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Después de purificarse en el manantial de Castalia, la pitia cruzó el bosque de laureles consagrado a Apolo y caminó hacia el templo por la ladera del monte Parnaso. Al ingresar en el recinto sagrado descendió hasta el adyton, aquella cámara subterránea donde realizaba los vaticinios. Bebió el agua del Kassotis, que brotaba desde las fauces de una cabeza de león esculpida en el muro, para recibir de ella el don profético de las musas, masticó algunas hojas de laurel y se encaramó en el trípode. Invocando al dios aspiró el pneuma y se dispuso a profetizar, pero antes de entrar en trance alcanzó a divisar el rostro aterrado y escuchar la voz temblorosa del que hacía la consulta. Luego, cuando la ramita de laurel que sostenía entre los dedos empezó a vibrar la invadió el entusiasmo y ya no supo más de sí, pues había dejado de ser ella misma. Ahora era Apolo quien hablaba por su boca, mientras el consultante recibía los augurios con alivio o sobresalto, según fuera el caso.
Escenas similares deben haberse repetido innumerables veces, tanto en el Oráculo de Delfos como en otros santuarios de menor importancia, durante los más de mil años en que se practicó esta tradición adivinatoria en la Grecia antigua. Prever, anticiparse, conocer el futuro personal así como el del grupo social al cual se pertenece constituye, más que capricho o mera curiosidad, una necesidad existencial para el ser humano, porque en ese tiempo remoto habitan sus sueños, sus aspiraciones y hacia allá lanza sus proyectos. El presente solo tiene sentido cuando se lo experimenta como un medio para la realización de esos anhelos, y entonces descifrar el comportamiento de los vientos del mañana se convierte en un ejercicio crucial.
En tanto se creyese que el destino individual y colectivo dependía de los herméticos designios de algún dios, era posible recurrir a sus intermediarios para conocerlo. Pero hoy, cuando esos dioses han muerto o si es que existen están muy lejos de nosotros, la interpretación respecto del curso que tomará la historia solo puede obtenerse por el análisis racional de los datos que va aportando el presente. O bien, gracias a la intuición de algunos espíritus más sensibles capaces de sintetizar velozmente ese caudal de información y detectar las tendencias que configurarán el futuro. Si aquello que va a suceder solo fuese consecuencia de una combinación azarosa de acontecimientos puntuales, no se podría hacer ciencia y entonces el estudio de la historia no tendría ningún sentido. El ser humano quedaría al garete en el infinito mar de la incertidumbre, sin participación alguna en la construcción de su destino. Esa angustiosa exigencia es la que ha empujado a los investigadores de distintas épocas en su intento por dilucidar las leyes que rigen los procesos históricos[1].
La clave del devenir
Cuando se afirma la libertad como máximo valor, la cuestión fundamental consiste en determinar si el ser humano se encuentra en una posición de víctima pasiva del suceder o puede convertirse en gestor activo (y efectivo) de su propio destino. Para resolver este arduo dilema es necesario descubrir cómo “ocurre” ese devenir, cómo se van enlazando los acontecimientos y cuáles son aquellos hilos secretos que gobiernan la dinámica histórica, estableciendo de este modo el grado de incidencia que pudiese llegar a tener la acción humana en una determinada circunstancia. En suma, se trata de discernir si la historia se desarrolla con total independencia del ser humano (y entonces da lo mismo que responda a la voluntad de los dioses o al mero azar); o si mediante su intervención está en condiciones de modificar el curso del proceso, lo cual colma de sentido a su acción en el mundo.
Para no ir demasiado lejos, Carlos Marx creyó haber descubierto la fórmula. A la estratificación del cuerpo social en clases -idea que en su época ya estaba circulando- le agregó una cierta estructura dialéctica tomada de la filosofía de Hegel (que él trasladó del ámbito de las ideas al mundo material a través de la famosa “inversión dialéctica”)[2], una concepción materialista del proceso histórico determinado básicamente por las relaciones de producción, el ejemplo empírico de la Revolución Francesa, algo de darwinismo (del cual su amigo Engel era un seguidor ferviente) hasta llegar a concebir la “lucha de clases” como el motor de la historia. A partir de ese hallazgo, la acción política revolucionaria consistía en promover y exaltar esa lucha, cuyo “paso” dialéctico tenía como protagonista a la clase trabajadora o proletariado. Se trataba entonces de extender la conciencia de clase y organizar a los trabajadores con el propósito de acceder a las posiciones de poder, desplazando de ahí a la burguesía capitalista que las ocupaba desde 1789 en adelante.
Nadie puede decir que el marxismo no intentó validar empíricamente esta tesis, considerando que su empeño se ha sostenido durante casi dos siglos. Habría que ver lo que dirían Marx, Engel, Lenin y otros compañeros que vivieron con pasión y compromiso sus convicciones, si los pudiésemos traer al mundo de hoy. El capitalismo extremo neoliberal se ha extendido por el planeta, barriendo con los últimos vestigios incluso de un socialismo moderado como el que representaban los estados de bienestar europeos. En este capitalismo moderno, más financiero y de servicios que productivo, las clases sociales se han desdibujado casi por completo y hoy los trabajadores tienden a identificarse como miembros de una difusa “clase media”. Si el fracaso del marxismo se debió a errores en la ejecución de su proyecto o a que la concepción del proceso histórico era equivocada es un asunto que aún no se ha discutido cabalmente, pero es necesario que esa discusión se efectúe en profundidad y con la máxima urgencia, para así poder despejar el camino a nuevas categorías de análisis que permitan darle continuidad y un nuevo sentido a la acción política.
Si bien Marx buscó con ahínco y creyó descubrir el secreto del devenir, intentando justificar con ello la necesidad de la acción humana para transformar la sociedad, se equivocó en una cosa, tal vez influido por el ambiente mental de una época donde la ciencia físico-matemática constituía la gran panacea: puso ese motor afuera del ser humano, en un principio que era ajeno a su propia intención (la clase social). Pero en su tiempo cometer tal error era comprensible, puesto que las filosofías de la vida estaban recién empezando su reflexión y las claves de la interioridad humana eran un enigma aún más profundo que las claves de la historia.
Cabe preguntarse por qué fue un error. Después de todo, era una propuesta que asignaba al ser humano un papel dentro de un proyecto mayor postulando que, gracias a dicha intervención, las cosas iban a cambiar en la dirección esperada y además fue capaz de movilizar a grandes conjuntos durante un largo período de tiempo. De hecho, las cosas sí cambiaron: muchas de las conquistas de los trabajadores se alcanzaron gracias a esas luchas. Pero a poco andar, la causa terminó deshumanizándose completamente, con nefastas consecuencias para muchos de aquellos luchadores bienintencionados y eso sucedió porque se miró al ser humano como un factor material más, es decir, desde afuera.
Si el destino humano no obedece al mandato divino ni está determinado caprichosamente por el azar, así como tampoco responde a una suerte de necesidad causal, a la manera de los fenómenos físicos, entonces ¿qué o quién lo forja?
La historia humanizada
Sin duda que desentrañar ese “adentro” propio de lo humano no es tarea fácil. El intento ha implicado muchas décadas de reflexión para rebatir la mirada ingenua de la ciencia, que ha tendido a estudiar la subjetividad tal como se aborda el estudio de cualquier otro objeto del mundo natural. La deshumanización de la historia puede explicarse, en buena medida, por el sesgo positivista asumido por las ciencias sociales.
En términos muy generales, esas deliberaciones concluyeron que la acción humana no podía explicarse como obediencia ciega a las fuerzas de una supuesta mecánica histórica cuyas condiciones objetivas empujaban el proceso de manera inexorable, con total independencia del individuo. Al contrario: se descubrió que su despliegue hacia el mundo siempre estaba sostenido por un pro-yecto querido y sentido entrañablemente. Por tanto era una elección, afirmando de una vez y para siempre la cualidad libertaria del ser humano, cualesquiera fuesen sus particulares circunstancias condicionantes.
Tal vez la proposición más contundente que se haya formulado hasta ahora para explicar el movimiento de la historia desde adentro, es decir, como consecuencia de una actitud intencional hacia la transformación del mundo sea la teoría de las generaciones, desarrollada por el filósofo español José Ortega y Gasset. Según este pensador, las generaciones se constituyen como cuerpos colectivos unitarios gracias a un cierto “paisaje”[3] vital y una sensibilidad que comparten. Entonces, el factor que impulsaría los cambios sociales no sería el choque mecánico entre estructuras económicas antagónicas, como postulaba el marxismo, sino que una diferencia de proyectos vitales entre la generación ya instalada en los espacios de poder (en sentido amplio, no solo político) y aquella más joven que discute el orden establecido y quiere desplazarla[4].
Así, de acuerdo a esta tesis, la unidad de propósito necesaria para cohesionar a un conjunto humano mayor tiene raíces muy profundas pues se construye desde adentro, desde la subjetividad, y no en torno a cuestiones circunstanciales como pueden serlo las condiciones socioeconómicas. Además, el reemplazo generacional asegura una continuidad en la dinámica histórica.
Pero, ¿se ajustan estas descripciones al comportamiento colectivo en el momento actual?
[1] “…En este pasar, el hombre no tendría otro papel que el de un frontón sobre el cual caen los fortuitos pelotazos de un extrínseco destino. La historia no tendría otra misión que tomar nota de esos pelotazos uno a uno. La historia sería puro y absoluto empirismo. El pasado humano sería una radical discontinuidad de hechos sueltos sin estructura, ley ni forma.” “En torno a Galileo”, José Ortega y Gasset.
[2] “Mi método dialéctico no sólo es fundamentalmente distinto al método de Hegel, sino que es, en todo y por todo, la antítesis de él. Para Hegel, el proceso de pensamiento, al que él convierte incluso, bajo el nombre de Idea, en sujeto con vida propia, es el demiurgo de lo real; y lo real constituye únicamente la forma externa en que la idea toma cuerpo. En cambio, para mí lo ideal no es más que lo material transferido y traducido en el cerebro de los hombres (…) El hecho de que la dialéctica sufra en manos de Hegel una mistificación no obsta para que haya sido él quien primero supiera exponer de un modo amplio y consciente sus formas generales de movimiento. Lo que ocurre es que la dialéctica aparece en él invertida, puesta de cabeza. No hay más que darle la vuelta, mejor dicho, ponerla de pie y en seguida se descubre bajo la corteza mística la semilla racional.» Marx, “El capital”.
[3] En realidad, la noción de “paisaje” no es de Ortega sino de Silo, quien desarrolló las bases teóricas del Humanismo Universalista. Este término da cuenta de una conciencia activa, en contraposición a la conciencia pasiva entendida como reflejo del mundo externo propia de otras corrientes de pensamiento. Ver el libro “Humanizar la Tierra”, Silo.
[4] “…Vemos que la más plena realidad histórica es llevada por hombres que están en dos etapas distintas de la vida, cada una de quince años: de treinta a cuarenta y cinco, etapa de gestación o creación y polémica; de cuarenta y cinco a sesenta, etapa de predominio y mando. Estos últimos viven instalados en el mundo que se han hecho; aquéllos están haciendo su mundo. No caben dos tareas vitales, dos estructuras de la vida más diferentes. Son, pues, dos generaciones y, ¡cosa paradójica para las antiguas ideas sobre nuestro asunto!, lo esencial en esas dos generaciones es que ambas tienen puestas sus manos en la realidad histórica al mismo tiempo, tanto que tienen puestas las manos unas sobre otras en pelea formal o larvada.” “En torno a Galileo”, José Ortega y Gasset.