Era una hermosa reina. Tal como cuentan los libros de fantasía, con su cabello largo y rubio, sus vestidos de seda y oro, sus ojos azules de los cuales hasta el mismo cielo sentiría envidia.

Pero la reina tenía bigote. Todas las mañanas, al despertar, cuán deprimida se sentía al descubrir una gran cantidad de vellos largos y oscuros, en su hermoso rostro. De nada sirvieron los ungüentos del cosmetólogo real. Día tras día, el bigote aparecía como si nunca lo hubieran podado.

La noticia se esparció rápidamente por todo el reino, pero nadie había logrado ver ese bigote, ya que la reina dormía bien custodiada de noche, y de día, lo primero que hacía era afeitarlo cuidadosamente. Al no existir cámaras fotográficas (ni comunes, ni digitales) los paparazzi del reino no tenían más remedio que dibujar, trabajo que llevaba mucho tiempo y era muy riesgoso.

Un bello día de abril la reina despertó sintiéndose algo liviana. Pensando que era por el éxito de la dieta a base de alcauciles nigerianos que estaba haciendo, fue tranquila a la sala de baño, para su afeitada real diaria.

El barbero del reino la miró con asombro, y ella, al mirarse en el espejo, notó el motivo de su liviandad. Sus pechos habían desaparecido.

Asustada, quitose la blusa, y para su desilusión en lugar de sus bellos senos, su pecho estaba plagado de un vello obsceno.

El barbero preguntó “¿le hacemos también el pecho, milady?” y estalló en una descontrolada carcajada, cosa que más tarde le costó el puesto de trabajo y la cabeza.

Al día siguiente, cuando despertó y se apuró al espejo, notó que sus brazos ya no eran tan delicados como antes, y que a cambio eran musculosos y peludos, con un tatuaje de una sirena y un ancla.

Así fue sucediendo que día tras día, aparecían nuevos cambios físicos, entre ellos, unos dientes de oro, unos dientes menos, una pierna peluda y una pata de palo. Ya no pudo disfrutar sus vestidos reales, sino que tuvo que usar las ropas del rey. Dejó de afeitar su bigote ya que a partir de ese momento fue lo que menos la perturbaba. Incluso le estaba empezando a gustar.

“La reina se convirtió en pirata…” murmuraban, entre carcajadas y vasos de ron, las malas lenguas en las tabernas del pueblo.

Pero las cosas no terminaron ahí. La reina fue quedándose cada vez más sola. Un día el rey la echó del castillo y se casó con otra mujer.

La pobre reina-pirata, se vio obligada a vagar por el reino, vestida con harapos, comiendo los restos que tiraba la gente.

Al poco tiempo notó que los pelos que tenía por todo el cuerpo comenzaban a convertirse en pequeñas plumas. Plumitas blancas como las que hay adentro de ciertas almohadas. Para ese entonces, se encontraba abordo de un barco pirata que se dirigía a México.

Ya en alta mar, su plumaje era exorbitante y brillaba al sol con su verde esplendor.

Al visualizar la tierra de los mariachis y de Luis Miguel, ya se había convertido en un hermoso papagayo.

Su vida de ave con bigote en las playas aztecas no fue para nada difícil. Sólo que a causa del aire de mar, aparentemente, la frecuencia de sus cambios morfológicos se aceleró. Al poco tiempo de haber llegado, se convirtió en un coco, para luego pasar a ser un tablero de ajedrez, un salmón rosado y luego ahumado, condimento para pizza y finalmente, cansada, hizo “¡puk!” y desapareció.

El único recuerdo que quedó de la reina fue el bigote.