Foto reportaje de: Rieko Uekama

En un tiempo pasado, lejano para espectadores y cercano para protagonistas, la tierra se estremeció en la costa del Pacífico, en la región de Tōhoku. Mar, agredido en su epidermis, se reveló en olas de más de 40 metros.

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Dos días más tarde la tierra volvió a agitarse. Sus 9 grados de fuerza se dejaron llevar por su privilegio natural durante seis largos minutos. Casi un siglo y medio de contención, reservando fuerzas, había conferido a la tierra un poder de destrucción desmesurado. El mar, sintiéndose de nuevo agredido, volvió a revelarse en olas, brazos gigantes que no calmaron la tierra.

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Tierra y Mar, en su baile macabro, devastaron sin saberlo las vidas de minúsculos habitantes. Hubo víctimas peligrosas, que amenazaban con sus heridas la existencia del resto. Hubo víctimas abandonadas a su suerte, que lloraban sin lágrimas el desamparo del caos que las reinaba.

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Hubo víctimas desahuciadas, que mostraban su derrota entre las grietas de sus muros abusados. Hubo víctimas apáticas, que doblegaron su voluntad a la soledad que llegó hasta sus entrañas para habitarlas. Hubo víctimas descuidadas, que permitieron que sus frutos se sumieran en un yermo sueño. Hubo víctimas negligentes, que en su apatía olvidaron borrascas a las que no dieron voz de alarma.

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Tierra y Mar, impunes, guardaban en sus entrañas tanto como habían conseguido arrebatar a aquellos minúsculos habitantes. Pero los más pequeños de aquellos seres, los que la tierra y el mar decidieron respetar en su baile macabro, debieron rendirse a la confianza de otro siglo y medio de sueño de la Naturaleza. Pasaron soles y lunas. Sufrieron miserias y parvedades. Soportaron penurias y carestías.

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Tierra y Mar volvieron a su sopor, incapaces de devolver a la víctima más peligrosa del Gran Terremoto su carácter apacible. El veneno que se escondía en las entrañas de Daiichi impregnó Mar y Tierra, inoculando con su pócima las infinitas perturbaciones que ya regían las vidas de los minúsculos habitantes. Y todas las víctimas debieron seguir esperando: las abandonadas, las desahuciadas, las apáticas, las descuidadas, las negligentes.

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Algunos cuentan que cuando Tierra y Mar bailaron su danza macabra, lo hicieron para mostrar a aquellos minúsculos habitantes que los errores cometidos en el pasado siempre acaban teniendo consecuencias en el presente. Que el veneno que una vez cayó del cielo hoy escapaba por las grietas de los templos que luego habían construido. Que la única sabia es la Naturaleza, que compuso las notas de la melodía que acompañó aquel baile macabro.

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Un año después, las cifras hablaban de 15.854 muertos y 3.276 desaparecidos; 343.000 personas desplazadas; 3.918 carreteras y 78 puente, dañados; 45 diques rotos; y daños valorados en 156.500 millones de euros aproximadamente. Mientras, algunos de aquellos minúsculos habitantes siguen queriendo su dosis de veneno.

Fotografías: Rieko Uekama

Edición de imágenes: Jorge Lizana

Texto: Mónica Solanas