Discutíamos con un amigo la fortaleza de la palabra como arma, como fuente de atracción o de rechazo, como articuladora de la vida.

“El lenguaje fue el resultado de la necesidad del hombre para afirmar la solidaridad con sus semejantes” decía Lewis Mumford, del mismo modo que Heidegger definía “el habla es la morada del ser”.

Uno puede encontrar en el mundo aquello que conoce, aquello que nombra, incluso aquello que debería ser “nombrado” y que no conocemos su nombre.

Esto que es tremendamente filosófico, también es una referencia obvia. Ortega y Gasset describió el nacimiento del lenguaje o su utilización primigenia como “el verdadero sentido del nombre es lo que sirve para llamar a alguien”. La palabra llama a la cosa que no está ahí, ante nosotros, y la cosa acude como un can, se nos hace más o menos presente, se dirige a nosotros, responde, se manifiesta. Por tanto, la noción de que el hombre llama a las cosas proviene del pensar “animista” primitivo en que toda cosa tiene alma, un centro íntimo, desde el cual oye, entiende la llamada, responde y viene”.

Esta clara evidencia nos pone a merced del uso que hagamos de las palabras.

Podemos separar el discurso cargado de significado, del discurso hueco o vacío. No es que el discurso vaciado tengo menos valor, para nada, pero la carga afectiva, la convicción, la seguridad con que se digan las cosas cambian su peso y las acciones que los acompañan tendrán mayor o menor fuerza.

Un discurso inflamado, que apela a la fibra más profunda, redirecciona los propios actos y hasta puede influenciar en otros receptores de dicho mensaje.

Se puede negar con las palabras, “tal cosa no existe”, “esto ya fue”; se puede abandonar una causa, un propósito “ya no sirve”, “ya no importa”; o se puede asesinar al otro “es una mierda”, “el otro ya no es”.

La muerte es la indiferencia, uno muere en la medida que el otro nos niega un espacio en su corazón, en su espacio de afectos.

“Cuando se empieza por desfigurar la palabra uno termina por difamar la vida. Eso es parte de la difícil situación del hombre moderno” agregaba Lewis Mumford, lo que nos llama a la reflexión. ¿En qué dirección va aquello que digo? ¿Llama a la vida o llama a la muerte?

Porque si uno asume al lenguaje como un arsenal, puede dotarlo de sentido. “La palabra es un poderoso soberano, que con un pequeñísimo y muy invisible cuerpo realiza empresas absolutamente divinas. En efecto, puede eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión” escribió Gorgias.

Entonces, nada es inocente. E incluso, más allá de los actos, que pueden ser en sintonía o en contradicción con las palabras del interlocutor, esas palabras tienen vida propia, pueden ser dadoras de luz o dadoras de oscuridad.

Poniéndolo en sencillo, si uno busca (nombra) ladrones, es eso lo que va a encontrar, guiándose por esa matriz de búsqueda, si uno nombra (bondadosos) es eso lo que va a cruzarse en su camino.

Convengamos que estas cosas no son fórmulas mágicas que están disociadas del verdadero significado profundo, no basta con nombrar las cosas, sino que hay que devolverles la justa medida emocional a cada palabra. Llamar “mi amor” a alguien no le da el peso del “amor” profundo al otro, sino tiene una carga correspondiente que reafirme ese sentimiento.

Entonces, la vehemencia es clave, la certeza, la seguridad, lo decidido que se esté para llamar o afirmar algo sobre alguien, es lo que hace que esa palabra se convierta en caricia o en daga, en lija, en algodón o en llamarada sulfúrica.

“Tan esencial es el lenguaje para la humanidad del hombre, tan profundo, una fuente  es de su propia creatividad, que no es un accidente en nuestro tiempo que quienes han tratado de degradar y esclavizar al hombre primero han degradado y mal usado el lenguaje, arbitrariamente cambiando significados de dentro hacia fuera” concluía Mumford.

Es así que el valor de las buenas palabras es enorme y los mensajes positivos nos pueden llevar en volandas, del mismo modo que la manipulación negativa, que el descrédito se propala. Los mensajes insidiosos o esperanzadores son nuestras guías de conductas, así que hagamos honor a esta herramienta que necesitó miles de años para poder desarrollarse y démosle un uso poético o constructivo antes que un uso lapidario.

Este artículo está inspirado en el estudio «Da tu palabra y rómpete» de Pau Serra