Por Manuel Riesco.-
La derecha no veía una debacle política así desde hace medio siglo. Al igual que entonces su derrota electoral es signo de algo más grave. Antes marcó el ocaso de los latifundistas. Hoy parece suceder algo parecido con sus hijos. La generación postrera de la vieja oligarquía.
Por mano ajena digitada desde el extranjero, recobraron la hegemonía que habían perdido sus antepasados. Éstos la habían ganado y sostenido durante cuatro siglos con relativa legitimidad. Sin excluir la violencia, utilizaron medios políticos la mayor parte del tiempo. Los «Hijos de Pinochet” la ejercieron apenas cuatro décadas, mediante el terror y sus cicatrices. Así suele ser el graznido final de lo que tiene que morir y no se aviene a hacerlo con dignidad.
Todo se precipitó en lo que la candidatura de derecha denominó su «Septiembre Negro”. Durante semanas los chilenos se recogieron cada noche frente a sus televisores, a revivir en silencio su trágica y espléndida memoria. Ésta desbordó todos los diques en lo que fue el equivalente ideal de una gigantesca protesta nacional. Un par de años antes, levantado por la levadura de los estudiantes y convocado al mediodía por una muchacha luminosa, el pueblo había salido una noche de a millones a golpear sus cacerolas. Entre muchos otras señales que el actual estado de cosas no lo aguanta más.
Así son los chilenos. Muy pacientes y bien enterados, a cada década pierden la paciencia. De este modo a lo largo de un siglo, han venido impulsando al Estado a realizar los progresos que han transformado el país de arriba abajo. Ahora lo empujan a completar la reconstrucción de lo destruido, por el violento maremoto reaccionario que se abalanzó sobre sus costas hace cuarenta años. Un latigazo vengativo generado en la superficie, por el terremoto de avances irreversibles que acababa de ocurrir en las profundidades tectónicas de la sociedad.
Mal le fue a la derecha en las elecciones. Perdió 625 mil votos y un sexto de sus parlamentarios. A pesar del binominal, no alcanzó los quórums que le habían venido otorgando derecho a veto en toda materia importante. Tras el desgaje de sus partidos, puede perder incluso los que necesita para impedir el cambio de la constitución.
Sus campeoncitos llevados de la mano por los poderes fácticos, mostraron sus pies de barro. Por primera vez en sus vidas puestos ante un trance complicado, uno se desplomó por tramposo, otro por desórdenes mentales y la grosera y arrogante hija mimada de un general golpista, sencillamente porque nadie la quiere. También las vio negras otro más aperrado que no puede con su carácter.
Tras la derrota, la derecha ha recordado su desastre de 1965, cuando quedó reducida a menos de un séptimo del parlamento. El mismo que en medio de una ola de agitación popular que culminó en una revolución hecha y derecha, aprobó la ley de reforma agraria que liquidó el viejo latifundio y la nacionalización de las empresas yanquis que explotaban el cobre. Ni Pinochet logró revertir estas medidas que constituyen la verdadera base de la modernización de Chile.
Ningún joven de entonces quería ser «momio”. Eran tan impresentables como los pinochetistas de hoy. Algunos hijos de la elite abrazaron derechamente la causa progresista que seducía a la abrumadora mayoría del país.
Otros se volvieron revolucionarios de ultraderecha. No hicieron asco de la lucha callejera insurreccional, el terrorismo y el asesinato político. Rompieron radicalmente con las convicciones de los «momios”, que por lo general eran republicanas y democráticas en lo político y más bien desarrollistas en lo económico. Las reemplazaron por el autoritarismo político teñido de integrismo religioso y neoliberalismo económico.
La mayoría siguió siendo «momio” en su fuero interno, pero como no era buena onda se agazaparon. Cuando las cosas se pusieron color de hormiga, casi todos fueron opositores al gobierno de la Unidad Popular y avivaron el golpe más o menos activamente. La mayoría apoyó al régimen de Pinochet hasta el final y votaron «Si” en el plebiscito del año 1988. Muchos lo siguen añorando para callado.
Una contrarrevolución es lo peor que le puede pasar a una sociedad, a excepción quizás de una invasión militar. Tras el golpe de Pinochet quedaron en la retina del mundo toda suerte de atrocidades. Más difícil de registrar, fue el violento tsunami reaccionario que arrasó todos los espacios. Sueños y esperanzas de «los de abajo”, aplastados por el odio y ansia de revancha de «los de arriba” que por un momento temieron perderlo todo. En un sólo día, los chilenos pasaron a ser un pueblo de vencidos.
En esa atmósfera envenenada se hicieron adultos los «Hijos de Pinochet”. Se acomodaron de lo más bien. Borrachos del champagne que descorcharon su padres al mediodía del 11 de septiembre del año 1973, corrieron a incorporarse como reservistas a las fuerzas armadas. Algunos torturaron a parientes detenidos en el Estadio Nacional.
Esa misma noche condujeron en sus camionetas a los pacos y milicos de cada pueblo, «poroteando” campesinos partidarios de la reforma agraria, cuyos cadáveres acribillados ayudaron a lanzar a hornos de cal. Sus víctimas de esos días suman más de la mitad de los detenidos desaparecidos y ejecutados por la dictadura.Desmantelaron los servicios públicos, empezando por la educación. Tras intervenirla y hacerla pedazos intentaron privatizarla. La matrícula total, incluyendo el sistema público y el privado en todos los niveles, se ha contraído desde un tercio de la población total antes del golpe, a sólo un cuarto de la actual. Las familias deben pagar ahora más de la mitad de la cuenta y la calidad deja mucho que desear.
Se apoderaron nuevamente de los recursos naturales para vivir de su renta. Como sus antepasados lo habían venido haciendo por siglos. En nombre de la sacrosanta propiedad saquearon la del Estado. Cual «Pirañas”, empezaron por las industrias, bancos y comercios nacionalizados por el gobierno del Presidente Allende y terminaron con las grandes empresas creadas a lo largo de medio siglo de desarrollismo Estatal. Sin descuidar, por cierto, la tierra, el subsuelo y el agua.
Ese es el origen principal de todas las «grandes fortunas” chilenas actuales. Asimismo, del carácter rentista de los «Hijos de Pinochet”. Son auténticos jeques sin turbante, que comparten el botín con otros como ellos venidos desde fuera. Un puñado de grandes corporaciones rentistas, «buscadores de tesoros” como los llama el diario Financial Times, se han adueñado de todo Chile.Han deformado la economía, que vive de la veleidosa renta de los recursos naturales. Han desmantelado buena parte de la industria donde el trabajo agrega valor en la producción para el mercado de bienes y servicios, que es la fuente exclusiva de la moderna riqueza de las naciones. Esa es la causa principal de la precariedad del empleo, la debilidad de los sindicatos, la mala distribución del ingreso, la vulnerabilidad a los precios de materias primas y el aislamiento de la gran tarea de construcción de una América Latina integrada. Todo eso es lo que el país está hoy empeñado en corregir. La abrumadora mayoría está convencida de ello y crecientemente dispuesta a movilizarse para lograrlo. Los partidos políticos progresistas han dado muestra una vez más de la flexibilidad que les ha permitido formar coaliciones que han logrado recoger las demandas de cada momento, con sólo dos excepciones en un siglo, la segunda de trágicas consecuencias.
Los «Hijos de Pinochet” ya no pueden continuar ejerciendo una hegemonía que desde el golpe no está basada en la razón sino en la fuerza. En el terrorismo de Estado primero y más tarde en una constitución tramposa, que el pueblo sólo ha tolerado por el deseo de evitarse enfrentamientos como los de los años 1980. Hasta ahora.
Siempre ocurre de esta forma. Como enseña la ciencia política clásica, las elites siempre ejercen su hegemonía principalmente por consenso basado en su capacidad de dirigir la producción, sin excluir el uso esporádico de su monopolio de la violencia. Sólo aquellas que viven su ocaso se apoyan principalmente en esta última, pero no hay pueblo que lo aguante por mucho tiempo.
Así por ejemplo, la elite de Afrikaners blancos sudafricanos, que comparten con la oligarquía chilena su origen en colonos pobres arribados el siglo XVI, recién en 1948 implantó las infames leyes del Apartheid. Fue su intento postrero de mantener por la fuerza la hegemonía que ya no podían basar principalmente en el consenso, como habían venido haciendo durante siglos.
Les duró poco. Se vieron forzados a aceptar que la abrumadora mayoría no blanca de una población ya urbanizada asumiera la conducción del Estado y penetrase crecientemente a la propia elite económica y social, transformándola gradualmente a su imagen y semejanza.
Está ocurriendo en Chile. La democratización del Estado y renacionalización de los recursos naturales es lo esencial para lograrlo. En el ocaso de los «Hijos de Pinochet”.
Basado en el ensayo «De Generaciones. El ocaso de los «Hijos de Pinochet” escrito por el autor para la revista New Left Review, Londres