Por Guillermo López García para elDiario.es
Si tuviéramos que configurar un listado con los municipios españoles más revolucionarios y levantiscos, probablemente Burgos no figuraría en las primeras posiciones; más bien al contrario. Por eso, cuando hace unos días aparecieron imágenes en las televisiones de disturbios, manifestaciones y enfrentamientos con la policía de los habitantes del barrio más poblado de Burgos, Gamonal, el asunto llamó poderosamente la atención a muchos. Por supuesto, aunque nos llegase a través de los medios de comunicación como si se tratase de un súbito estallido emocional del público, el asunto tenía ya mucho recorrido. Los vecinos llevaban mucho tiempo manifestándose pacíficamente, tratando de negociar con las instituciones, buscando que el alcalde rectificase… Sin resultado alguno.
A pesar de que algunos tiendan a pensar que ganar unas elecciones da carta blanca para hacer lo que se quiera hasta las siguientes (si está en el programa, porque estaba; si no, porque «las circunstancias aconsejan hacerlo»), una democracia no consiste únicamente en eso. Ni siquiera en España. Los ciudadanos pueden –a menudo, deben- organizarse y protestar en salvaguarda de sus derechos. Desde el poder se insiste constantemente en que esas protestas han de ser pacíficas, civilizadas, dentro de un orden. Y tienen razón: conviene que así sea.
El problema es que, en un país como España, habitualmente nadie hace caso a este tipo de protestas. Algunos de los dirigentes políticos que más insisten en que las manifestaciones de protesta han de ser pacíficas son los mismos que luego no les prestan la menor atención. Y así, los vecinos de Gamonal se pasaron meses manifestándose en balde, como lo hicieron también tantos y tantos colectivos ciudadanos sistemáticamente ignorados por el poder político y por los medios de comunicación. Hasta que se produjeron los primeros disturbios.
A partir de ese momento, mucha gente comenzó a interesarse por el motivo del enfrentamiento de los vecinos de Gamonal con el alcalde de Burgos. Aparecieron informaciones, incluso relatos pormenorizados, que inscribían el conflicto en una dimensión típicamente española: la programación de un pelotazo urbanístico para favorecer a constructores poderosos, con independencia de que suscitasen un clarísimo rechazo de los ciudadanos a los que, supuestamente, iba dirigido el proyecto. Todo trufado, además, de irregularidades y mecanismos dudosos en el proceso de adjudicación de los contratos por parte del Ayuntamiento. Y sazonado, para terminar, con el factor, en absoluto menor, de que uno de los principales beneficiarios de las obras, el empresario Antonio Méndez Pozo, esté extraordinariamente bien conectado con el poder político en Castilla y León y además sea también el editor del Diario de Burgos, el principal medio de comunicación local.
Se trataba, en resumen de un asunto muy español, en el que los vecinos llevaban meses manifestándose pacíficamente, ante la indiferencia del alcalde y del Diario de Burgos. Hasta que a algunos vecinos les dio por montar disturbios, y todo cambió. De repente ocurrieron dos cosas. Por un lado, los vecinos a los que nadie hacía el menor caso se convirtieron, a ojos de algunos dirigentes políticos, en peligrosos terroristas. Es una constante, en España, que detrás de muchos de los movimientos de protesta frente al poder (Gamonal, la PAH, el 15M) algunos vean la larga mano del terrorismo. Muy probablemente, de ETA. Porque, como parece defenderse desde algunas instancias de la derecha española, la banda terrorista, sobre todo desde que se rindió hace dos años, está más fuerte que nunca, y lo ha invadido todo.
Por otro lado, la espectacularidad de las imágenes y el interés informativo por los disturbios (y no, en cambio, por lo que motivaba esos disturbios) provocó que lo que era un asunto local (convenientemente silenciado por el principal medio de comunicación de Burgos, a pesar de que afectase directamente a un tercio de la población de la ciudad) entrase en los medios de comunicación nacionales. Eso sí, entró mal, es decir, entró por la violencia, y a ello, a la violencia, se agarraron desde el principio los que querían deslegitimar el fondo de la protesta apelando a su forma.
Es habitual en los medios de comunicación, sobre todo en la televisión: los largos procesos de negociación, las manifestaciones silenciosas, la protesta dentro de un orden, no son noticia. Los disturbios, en cambio, quedan muy bien en el informativo. También dan una visión tergiversada de las cosas, de manera que la mayor parte de la población, la que se limita a consumir esas imágenes, se queda con la anécdota e ignora el trasfondo. En el largo plazo, el público que ve cómo la televisión lo reduce todo a la anécdota, el espectáculo o el conflicto, acaba pensando que el mundo que le rodea es mucho más violento de lo que es, y que las cosas se dirimen siempre violentamente: un escenario en el que la mayoría de la gente no quiere participar.
La sobreexposición a las imágenes violentas como supuesto reflejo del mundo que nos rodea crea efectos a menudo aberrantes. Es conocido el caso de EEUU en los años noventa: aunque la delincuencia y los actos violentos decrecieron significativamente a lo largo de la década, la percepción ciudadana (moldeada fundamentalmente por la televisión, trufada de noticias sobre tétricos asesinatos y una violencia omnipresente) aumentó progresivamente en sentido contrario: cada vez había menos violencia, pero el público creía que cada vez había más, y se sentía más inseguro y aprensivo. Y un público paralizado por el terror, aunque ese terror tenga poco que ver con la realidad, es mucho más fácil de manipular a conveniencia.
Lo novedoso de este caso es que no parece que la estrategia de apelar al discurso del miedo y la violencia social le esté saliendo muy bien al PP; por lo pronto, el alcalde ya ha tenido que hacer lo que ni se planteó hacer hasta ahora: aparentar que negocia con los vecinos y paralizar definitivamente las obras. Lo triste, y peligroso, es el mensaje colateral que se envía: si hacemos todo lo que las clases dirigentes nos dicen que hay que hacer (protestar reflexivamente, en silencio, con moderación y urbanidad), lo más seguro es que nadie nos haga caso. En cambio, si hacemos aquello que, desde un punto de vista cívico, no conviene hacer, tal vez esta clase dirigente tan poco habituada a los usos democráticos, que se siente impune ante las protestas ciudadanas pacíficas, se avenga a negociar. Por miedo a los ciudadanos o, más probablemente, al informativo de televisión.