Por Eduardo Montes

La presente nota no tiene como objeto explicar el fenómeno inflacionario ni proponer soluciones estructurales al mismo, sin embargo se iniciará con un somero listado de posturas al respecto.

La intención esencial es la de mostrar posibles herramientas para “defender el peso”.

Causas de la inflación según diversas tendencias económicas:

1) Tirón de la demanda. Considera que la inflación se genera cuando el estado, las personas y las empresas comienzan, en conjunto o, separadamente, a aumentar su gasto en inversión o consumo (esto puede estar enlazado, se invierte más para dar respuesta al mayor consumo, o se consume más porque hay más bienes disponibles).

2) La inflación de costos. Cuando aumentan los costos de las empresas. Entre estos se consideran a los salarios, las materias primas, los impuestos, los intereses financieros, etc. Pero, fundamentalmente, se refiere al aumento de salarios y a los mismos atribuye el motivo de la inflación. Es uno de los pretextos más utilizados embozado detrás del concepto de “competitividad”.

3) La visión estructuralista. Para algunos economistas, en particular de origen latinoamericano, las anteriores causas no son suficientes para explicar los fenómenos inflacionarios. En particular, en economías en desarrollo económico, es necesario considerar los desajustes preexistentes así como las tensiones económicas, sociales y culturales que suelen evidenciarse en el curso de dicho desarrollo

Los principales problemas que se señalan son:

a) Sistema tributario inflexible y regresivo.

b) Deficiencias en las estructuras productivas.

c) Los términos de intercambio desfavorables.

d) Deficiencias de orden institucional, social o político.

e) Distorsiones en el crecimiento económico que lleva a imitar a los países avanzados en dicha materia, mediante un consumo, según ellos, no acorde con el desarrollo del país.

Constituye toda una discusión teórica determinar si estos enfoques aún contienen núcleos vigentes de aplicación universal.

4) La visión monetarista. Según esta corriente es suficiente con mantener sin cambios la circulación monetaria para impedir el surgimiento de la inflación, básicamente restringiendo la emisión monetaria y el crédito al consumo o a la inversión.

Diversos protagonistas de la actividad económica de un país suelen adoptar las explicaciones que mejor representen sus intereses. Por momentos se producen “modas” teóricas, como lo fue el auge de las teorías monetaristas de los “Chicago boys” de las décadas del ’80 y ’90. Actualmente, aun manteniendo los paradigmas de la globalización y de la “libertad” económica (neoliberalismo), surgen críticas e implementaciones encuadradas en la “heterodoxia” keynesiana o similar. Ninguna cuestiona, real y seriamente, los mecanismos esenciales del capitalismo, hoy, básicamente, financiero y especulativo.

La expectativa

Pocos mencionan, o lo hacen al pasar, la incidencia de las “expectativas inflacionarias” y la posibilidad de inducirlas por medio de una propaganda adecuada. Este fenómeno puede no explicar la esencia de la inflación, que puede ser explicada por cualquiera de los factores mencionados anteriormente, pero colaboran en llevarla más allá de lo que los factores “objetivos” presuponen.

Un ejemplo por la inversa es el caso de Japón, lleva veinte años de casi estancamiento del crecimiento económico. El nuevo gobierno ha decidido la duplicación de la base monetaria en el término de dos años, sin embargo las expectativas inflacionarias son muy bajas y es improbable que haya una inflación mayor al 2% anual. Esto tiende a explicarse por la preferencia del pueblo japonés por el ahorro antes que el consumo.

Según algunos autores la inflación tiene los siguientes efectos:

1) Disminuye el valor de los salarios 2) Aumenta las ganancias de los empresarios 3) Afecta a los que perciben ingresos constantes (asalariados) y beneficia a los que pueden subir los precios (fabricantes, comerciantes, intermediarios, etc.).

Soluciones propuestas por los especialistas en el tema:

1) Equilibrar el presupuesto estatal igualando gastos e ingresos. Esto puede obtenerse por medio del aumento de impuestos o, reducir los mismos mientras se reduce el gasto público (consistente mayormente en salud, educación, seguridad, defensa, etc.).

Algunas paradojas que se presentan son que al aumentar los impuestos disminuye el poder de compra de los consumidores, a la par que se reducen las ganancias de las empresas, con lo cual disminuye la recaudación impositiva, con lo cual aumenta el desequilibrio entre gastos e ingresos.

Otra opción es la de reducir los impuestos, lo que puede hacer que aumente la demanda, y los precios, si las personas y las empresas, en lugar de ahorrar, aplican ese excedente al consumo o la inversión.

2) Restricción del dinero. Aumentando tasas de interés, disminuyendo con esto el consumo y la inversión productiva. Este tipo de medidas tiende a hacer desaparecer a la pequeña empresa, la cooperativa, el emprendimiento personal, etc., dejando el campo orégano para las grandes empresas nacionales o multinacionales que tienen mayor margen de resistencia a estas situaciones.

La paradoja que se presenta es que una medida destinada a combatir la inflación termina por consolidarla, produciendo un fenómeno conocido como estanflación (estancamiento e inflación), basado en la necesidad de endeudamiento por parte del estado (por caída de ingresos y gastos no ajustables) y en el mecanismo (ilegal) de acuerdos de precios entre grandes empresas dominantes (liberadas de la competencia de agentes menores, según se vio).

3) Provocar una gran recesión. Básicamente se trata de provocar una gran disminución de salarios y alta desocupación. Las principales beneficiarias son las empresas ligadas a la exportación, especialmente aquellas que se dedican al comercio de la producción primaria o basada en materias primas de origen nacional. La mano de obra suele ser barata y las condiciones de trabajo “flexibles” (modo de designar a la explotación y el trabajo esclavo con una palabra cargada positivamente).

4) Control de precios. Se pueden sugerir límites a los aumentos de precios y salarios. Obviamente, con una posibilidad casi nula de éxito. Los empresarios siempre van a tratar de aumentar sus precios (y con ellos su ganancia) y los sindicatos siempre van a “pelear” los salarios de sus agremiados. A ambos términos les conviene el desequilibrio, unos de manera directa y a otros por el protagonismo político que obtienen en los momentos de crisis.

Es casi una ingenuidad pensar que las sugerencias de control pueden tener algún tipo de posibilidad de funcionar.

Otra forma de control de precios se establece por medio de acuerdos entre el gobierno y las cámaras que agrupan a los empresarios de diversas ramas productivas y/o de servicios.

También los controles de precios pueden originarse en decisiones tomadas unilateralmente por los gobiernos con carácter de obligatorias para los agentes económicos. Suelen ser muy resistidas por los empresarios, no puede esperarse menos.

En definitiva, más allá de teorías y remedios, existen dos formas de controlar la inflación, una es la disminuir los ingresos de los asalariados, otra es la de disminuir la ganancia empresaria.

Toda la publicidad paga está orientada a mostrar que los gobiernos son responsables de todo, que las empresas están compuestas por seres angélicos que no tienen más remedio que aumentar sus precios para poder mantener las fuentes de trabajo (porque ellas, básicamente, “dan trabajo”) y que la gente de a pie debe aprender a “ajustarse el cinturón” (metáfora de lo que la canciller alemana Angela Merkel propuso cuando dijo que “España debía devaluarse para tener competitividad”. Se refería en realidad a los salarios de los españoles, no a toda España).

Cada uno puede elegir la explicación, el diagnóstico o el remedio que le parezca más acorde con su propia sensibilidad, pero lo importante será siempre qué tipo de caminos toman los gobiernos, que políticas públicas implementan y qué objetivo final tienen, reducir salarios o reducir la ganancia del capital. Algunos, aunque no lo expresan con nitidez, dicen que la ganancia es inflexible, todo lo demás es negociable…

Una visión particular (no economicista)

Cuando se estudian los temas económicos, y en particular la inflación, se suele hablar en términos de ganancia, salario, bienes, servicios, crédito, etc., todo en un mismo plano. Se considera, por ejemplo, al trabajo como un producto más, que tiene su demanda, su precio, establecido por ese eufemismo que emboza las estratagemas de los poderosos y que han dado en llamar “mercado”, asimilándolos a aquellos viejos mercados medievales en que los productores trataban de intercambiar el excedente de su producción por los objetos (pocos objetos) que ellos necesitaban y no producían.

Comparar aquello con esto es un exceso de metáfora y un exceso de manipulación de significados. En fin, no es este un espacio de discusión lingüística, pero de cualquier forma es justo hacer algunas precisiones. La primera de ellas es que toda etapa inflacionaria no se da de golpe sobre toda la economía, comienza por algunos productos muy particulares, los alimentos. Sobre ellos la demanda no es flexible, o no es absolutamente flexible, llega un momento en que no se puede dejar de consumir, va en ello la vida. Se pueden disminuir las cantidades, las calidades, los caprichos o habitualidades, pero no se puede reducir el consumo a cero.

A partir de la experimentación sobre algunos alimentos, que suele expresarse en el aumento súbito e inexplicable de algún producto no del todo central (el tomate, la lechuga, la papa, el pimiento o alguna infusión), se va “acostumbrando” a los compradores a que los precios pueden subir.

Otras veces no es un producto específico el que aumenta sino una línea, por ejemplo, los lácteos, la carne, las hortalizas.

¿Quiénes son los responsables de los aumentos de precios de los alimentos?

Es muy difícil saberlo pero fácil de adivinar, porque lo que está claro es que el acopio, comercialización y distribución están en manos de pocas grandes empresas y que éstas tienen la cultura y la costumbre de la cartelización, es decir, el acuerdo para fijarse precios y no competir entre ellos.

En la Argentina se producen alimentos como para alimentar a 450 millones de personas. La población actual del país alcanza a los 40 millones, o sea que con 1/11 parte de esta producción puede alimentarse a todos sus habitantes y el resto, 10/11 partes pueden dedicarse al comercio exterior, a la exportación.

Según ésto, Argentina debería ser el paraíso del alimento abundante y barato. Pero esto no es así, desde el surgimiento del peronismo hasta la fecha, la inflación avanzó, vía alimentos, sobre el más mínimo aumento del salario real, sobre todo de las escalas más bajas.

Y, si bien, todo el mundo eleva sus reclamos cuando los precios aumentan, no está clara la decisión de defender el valor de la moneda por medio de la restricción del consumo irracional. Los únicos que ejercen una defensa involuntaria son aquellos que se ven obligados por la limitación de sus ingresos.

Se mencionó, anteriormente, al peronismo y es oportuno hacerlo porque a partir del mismo surgió un protagonista nuevo en el horizonte social, y este protagonista, entre otras cosas,quiso comer “lo mismo que todos”. Y esto, con idas y vueltas, se ha mantenido durante los últimos 60 años.

Acostumbrarse al aumento de los alimentos abre la puerta a los otros aumentos. Esto se produce cuando las expectativas inflacionarias están instaladas, no en los empresarios que hasta sueñan todas las noches con ellas, sino en los consumidores. A fuerza de “no defender el peso” y caer en el refugio de la queja o la protesta, esta voluntad de resistencia se resiente.

Cuando todos repiten que “100 pesos no valen nada”, ya están listos para que se los expropien sin mayores objeciones porque está instalada la expectativa inflacionaria en la conciencia del consumidor.

Cuando se habla de consumidor, como en muchas otras categorías “científicas”, se suele ser un poco liviano en su definición. No es lo mismo un consumidor de bienes indispensables para la vida que aquel que no tiene ninguna relación con ellos, o que su relación es tangencial. Ninguna persona rica se alimenta, es decir, su intención no es hacerlo, sino consumir bienes exclusivos, cualquiera sea su tipo. Serán alimentos raros o de alta calidad, licores extravagantes, platos con firmas prestigiosas, etc.

Otro tipo de consumidor lo constituye aquel que se encuadra, según economistas y sociólogos, en la clase media. Los individuos que se asumen como pertenecientes a dicha clase no pueden adquirir, por ejemplo, aviones o cuadros de Rembrandt, no pueden viajar todo el tiempo adonde les da la gana, no pueden especular con sus recursos personales contra monedas o bonos de deuda de grandes países. Nada de ésto puede hacer un miembro de la clase media, pero lo que nunca va a permitir es que se lo confunda con un pobre. Y lo primero que hacen los pobres es andar “contando el pesito”. Por supuesto que también él lo hace, pero no en cuestiones esenciales, no del mismo modo que el pobre, por lo tanto, nunca va a discutir precios de alimentos, ni va a cambiar de carnicero (ese que le corta tan bien las milanesitas), por un aumento (¡qué barbaridad este gobierno!) de apenas un 30%.

Con todo esto queremos decir que la clase media baja (aceptando a regañadientes esas clasificaciones sociológicas) o la clase baja están solas en la defensa del peso.

¿Y el gobierno qué hace? El gobierno podría hacer todas esas cosas que mencionamos al principio de esta nota de opinión, pero por ser un gobierno peronista, y que se pretende progresista, puede tomar algunas tibias medidas de corrección monetaria, pero está “obligado” a intentar el control de los precios, está obligado a intentar detener la espiral inflacionaria afectando lo menos posible a las clases populares (su “clientela”, según diversas oposiciones).

Pero, el control de precios nunca ha funcionado, aun cuando fuera concertado y aun cuando se supone que los empresarios obtienen algún beneficio. Por ejemplo, se puede acordar una lista de productos con precios invariables por un determinado período, a cambio de liberar los precios de otra gama de productos similares. Los empresarios suelen aceptar este tipo de acuerdos porque cuentan con dos ventajas a favor: 1) los consumidores de clase media, automáticamente, van a consumir los productos que estén fuera de la lista de control (no sea que los confundan con algo que no son). 2) El gobierno no tiene capacidad para controlar el cumplimiento, con lo cual van a cobrar, bajo la cobertura del control-de-precios-que-no-va-a-funcionar, lo que les venga en ganas.

Es como si el control de precios fuera el banderazo para iniciar la carrera de los precios. Todo esto con la colaboración inestimable de los medios de comunicación que informan hora por hora, todas las variables que preanuncian el hundimiento del planeta, por lo menos en este barrio, además de la consabida clase media que, si bien no puede comprar un Rolex de oro, puede comprar un kilo de cuadril sin mirar el precio o puede llenar el carrito en el supermercado con cara de “qué me importa cuánto cueste”.

Novedades tecnológicas

La mayor parte de los estudios, en muchos campos, tienen un grado de madurez cercano a la ancianidad. Muchos han sido concebidos en épocas en que la comunicación social debía pasar por muchas intermediaciones (boca a boca). Un poco todavía existen resabios de esos fenómenos, pero la tecnología está poniendo a disposición instrumentos que no existían cuando se fijó la idea de que determinada cosa podía hacerse o no hacerse.

Están bien las propuestas de boicot, de “apagón” de consumo, pero eso no lo pueden hacer las personas que viven al día y que “al día” realizan sus compras. Está bien, es simbólico, recordatorio de la situación, pero no parece eficaz.

Están bien los escraches con afiches o pintadas, pero aparte de la casi obsolescencia de la modalidad, parecen más bien un recurso para no sentir que no se hace nada.

Cuando se decía que no se pueden controlar los precios, antes, se decía una gran verdad porque, o no se contaba con un cuerpo de inspectores suficientes o, se contaba con él, pero era, fácilmente, sobornable. Sea por la vía de la carencia o por la vía de la corrupción el hecho es que los controles no funcionaban. Pero actualmente no son necesarios los inspectores, por lo menos no en número extravagante. Hoy es suficiente con que los perjudicados denuncien las ilegalidades para que, si el número es importante, comience a  ganarse terreno en esto de defender el peso.

Es difícil que la gente conserve la indignación hasta llegar a su casa y, una vez acondicionadas las compras en la heladera, se siente y marque un 0800 para hacer un reclamo denunciando tal o cuál ausencia de producto, tal o cuál remarcación fuera del acuerdo. Si no se le pasó el enojo a las dos cuadras del super, seguro se le va a pasar el enojo (con el super) después de escuchar cinco minutos la musiquita de espera. Entonces su ira se va a transferir al 0800 y de éste al gobierno. Y va a terminar diciendo que, no sé cuándo, estábamos mejor (seguramente con alguien que aplicaba mano dura).

Lo que necesita este consumidor en particular son dos cosas: Una es subjetiva y es volver a apreciar los 100 pesos, éstos no valen lo mismo que antes ni lo mismo que valdrán después, pero aún tienen un valor y es el que hay que defender. Es necesario detener ese  mantra malsano que reza “100 pesos no valen nada”. Otra cosa que necesita es utilizar las herramientas tecnológicas que tiene profundamente incorporadas: el smartphone (teléfono inteligente, conectado a internet, a las redes sociales) con el cuál puede identificar los productos bajo acuerdo, verificar sus precios y denunciar las infracciones. Todo con la pulsación de unos pocos botones, cosa para la cuál están ampliamente adiestrados los pulgares del homo sapiens argentino.

La gracia puede culminarse con la difusión de los pormenores vía redes sociales, llámese facebook, twitter, google+ o lo que sea. Felizmente, las clases populares se llevan de maravillas con las nuevas tecnologías.

¿Los controles de precios no funcionan? Muchas cosas que antes no se podían, ahora se pueden, y viceversa. Ahora hasta puede pasar que gente que no lo necesita defienda el dinero de otros, no por solidaridad ideológica, no por política, sencillamente porque se ha tornado más humano y comprende las situaciones de otros seres humanos. Es algo así como haber extendido las fronteras de lo humano más allá del propio espacio aéreo. A la larga el beneficio es para todos, excepto quizás para aquellos cuyas famélicas aspiraciones los impulsan a apropiarse de todo.

¿Y si los interesados no hacen nada de eso? Bien, será porque no se han enterado, no se les ha ocurrido, será porque les parece que está bien, porque no están tan mal como dicen, o porque no les importa, o porque no quieren. No se puede reemplazar la intención de un conjunto con voluntarismos personales. Se puede difundir una idea, proponer una solución y hacer hasta dónde indiquen los propios límites, pero nada más.

Y la historia irá diciendo cómo siguen las cosas. Pero mientras tanto se podría intentar que los felices poseedores de smartphones con acceso a internet denuncien a troche y moche hasta llegar, qué se yo, un millón de denuncias, por decir algo. Tal vez antes las empresas se avengan a respetar los acuerdos o tal vez antes el gobierno los haga respetar.

Algunos dirán que eso es corto, que a la larga los problemas estructurales vuelven, etc., y es cierto, pero también es cierto que muchas personas van a morir este año, o el que viene, o en un lustro o un decenio. Esto hasta puede suceder entre los que abogan por el largo plazo. La respuesta coherente, sin escamoteo, es que mientras construimos el futuro según las aspiraciones debemos transitar el presente dando respuesta a las necesidades.

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