de las mismas, queriéndolas imponer al resto como una verdad u opción de vida a seguir obligatoriamente. La laicidad justamente es lo que protege a la comunidad de que todos pueden sentirse reconocidos y amparados en sus costumbres y creencias, respetados y libres, con la condición de no imponerlas a quienes tienen otras prácticas o simplemente a quienes no desean abrazar ninguna o no les interesa.

Incluso, la propia laicidad no es un dogma, y quien lo desee puede perfectamente estar en contra de la misma y manifestar sus opiniones antilaicas. Pero, lo que nadie tiene derecho es a situarse por encima de las leyes de la República, transgrediéndolas, y en particular aquella que desde la Constitución de 1917 separa la religión del Estado, declarando que este no tiene religión alguna y que por lo tanto la religión es un asunto privado de los ciudadanos, protegidos por la libertad de cultos estipulada en la misma Constitución Nacional.

Para asegurar a todos y cada uno sus libertades básicas y asegurar la coexistencia de la diversidad, un país democrático republicano debe ser sólido en sus principios jurídicos de manera que permita la integración de todos en tanto que ciudadanos sin fragmentar la sociedad en corporatismos del tipo que sea, que devengan en poderes fácticos por encima de la ley común a todos. La laicidad es la garantía que permite esa coexistencia en la pluralidad y la integración social al no tener el menor distingo entre sus diversos integrantes. Por ello, tanto el Estado como las instituciones políticas deben ser – además de garantes de la laicidad –  permanentes pedagogos en la forja de una conciencia social de tolerancia y respeto mutuo. Sobre todo el Estado no debe ser prescindente, sino un agente aglutinador imprescindible. Pero, más allá del Estado, todos – ciudadanos y dirigentes políticos y sociales – cualquiera sea su sensibilidad ideológica o religiosa, somos responsables. Sin embargo vemos con consternación, que no hay reacciones lo suficientemente fuertes ni de unos ni de otros que pongan un freno a la ofensiva contra las instituciones laicas y a la violaciones cada vez más frecuentes de la laicidad institucional y a la pérdida de nuestros valores laicos garantes de nuestra convivencia social.

En reacción a lo que consideramos una de las peores violaciones a la laicidad de los últimos tiempos, que supuso traspasar una frontera de respeto existente desde hacía más de 100 años, como fue la Jura de Fidelidad a la Bandera Nacional realizada en la catedral de Montevideo por el Arzobispo Daniel Sturla y frente a la bandera de un Estado extranjero, la “Asociación Civil 20 de Setiembre”, que integramos, envió sucesivas cartas de protesta y búsqueda de explicación a diversas autoridades nacionales y entidades de la sociedad civil, a saber: Ministro de Educación y Cultura, Ministro de Relaciones Exteriores, Autoridades del CODICEN, Autoridades del Consejo de Educación Secundaria, Comisiones de Educación y de Asuntos Internacionales de ambas Cámaras legislativas, al sindicato de profesores de secundaria FENAPES, al PIT-CNT y a ADEMU. Salvo la Comisión de Educación y Cultura de la Cámara de Representantes, que acusó recibo, del resto se obtuvo como respuesta el más absoluto silencio, marcando una constatación inevitable que es el más completo abandono de los valores canalizados por la laicidad justamente por parte de aquellos que deben cuidarlos y preservar su vigencia. De esta manera nuestras autoridades políticas y estatales están marchando por un peligroso camino sin retorno del cual, a la corta o a la larga, estaremos, como sociedad, pagando las consecuencias.

FUENTE: http://www.ellibrepensador.com