El crimen organizado provoca grandes índices de deforestación en Centroamérica pero allí donde las comunidades indígenas están organizadas y tienen la posibilidad de gestionar sus bosques, la influencia del narco es menor. Así lo acreditan varios estudios internacionales que, además, aseguran que una lucha eficaz contra los cárteles pasa por escuchar a esas comunidades, apoyarlas, y reconocer los derechos de quienes habitan desde hace siglos las tierras que hoy se han convertido en corredores de la droga
Por María Verza para Periodismo Humano
“Estamos defendiendo nuestros bosques hasta con las uñas”. Cándido Mezúa, líder del Congreso General del Pueblos Emberá Wounaan de Panamá es contundente. Sabe que por Centroamérica pasa el 80% de la cocaína que llega a EEUU (datos del Departamento de Estado). Sabe que el crimen organizado utiliza para ello las zonas más aisladas y boscosas de cada país, en el caso de Panamá, muchas fronterizas con Colombia. Sabe que su pueblo tiene necesidades y también que hay jóvenes que cargan montaña a través sacos de supuesto ‘arroz’ por 200 dólares cada uno, un dineral no propio de ese alimento. Este líder indígena sabe que muchas veces, cuando las comunidades denuncian la presencia de sospechosos armados, las autoridades las tachan de colaboradores, o han sitiado sus pueblos, o las han utilizado como “escudos” en lugar de protegerlas. Pero también sabe cómo evitar todo esto. Y que hay muchos trabajando como él para conseguirlo.
“Los pueblos indígenas somos vulnerables al narco cuando no hay sentido de comunidad pero en los lugares donde se reconocen nuestros derechos para determinar el destino de nuestros bosques, cuando nos dejan protegerlos pero también explotarlos y beneficiarnos de ellos de forma sostenible para dar oportunidades a los jóvenes, cuando se fomenta la educación en agronomía, es más difícil que el crimen organizado entre y hay menos deforestación. Por eso queremos que se cuente con nosotros cuando los gobiernos hablan de estrategias de seguridad”.
Mezúa fue uno de los participantes del encuentro en Costa Rica de la Alianza Mesoamericana de Pueblos y Bosques, celebrado a mediados de marzo, donde se intercambiaron experiencias y se presentaron varios estudios de expertos que están avalados por prestigiosas universidades o el Banco Mundial. Los investigadores, que hablaron con Periodismo Humano junto con Mezúa a su paso por México, constatan no solo las palabras de este dirigente sino el daño que los narcos están haciendo a los bosques centroamericanos y, por ende, al planeta.
Según los datos recopilados por la geógrafa e investigadora de la Universidad de Ohio (EEUU) Kendra McSweeney, coautora de un estudio publicado en enero en la revista Science, en Guatemala, en la reserva de la Laguna del Tigre, donde proliferan las ‘tierras de nadie’ en plena selva del Petén (fronteriza con México) la deforestación ha alcanzado el 10% . Sin embargo, en las zonas donde se ha establecido un sistema de concesiones para el manejo forestal comunitario la incidencia ha sido mucho menor.
En Honduras la destrucción de los bosques se ha cuadriplicado de 2007 a 2011, justo cuando comenzó a aumentar bruscamente la presencia del crimen organizado por la tendencia de los cárteles mexicanos a expandirse hacia el sur cuando se elevó la presión militar en México contra ellos.
“Los narcos entraron en escena cuando los pueblos indígenas estaban inmersos ya en luchas para defender sus bosques de proyectos mineros, turísticos o energéticos a gran escala, con lo que las selvas centroamericanas se convirtieron en los últimos años en una especie de ‘salvaje oeste’ donde se impuso el miedo”, añade.
Según McSweeney, la forma de actuar de los narcotraficantes es similar en toda la región, ya sea el Petén (Guatemala), la reserva del Río Plátano (Honduras), la Mosquitia (Honduras y Nicaragua), la costa atlántica de Costa Rica, la frontera panameña con Colombia… “Llegan a una comunidad y ofrecen mucho dinero a una sola familia, cuando una cae y consiguen sus tierras, toda la comunidad se pudre”.
McSweeney señala en su estudio que el objetivo es involucrar a productores locales en áreas como la ganadería, la producción de palma, la especulación de tierras y el tráfico de madera, a expensas de productores más pequeños que, a menudo, son los defensores de los bosques. Otras veces los narcos compran directamente zonas boscosas. El resultado son talas indiscriminadas para hacer narcopistas de aterrizaje para el trasiego de droga, y el lavado de dinero a través de las actividades agrícolas que no deberían darse en una reserva natural protegida.
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Los bosques centroamericanos, uno de los pulmones del planeta, son estratégicos para el narco porque son paso obligado de la cocaína sudamericana que se dirige a EEUU. Desde esas zonas, generalmente con muy poca presencia del estado, la droga continúa viaje al norte tanto por tierra, mar o aire. Ahí han proliferado las narcopistas de aterrizaje, brechas de entre 1,5 y 2,5 kilómetros, abiertas con tractores en plena selva, donde aterrizan las avionetas con más puntualidad que las líneas aéreas de la zona, ironizan los locales.
Solo en Honduras, hay unas 200, según dijo recientemente el viceministro de Defensa de Honduras, Carlos Roberto Funes, al diario El Mundo. Y solo en lo que va de 2014 se han destruido 75. Pero este esfuerzo, que cuenta con el apoyo de Washington, y que se centra en interceptar y localizar avionetas y destruir las pistas, no ha sido efectivo. “La gente que vive en el lugar se siente parte del negocio y vuelve a repararlas”, aseguró Funes en la mencionada entrevista.
Para evitar esta situación, en lugar de una “política represiva” y de militarización que “no arregla el problema”, asegura McSweeney, los expertos apuestan por ofrecer a las comunidades incentivos para defender sus bosques, es decir, no solo permitir sino potenciar que se organicen comunitariamente, que gestionen sus recursos forestales, se beneficien de ellos y así tengan más motivos –al margen de sus creencias y tradiciones- para preservarlos del narco o de cualquier otra presión.
Experiencias de éxito
Según muestra un estudio realizado durante 5 años por el Programa Salvadoreño de Investigación sobre Desarrollo y Medio Ambiente (PRISMA), hay experiencias de éxito en toda Mesoamérica que demuestran que dar derechos a los indígenas ha conllevado claramente una menor deforestación y una menor infiltración del crimen organizado en sus bosques.
Una de las claves, indica uno de sus autores, Andrew Davis, es el monitoreo de las zonas en riesgo. “A más derechos, más organización y a más organización mejor red de vigilancia comunitaria. Y si esta funciona, se evita que entren extraños para fines ilícitos o, si llegan a entrar, se les detiene o se informa inmediatamente a las autoridades para que actúen”. Uno de los ejemplos más espectaculares tuvo lugar en Talamanca (Costa Rica) donde los sistemas de rondas y monitoreo comunitario hicieron saltar la alarma sobre una red de helicópteros que trabajaban para el narco.
Pero si los indígenas no son dueños legalmente de sus tierras o no tienen sentido de comunidad, como ocurrió hace años en la zona de la Mosquitia o en la ‘tierra de nadie’ del Petén guatemalteco, son mucho más vulnerables.
El estudio de PRISMA ofrece ejemplos de éxito. En México, en municipios como Cherán (Michoacán, centro del país) o en Tecpan de Galeana (costa Guerrero, en el Pacífico) las acciones comunales contra el narco han conllevado en la primera localidad la reforestación de más de 1000 hectáreas y en la segunda la puesta en marcha de un vivero que cuenta con 1,4 millones de plantas. Además, en ambos lugares bajaron los homicidios.
Ante situaciones tensas, ha habido distintos patrones de actuación. Nicaragua y Guatemala pusieron en marcha los llamados “batallones ecológicos” o “verdes”, unidades pertenecientes al ejército pero que actuaban más en coordinación con las comunidades que el resto de efectivos militares cuando estás les reclamaban protección. En otros casos, como en la comunidad garífuna de Vallecito (norte de Honduras) o los purépechas de Cherán, los propios indígenas optaron por la confrontación directa (pese a la disparidad de fuerzas) pero su valor e insistencia les hicieron poco a poco ir logrando parte de sus objetivos aunque a cosa de sufrir acciones violentas contra ellos. Estas dos comunidades son de las pocas que hay llamado por su nombre a su enemigo: crimen organizado.
Los estados todavía son reticentes a contar con las comunidades para elaborar sus las estrategias de seguridad y los planes hemisféricas liderados por EEUU ofrecen principalmente ayuda militar. Sin embargo, el fortalecimiento de redes de base, como demuestran los estudios presentados en Costa Rica, no solo contribuirían al mayor y mejor desarrollo de los pueblos originarios de los bosques latinoamericanos sino que preservarían uno de los pulmones del planeta y complicarían a los narcos sus actuaciones.
Y un ejemplo más, fuera del estudio, lo reconocen, aunque sea en voz baja, funcionarios del gobierno de México, con respecto a uno de los grupos indígenas más organizados del continente, los que viven en los territorios que lograron su autonomía tras el alzamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional, en el sureste de Chiapas. “Donde están los zapatistas no hay narco, por eso los toleramos”.