Es difícil de explicarle a cualquier extranjero cómo 16.000.000 de seres humanos pueden vivir en un país en el cual se les mueve el piso continuamente y en el día menos pensado. Ninguno de los estudiosos sismólogos, geólogos, geógrafos y “opinólogos” – que creen dominar todas las regiones epistemológicas del saber, incuso la sismología y ciencias afines – y acaparan las pantallas de televisión en eventos de grandes catástrofes, se atreven a pronosticar el día y la hora en que vendría el apocalipsis.
Todos estamos enterados de la anticipada noticia de la ocurrencia de estos fenómenos en Chile, pero como la muerte, “llega como el ladrón, sin anunciar el día y la hora”. Los chilenos somos seres extraordinarios – y hasta sabios – pues también los niños, desde que tienen uso de razón, son capaces de describir el encuentro entre las placas de nazca y la sudamericana, como también dominan, a la perfección, el significado de la escala de Mercalli y de Richter, para diferenciar la sensación, bien, con la energía desplazada, en el primer caso, o como miden los científicos, en el segundo – así, la realidad de nuestro país nos obliga a ser especialistas en catástrofes, propias del movimiento de la tierra y del mar -.
La historia de Chile se funde con los terremotos y maremotos y, para mayor abundancia, somos propietarios de 5.000 kilómetros de costa y otro tan de montañas volcánicas. Pedro de Valdivia, ignorante de lo que ocurría en la tierra chilena – a pesar de las someras informaciones de Diego de Almagro – fundó varias ciudades, condenadas a ser destruidas, una y otra vez, por las fuerzas de la naturaleza. Al poco tiempo de fundada la ciudad de Santiago, un terremoto la destruyó; para no remontarnos en el tiempo, podemos afirmar que a cada generación le corresponde su propio terremoto: el de 1906, a la ciudad de Valparaíso, durante el gobierno del “negro” de mala suerte, Pedro Montt; en 1939, en Chillán, con otro Presidente de piel morena, Pedro Aguirre Cerda; en 1960, el más destructivo de todos, (9º grados Richter), en el reinado del solterón Jorge Alessandri Rodríguez; otros, quizás de menor intensidad, como el de 1973 y 1985, durante la dictadura de Augusto Pinochet; el del 27 de febrero de 2010, con maremoto y todo, bastante destructivo, que abarcó nueve regiones del país, a fines del gobierno de Michelle Bachelet; el reciente, del 1 de abril de 2014, que afectó la zona norte desde Arica, Parinacota, Iquique y Antofagasta.
Hay tres temas que todos los chilenos, incluidos los niños escolares, dominan a la perfección y, además, se expresan con propiedad de ellos: el golpe de Estado de de 1973, los distintos textos de leyes que se venden profusamente en los kioscos como bien lo observó Gabriel García Márquez, en sus visitas a Chile – cualquiera diría que somos unos perfectos sofistas – y los saberes sobre los terremotos y maremotos. Volviendo a los terremotos, vaya a donde vaya, a cualquier recóndito lugar de Chile, siempre encontrará un genial testigo y relator de algún terremoto. Estos relatos son mucho más vívidos e interesantes que cualquier cuento de un escritor profesional.
En la época de la Unidad Popular la Editorial Quimantú publicó una historia sobre los terremotos en Chile, ahora, no sería mala idea reeditarla y actualizarla. Sería bueno recordar a una Violeta Parra o Margot Loyola, que con su chispa y conocimiento de la realidad popular, recopilara los distintos relatos relacionados con terremotos, como aquel, de humor negro, “Chillán, cuidad de movimiento, los muertos bailan sobre el pavimento”.
Los chilenos al ser, junto con los japoneses, capaces de vivir en una tierra que se les mueve a diario, y en un mar embravecido por las olas del maremoto, no sería mala idea que ocuparan tierras tan ignotas como la Antártida, para resguardarse en el caso de un “Armagedón”. Si lo viéramos desde el punto de vista del buen razonamiento, los chilenos, tal vez, tengamos un concepto más claro que los existencialistas sobre lo absurdo y efímero de la vida humana.
Por Rafael Luis Gumucio Rivas