Unos muchachos se ocuparon de pintarrajear o manchar un vagón nuevo, flamante, virgen, del Ferrocarril Sarmiento, en el Área Metropolitana de nuestro país. ¿Por qué y para qué? Los pibes graffiteros dicen que pintar un tren vendría a ser el orgasmo de su actividad artística. ¿Para qué? Para demostrar y demostrarse que son artistas rebeldes, trasgresores, revolucionarios y vanguardistas. Un amigo y compañero suele sintetizar que se creen rebeldes por tirarse un pedo en un velorio. Compararlos con Breton y Duchamp es tan ridículo como imaginar que Altamira es el sucesor de Bakunin.
Como todos los jueves, al caer la tarde y después de dejar la oficina, la fui a visitar. La tía Josefa vive sola. A sus 89 pirulos se maneja muy bien con los menesteres cotidianos. Pero es mentira que tenga 89. Hace varios años que interrumpió la cuenta porque dice que no quiere ingresar a la década de los noventa. Que ya la vivió. Y cuando lo dice se queda mirando al vacío, como suspendida. De todas maneras, cada 27 de diciembre hace una festichola pantagruélica para celebrar su nacimiento, dice. Es en el patio y amanecemos felices el 28, aunque menos inocentes.
Para nosotros, sus sobrinos, ya no es Josefa. Es la tía Pepa. Cuando llegamos a su casa, perfumada de jazmines, o cuando nos vamos o cuando aparece con la fuente de locro hecho por sus propias manos, fragante, humeante y picante, aplaudimos como niños, al grito de «¡Viva la Pepa!». Por eso cada vez que nos dicen que la vida la transitamos como un vivalapepa, nos miramos con la complicidad de entender que sí, que si es como la tía, sí.
Cuando entré (cada uno de los nueve sobrinos tiene un juego de llaves para no molestarla con el timbre) estaba con la cara casi pegada a la pantalla del televisor. Entre todos le regalamos uno de esos chatísimos, inmensos, para que se sienta como en el cine. Me extrañó porque la Pepa conserva muy buena vista, para asombro del doctor Quispe, su oculista (como él es de origen quechua ella dice que le enseñó a ver más lejos y mejor). Apenas me vio dijo: «Nene (sí, todavía me dice nene y a mí me ablanda, me enternece y la sacaría a bailar una cueca), ¿vos podés descifrar qué carajo dice el mamarracho ese con que ensuciaron los trenes nuevos que nos compró Cristina? (Otra de las cosas que me conmueven de ella es que, aunque tiene un caudal cultural borgeano habla como la gente de a pie). No se entiende nada. Para mí que el doctor Quispe me verduguea con que veo mejor que él. Acá dicen que uno de los pintores callejeros intentó rajar en un taxi y lo agarraron.» Como la tía Pepa fue militante en los sesentas (entre otras aventuras, pintaba paredes reclamando la libertad de los presos políticos del onganiato) sabe que la clandestinidad era un riesgo impuesto por la represión de aquellos años, pero hoy, dice, está todo al aire y quien se esconde detrás de una capucha o un pañuelo es porque lo que enmascara es su mala leche. Se va calentando a medida que me lo explica. Como si yo, en verdad, fuese un nene que recién llega de Eslovenia o Luxemburgo.
Me trae un café doble, bien cargado, con dos de azúcar. Sabe lo que me gusta charlar con ella y me conoce las mañas. Dos de azúcar, así sea para una copa del tamaño de un dedal o una palangana. Cosas de veterano. Se sienta en la mecedora que le regaló el último de sus novios (un pelafustán, agrega, que le quiso afanar los 52 tomos de las Obras Completas de Lenin que ella recuperó del escondite en que estuvieron durante el genocidio) y trata de explicarme qué es un lumpen. La dejo que se explaye. Me fascina oírla recorrer su vida, su sabiduría, desde su experiencia y sus lecturas. «La diferencia es que ahora hay Estado», argumenta. Y a mí me sale decirle que siempre hubo Estado, que en todo caso, la diferencia es para quiénes está el Estado. Me escucha y lo piensa, lo asimila y me responde que sí, que es verdad, pero que poner en marcha un Estado nuevo no es moco de pavo (y se suena los ídem con su pañuelito con puntillas).
Juego a contradecirla, a provocarla para que saque todo su arsenal dialéctico. «Tía -le digo-, ¿no te parece que si tratamos de lúmpenes a estos pibes qué adjetivo nos queda para tu senador Sanz que avisó que se opondrá a la estatización de la Universidad de las Madres porque tendríamos que pagar sus deudas?». Di en el blanco. Se enfurece, pero no pierde la lucidez. «Es lo mismo -me taladra con su mirada-, los pendejos manchan un bien de todos y el nefasto senador cree que una universidad produce gastos». «No entiendo Pepa. Hablame en criollo y largá el libro de Gramsci». «No es Gramsci. Estoy con el tomo uno de la «Historia de la sexualidad», de Foucault.» Y yo me atraganto y me sale el café, con espuma y todo, por la nariz porque, aunque la conozco, nunca deja de sorprenderme. Ejerciendo la ciencia de los años y la paciencia de los sabios, me trae un repasador para que me seque y trate de disimular los colores de mi cara asombrada. Ella, seria y concentrada como siempre, pasa por alto el accidente y retoma el hilo del asunto. «Entonces, como te decía, querido sobrino, los dos son casos típicos y patrióticos de lumpen. Unos, practican el lumpenarte y el otro la lumpenpolítica». La tía Pepa es una neologista nata. Debe ser por tanta trasnoche con filósofos y lectura adolescente, costumbres que sigue ejerciendo y conserva intactas. Un personaje la Pepa. «Lo de los pibes no es tan grave, pero duele. ¿Sabés lo que cuesta volver a poner en marcha el tren del Estado? En cambio, el tipo no llega ni siquiera a garca. Es un empleaducho pequeño y mezquino de los garcas de verdad». Cuando termino el café me levanto para irme. Me acompaña hasta la puerta y me regala uno de los últimos jazmines de la temporada. «Tomá, para Delia, tu santa mujercita». Le doy un beso en la frente, le acomodo el cuello de la blusa y salgo. Al llegar a la esquina grito para mis adentros ¡Viva la Pepa!. No quiero que me confundan con aquella escena de Alterio en «Caballos salvajes».
Un muchacho y su novia me miran como si me entendieran.