La situación en medio oriente me tiene muy inquieto.
Reconozco que no me ocurre lo mismo con el conflicto de Ucrania ni con la guerra en Colombia. Tampoco me martillan tanto las atrocidades de Sudán, las matanzas en Libia, la invasión norteamericana a Afganistán, la guerra civil de Somalia, la guerra religiosa de Irak, el absurdo panorama de Siria, las masacres perpetradas por los gobiernos de Egipto, Birmania, Yemen, Bahréin, Pakistán, República Centroafricana, China, Tailandia o las carnicerías que llevan a cabo regularmente en África tanto las grandes compañías multinacionales como los fanáticos de una u otra secta religiosa.
Quizás la siniestra alevosía de los aviones que asesinan por la espalda –drones- controlados desde Estados Unidos, constituya para mí algo igualmente de inquietante como lo que acontece en Palestina.
Sin embargo, debo reconocer con cierta culpabilidad, que hay muchas otras violencias de las que sólo me acuerdo cuando las muestran en la tele: los cientos de miles que viven arrancando o en campamentos de refugiados por todo el mundo, las degollinas colaterales al narcotráfico en las riberas del imperio, las deportaciones y los abusos de niños, la esclavitud de quienes fabrican las prendas de Nike, Zara y otras marcas de lujo, los asesinatos de mapuche y los exterminios de pueblos amazónicos, las familias que duermen en las calles, destruidas por las ejecuciones bancarias…
Todos estos días surgen en mi mente intentos de explicarme la raíz de tanta violencia así como innumerables alternativas o acciones posibles para detenerla. ¿Será que Ban Ki Moon debiera renunciar y dar paso a otro más eficiente? ¿Podrá servir que los líderes religiosos del mundo hagan una huelga de hambre? ¿Bastaría con que las multitudes pacifistas bloquearan la entrada a las fábricas de municiones durante un mes? ¿Y si los periodistas dejaran de leer las justificaciones que, ya escritas, les hacen llegar los dueños de las 4 agencias noticiosas que cubren el planeta y cuyas ganancias dependen de los que lucran con la violencia?
Me pregunto si todo este infierno se debe a que los malos son los que gobiernan o si en realidad no son ellos los malos sino los que, desde atrás, los obligan financiando sus campañas políticas. No por nada a Obama le dieron el Nobel de la Paz, ¿no?
A veces caigo en la lógica conspirativa y por momentos también llego a creer que Juan Carlos I, los Rothschild, Bill Gates, los tataranietos del Papa Borgia y todos aquellos que se reúnen en secreto una vez al año quieren, efectivamente, adueñarse del gobierno mundial.
Finalmente me rindo ante la evidencia de que este espiral de violencia irrefrenable no puede deberse a algo tan trivial como unas neuronas entrecruzadas o a la corrupción moral y monetaria que campea en las instituciones mundiales. Debe haber causas más profundas como para lograr que tanta bestialidad se instale en los hechos y los discursos y provoque que la población del mundo entero opte mayoritariamente por: a) prender la TV y ocupar sus máximas capacidades intelectuales en tratar de comprobar si las habilidades histriónicas, futbolísticas o discursivas de los héroes del momento se corresponden o no con el monto de los salarios que perciben; b) se conecte a Facebook y comente públicamente “lo que está pensando” mientras se entera de quien juega a los Thrones o a Place o, c) abanderizarse y defender a rajatabla una u otra de las facciones en pugna sin mayor análisis.
Entonces apago la tele y reflexiono. ¿Soy violento yo? ¿Trato mal a otros? ¿Sería capaz, si me regalaran un misil para mi cumpleaños, de usarlo en contra de alguien? Luego de cierta lucha interna concluyo en que, si me descuido o algo me altera hasta el punto de acallar mis propósitos humanistas y noviolentos, podría cometer brutalidades.
Sigo con la tele apagada y reflexionando. ¿Usaría ese misil en contra de mi amigo Pedro? Claramente no. Con Pedro logré entender que mi rabia con él se debía a lo de Susana, amoríos de juventud… Tuve que aceptar que yo habría hecho lo mismo que él, que no era conmigo la cosa…
¿Y con Javiera? La verdad, debo asumir que fui yo el que tiró la primera piedra. Su burla –que tanta humillación me hizo sentir- me la gané yo mismo. Terminé por agradecer lo que aprendí con ella.
Pero, ¿lo usaría para darle una lección nuclear a Tito? Mmmh! Es que es un caso distinto. Tito jamás reconocería que yo soy una buena persona. No lo veo desde hace años pero seguro que su actitud no ha cambiado y sigue siendo arrogante. No es lo que me hizo, es su manera de tratarme… ¿Guardaré el misil por si alguna vez lo vuelvo a ver y compruebo que es un soberbio?
¿Les tiraría el misil a los norteamericanos que intervinieron en mi país y destruyeron la armonía de mi familia? Aparte la dificultad de si luego mi hija conoce a algún gringo cuyo papá murió a causa de mi misil… Mejor no hacerlo. Pero la rabia con ellos persiste, ¡fueron violentos! Pero también es cierto que ellos no saben de mi rabia. ¡Ni me conocen!
Dejo de reflexionar pero no prendo la tele. Algo he avanzado. He descubierto que mis ganas de tirar el misil se originaron en mi historia. Que varios de mis resentimientos he podido –no sin dedicarme a ello- integrarlos y reconciliarme. Que agradezco la paz interna que eso me trajo. Finalmente comprendo por qué nunca he tenido un misil ni nadie ha pensado en la astucia de regalármelo.
Entonces repaso la historia del medio oriente. Abraham y sus líos amorosos. Los celos y la división de ambos pueblos semitas. El Dios chantajista. Jacob y sus riñas fraternas. Los 11 hermanos que venden al duodécimo. Las guerras de conquista permanentes con los vecinos. Los años de esclavitud a manos de babilonios y egipcios. Las invasiones romanas y la destrucción de sus lugares sagrados. Las diásporas, los guetos y juderías, los exterminios y las expulsiones. El manejo y el poder peligroso del dinero. Las astucias de los malos imperios británico y estadounidense.
Caigo en cuenta de que para Netanyahu es más difícil el trabajo de reconciliación que para mí. También entiendo que a mí me ayudaron otras personas que me aceptaron y así colaboraron a recuperar mi autoestima. Por último, hasta comprendo por qué la mayoría de la gente se evade de aquellos conflictos cuya historia no conoce.
Ahora abro Facebook. ¿En qué estás pensando?, – me pregunta. En la amarga historia que a muchos les tocó vivir. En que no hay salida a la violencia si no es por la vía de la reconciliación. En que la ignorancia y las astucias no son una justificación, como tampoco lo es mi rabia.
En que cada vez que hubo violencia, hubo miedo. Pero no cualquier temor; temor a ser herido, a ser degradado, a no ser querido. Nadie guarda rabia contra un terremoto o un incendio accidental.
En Sara y Agar, Isaac e Ismael, Esaú y Jacob, Hitler y Netanyahu, Arafat y Sharon, Hamás y Fatah. En Javiera y Tito… y en la posibilidad de la rehabilitación futura de tanta mala historia!