Uno o dos días después de que el pueblo reeligiera a Cristina Fernández como presidenta con el 54% de los votos, en octubre de 2011, Mempo Giardinelli comenzó su artículo en Página 12 con estas palabras: «La sociedad argentina ha decidido no suicidarse». No quiero imaginar cómo comenzará el artículo del análisis en caliente en la elección de 2015 si el Frente Renovador o el PRO o algún engendro aliancista de derechas más o menos maquillado de centroizquierdismo se impone entonces. Es que, a propósito de la saludable puja salarial que es consustancial con el régimen de paritarias (que los gobiernos de esta década restituyeron), empiezan a aparecer síntomas preocupantes de inestabilidad política, aunque no institucional, felizmente y por ahora.
Es casi una verdad de perogrullo que cualquier sociedad que no tiene conflictos está muerta, no existe. El Imperio Romano y el Austro-Húngaro ya no sufren convulsiones políticas, económicas ni sociales. Es así, se avanza a golpes de conflictos y se retrocede a golpes de Estado (clásicos, como el de 1973 en Chile o el de 1976 en nuestro país, aunque las nuevas estrategias de la resaca del neoliberalismo está poniendo en ejecución los golpes llamados blandos, como hoy en la Venezuela bolivariana). O a golpes económicos y mediáticos.
Los conflictos salariales que conmueven a la sociedad argentina por estos días no parecen tales. Inclusive, tengo la sensación de que no lo fueron ni siquiera desde sus inicios. Me explico, o trato. En toda negociación, de cualquier tipo que sea, las partes resignan posiciones recíprocas hasta alcanzar el acuerdo que las conforme. Si una de ellas se sienta a negociar con la premisa de no ceder un ápice de su demanda inicial se rompe la lógica de la negociación. Predomina entonces la voluntad de doblegar, de someter al otro. Agréguese la virulencia en el lenguaje público de los dirigentes para demostrar fortaleza y poder ante sus seguidores y no debe sorprendernos que se produzcan agresiones como la que sufrió, ladrillazo mediante, la ministra de Economía de la provincia de Buenos Aires, Silvina Batakis. Aunque después vengan los discursos de repudio de los mismos que crearon el clima propicio para el exabrupto. Se parecen a esos empresarios que explotan a sus trabajadores todos los días y resuelven sus asuntos de conciencia con dos retiros espirituales por año.
Otro ejemplo. Los estatales de Mendoza no piden, exigen un 45% de aumento, retroactivo a enero, a revisar en junio próximo, pese a que el régimen de paritarias es anual. O sea que calculan una inflación de 90% para todo 2014 (algo así como el IPC Wermus o Bermúdez o Altamira). Una chifladura que, puesta en boca de mi nieto, podría ser atribuida a la influencia de algún animé oriental. Como el combustible de las protestas lo ponen los grupos de cierta izquierda recalcitrante podemos caer en la trampa de pensar que estos dirigentes son hijos de aquella consigna del mayo francés: «Seamos realistas, pidamos lo imposible». Pero no, el apriete se parece más al remanido y fracasado lema troskista de «Cuanto peor, mejor» que, a juzgar por la experiencia histórica no ha logrado más que inmolar a miles de sus militantes mientras el capitalismo se ríe a carcajadas de esa tradición que desnuda una permanente vocación por justificar su incapacidad para generar y construir poder político.. O al «Todo o nada» de los 70, tan absurdo y retrógrado como aquél. Y ya sabemos cómo nos fue.
Lo que pretendo destacar es el contenido de clase que muestran quienes no quieren dar clases. En mi provincia, además de los maestros, están en pie de guerra los trabajadores estatales, los judiciales, los choferes y los de la salud. Todos son gremios de actividades de servicios. No producen bienes materiales sino intangibles. Unos educan, o deberían, otros forman parte del necesario aparato burocrático estatal, o de la maquinaria judicial o del transporte público o del estamento sanitario no privado. Digo, sin dar más rodeos, que son integrantes de la robustecida clase media nacional que este modelo hizo crecer y consolidar. Entonces, no hacen otra cosa que repetir sus vicios, características y virtudes. Temen caer (o recaer) en los abismos de la marginalidad a que los había arrojado la política del Consenso de Washington, desde el 76 y antes, hasta los 90, la denominada, con justicia, «segunda década infame». Y desesperan por alcanzar las categorías sociales de los iconos mediáticos del empresariado frívolo y exitoso, de las figuras de la farándula con sus yates y sus culos o de los amores publicitarios de estrellas deportivas y señoritas sin bombacha y sin cerebro en actividad. ¿Eso impide que pretendan vivir mejor y traten de alimentar sus cuentas bancarias? Claro que no. Simplemente, explica su comportamiento a la hora de tratar de lograrlo. Los obreros que, día a día, hacen la riqueza material del país, los que son la materia prima del intento de reindustrialización, después del remate obsceno del patrimonio nacional por obra y desgracia del neoliberalismo, no son la «razón instrumental» a la que aludían los pensadores de la Escuela de Frankfurt. No son recurso humano, son personas, y no máquinas, que saben de épocas de humillación, dolor y desgobierno. Se levantan cada mañana para ir a laburar, hacen el amor, compran televisores, lavarropas, venden su capacidad de trabajo y aspiran a mejorar su calidad de vida, pero con humildad y alegría. Por eso arreglan sus reivindicaciones con sus adversarios de clase, con matices y con lucha, pero con la racionalidad de quien comprende que no se puede comparar a Cristina Fernández con Fernando de la Rúa, ni a Francisco Pérez con Julio Cobos. O a Villa Manuelita, ejemplo heroico de resistencia en tiempos de represión salvaje, con una lucha por la negociación paritaria por aumento de salarios. Dicho son sabor de malbec y color de álamos en otoño, Raquel Blas no es Florencia Fossati y Roberto Baradel no es Alfredo Bravo, ni Isabel Del Pópolo es Juan Ingalinella o Ramón Carrillo. Entiéndase que no asumo la defensa de Daniel Scioli ni de Paco Pérez y sus gobiernos que, a menudo, encaran y resuelven tarde y mal los conflictos que se le plantean. Se trata de algo mucho más profundo.
Otro síntoma. Nadie, ninguno de los figurones de la oposición ha emitido declaración a favor de los trabajadores enfrentados con el gobierno. Ni siquiera para aprovechar el clima de dificultades que se le presenta a los funcionarios a la hora de dirimir estos conflictos. Ni Massa, ni Macri, ni Cobos, ni Binner, ¡ni Carrió!, ni sus jefes periodísticos Morales Solá, Leuco, Eliaschev, Ruiz Guiñazú, Lanata, Fernández Díaz o Bermúdez. Silencio elocuente. O porque ellos también tendrían esas dificultades si fuesen gobierno (toco madera) o porque esos dirigentes gremiales y políticos (los Altamira, Pitrola y Del Caño) les están haciendo el trabajo sucio, mientras los ut supra nombrados afilan los dientes para comérselos crudos a ellos también, tal como enseña la experiencia histórica.
A esta altura de mi textículo justo es reconocer que no hay noticias de corrupción económica en el curriculum de estos sindicalistas. No son empresarios, como en otros casos conocidos, no contratan patotas para arrojar desde un puente a un semejante ni nada por el estilo. Eso sí, son ejemplos de corrupción ideológica explícita.
Por último. O penúltimo. Si los métodos utilizados para chantajear al gobierno cuentan con el apoyo mayoritario de las bases de esos gremios (es evidente, hay que ser honestos y admitirlo) es no sólo por la composición de clase de esas mayorías sino porque estamos perdiendo (al menos en este campo) la batalla cultural para que sus integrantes entiendan y asimilen las virtudes del modelo que, en muchos casos, los rescató del ostracismo social y en otros los sumó a una condición material y simbólica nueva. Habrá que preguntarse en qué fallamos, qué nos pasó, en qué nos equivocamos y corregir los errores antes de que sea demasiado tarde.
Con la imaginación puesta en 2015, digo que no importa si el balazo es en el paladar, la sien o el corazón; si el método es por ahorcamiento, ingesta de anhídrido carbónico o barbitúricos o las ruedas de una locomotora nos pasan por encima. El resultado final es el mismo: la muerte. No trabajemos entonces para que mi querido amigo Mempo comience su artículo del análisis electoral del año próximo así: «La sociedad argentina ha decidido suicidarse».