Cené poco. Y tomé menos. Apenas unas lonjas de carne fría, solomillo de cerdo y pescetto (¿te acordás, Juan?), con salsa de berenjena y tomate y otra con palta. Coca Cola y, de postre, helado de mousse de limón con vino Chenin. Una delicia. O sea, de resaca etílica y gastronómica, casi nada. Hablo de la otra, la mediática. Vicio profesional intacto pese a que estoy transitando mis primeros días de vacaciones.
La semana anterior al 24 de diciembre el Colegio Notarial de Mendoza publicó en los principales diarios locales un documento en el que manifestaba su oposición al proyecto de modificación del Código Civil y su fusión con el Comercial. Lo más insólito no es su oposición sino las razones. Según los escribanos no hace falta, está muy bien así como está. El mamotreto jurídico que rige las relaciones privadas de los habitantes de este páramo del sur del planeta está vigente desde 1869 por la «prepotencia de trabajo» de una comisión presidida por Dalmacio Vélez Sarsfield, según ordenaba el decreto firmado por Justo José de Urquiza unos años antes. El asunto es que los muy notables notarios zanjoneros no quieren que se modifique nada. Ellos son partidarios de las momificaciones más que de las modificaciones. Quizá sea pereza porque tendrían que ponerse a estudiar nuevamente y ya no hay papel secante, ni máquinas de escribir Underwood, o como se llamen, y la gente se sigue amando «aunque no tengan permiso» y ellos cobran un ojo de la cara y la yema del otro por certificar que el garabato que queda registrado en el libraco de su oficina es tu firma.
Su declaración ratifica una característica ancestral de una porción importante de la sociedad mendocina. Tengo dicho que Mendoza atrasa. El resurgir de Cobos, ese pusilánime de cabotaje en la política argentina, el espasmódico amor por los émulos de Trotski entre ciertas capas medias provinciales y la inveterada costumbre de reventar la noche de niños, adultos y animales con pirotecnia (ese «lacre inalterable de la imbecilidad», como dice Norberto Soares), me lo confirman, pero nunca imaginé que existía un conglomerado burocrático que atrase más aún. En síntesis, por ahora: los escribanos locales dan fe, ese es su laburo. También dan lástima.
II
La lógica del martirologio. O puede ser la del morbo por la muerte y sus arrabales. Poco antes de terminar el año la voracidad mediática por sobrevolar la desgracia y, por eso mismo, vender centímetros de publicidad o segundos radiales y de pantalla, tuvo a la salud de Alfredo Alcón, ese eminente actor argentino, como protagonista. Especularon con su edad avanzada y mantuvieron a la clientela al borde de la histeria, con sus cámaras y micrófonos apostados en la puerta del sanatorio como cuervos sobrevolando los despojos. ¿Se morí o mejoraba? Por ahora, Alcón vuela más alto y, por supuesto, dejó de ser noticia. La obscenidad en capítulos. Un poco antes le había tocado el turno al gobernador de San Juan, José Luis Gioja, que vio cómo el helicóptero que lo transportaba se hundía en el tierral de un paraje llamado, paradójicamente, Valle Fértil. Fue el 11 de octubre pasado y aún trata de recuperar su anterior apostura. Va queriendo, pero sospecho que las empresas periodística hubiesen preferido un poquito más de drama o, su equivalente, un punto más de rating y algunos ejemplares más de venta en los kioscos del país.
Después, los excesos de tabaco, alcohol y otras sustancias le pasaron factura a Cacho (o Facho) Castaña. El cantor porteño está pagando por sus andanzas nocturnas, diurnas y vespertinas. Al sanatorio donde aterrizó su fatigado cuerpo se trasladó la requisitoria del morbo. Como, entretanto, se murió el Dr. Tangalanga, un humorista telefónico, típico ejemplar de la friboludez de los noventa, ya no se sabe si Castaña está mejor, igual o peor. Tampoco si Tangalanga dejó secuelas en el inconsciente colectivo nacional o no. Es que, poco antes del brindis del 31 de diciembre, se trituró «la capocha» (según la itálica expresión de nuestra Morocha) el germano Michael Schumacher. El múltiple campeón de Fórmula 1 estaba esquiando en los Alpes franceses y se despistó. Los medios esperan al acecho en las puertas del sanatorio de Grenoble. Gioja le dejó su lugar a Alcón, éste a Castaña, luego tuvo sus cinco minutos de fama fúnebre el cómicoide y finalmente, por ahora, Schumacher. La danza macabra sigue y espera la próxima tragedia.
III
Acá, mientras el calor nos tenía aferrados al aire acondicionado para poder subsistir más o menos lúcidos, fallecía José Antonio Chiavetta, Pepe. Me llamó mi amigo Luis Villalba. Lo había leído en Facebook, en un homenaje sentido y sincero que publicó el actor mendocino Darío Anís. El Pepe fue una figura señera en el ámbito cultural de Mendoza. Sobre todo, en teatro. Director, maestro de actores y un profundo conocedor de técnicas y vanguardias. Pepe era el padre de la destacada escritora Liliana Bodoc y de mis amigos y compañeros Hugo y Silvia. Hincha de Boca, cáustico en sus diálogos, fue un personaje singular en medio de la chatura provincial en la que, al sabio decir de Mempo Giardinelli, suele reinar cierta «mentalidad municipal». Enviudó dos veces y tiene el insólito récord, hasta donde sé, de haber sido el único ser humano que se fracturó la muñeca de su mano jugando al ajedrez. Si eso no es vehemencia y convicción…A su vez, era capaz de gestos de infinita ternura cuando me veía en una mesa de café y, sobre todo, al reconocer a mi hija Laura y sus pinturas.
Pues bien (o pues mal), ningún medio gráfico o digital de la provincia publicó nada. Ni la noticia de su partida ni, mucho menos, el homenaje que su trayectoria merece. Sólo el periodista Juan Villalba, en Radio Universidad, y los programas «Dicho de otro modo» y el nuestro, «El Candil», en Radio Nacional Mendoza, le hicimos una modesta justicia al reguero de arte que sembró Pepe. Ni siquiera haber sido el padre de una escritora famosa y formada en esta tierra (el primer tomo de «La saga de los confines» está dedicado a él) les alcanzó a los señores y señoras del periodismo vernáculo para dedicarle aunque más no sea un párrafo en la sección Cultura de los matutinos locales.
La lógica es la misma de lo desarrollado en el párrafo anterior, pero al revés. Como se trató de un trabajador del arte que no brilló en marquesinas titilantes no hubo cámaras ni grabadores para cubrir el dolor de los suyos. La muerte de Pepe no vende, entonces no merece segundos ni centímetros. El ADN de la crueldad mediática.
Sus cenizas fueron esparcidas en un teatro al aire libre, en el Parque San Martín. Ernesto Suárez, el Flaco, generoso y talentoso actor, lo despidió junto a los hijos y algún pájaro autóctono.
Julio Rudman
http://www.julio-rudman.blogspot.com
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