Por Gustavo Adolfo Cesped Cariaga
“…Las ‘masacres de trabajadores’, ‘el predominio de los comerciantes extranjeros’, etc., todos los cuales devinieron en temas obligados de discusión y reflexión, induciendo en todas partes la politización (en el sentido de referencia crítica o propositiva hacia lo estatal) de la mayoría de los grupos y redes sociales afectados y/o preocupados por la situación. Con ello, la sociedad civil entera –puede decirse—entró en una etapa de reflexión y deliberación (…) En ese ánimo, fue aumentando cada vez más la desconfianza de las bases populares y ciudadanas respecto a las clases dirigentes que habían ‘privatizado’ el Estado. Claramente se fue configurando una ‘crisis de representatividad’; es decir, una pérdida grave de credibilidad y confiabilidad en la oligarquía que había gobernado el país…”
Interesantes conceptos, ¿no? ¿Le parecen a usted extraídos de alguna columna de opinión reciente de El Mostrador, o de alguna entrada de algún “colega columnista” aquí en elquintopoder?, pues no, son fragmentos escritos por nuestro Premio Nacional de Historia, Gabriel Salazar,[1] y para su mayor sorpresa le agrego que con dichas líneas no se refiere al Chile de los últimos años, sino que a través de ellas retrata el contexto político y “espiritual” con que nuestro país encaraba el 1er Centenario de nuestra nación.
Es interesante, pero la narración parece evidenciar que existen continuidades significativas entre los contextos histórico y biográfico vividos a principios del siglo XX y los que actualmente experimenta nuestro país: el agotamiento del modelo económico (el liberalismo decimonónico del siglo XIX y el neoliberalismo nuestro de cada día), y su expresión política (el parlamentarismo oligárquico del 19, y el añejo binominalismo actual), y el desarrollo inversamente proporcional de la conciencia crítica ciudadana y su capacidad deliberativo-propositiva., tanto en aquellos lejanos días (en que surgieron figuras monumentales como Recabarren) como en éstos, en que interesantes nuevos liderazgos han aparecido y probablemente seguirán haciéndolo.
Algún lector perspicaz podrá criticarme por la falta de rigurosidad histórica al invocar la figura del bicentenario a tres años ya de extinguida la última brasa de aquello que pareció no ser más que una tomatera monumental de algunos compatriotas y el pretexto para vendernos una bandera “King (Kong) Size”, pero lo cierto es que los procesos histórico-biográficos, no siempre (o mejor dicho casi nunca), se ajustan sincronizadamente a las manecillas del reloj y a las hojas del calendario. Por ejemplo, a nivel mundial a juicio del gran historiador, Eric Hobsbawn, el largo siglo XIX (cuyo comienzo se sitúa en 1789, año de la Revolución Francesa) recién finalizó en 1914 (con el estallido de la 1era Guerra Mundial), y como contraparte, el breve siglo XX sólo duró hasta 1991 (año de la caída de la URSS). Aunque el situar el principio o fin de los referido siglos en nuestra historia nacional excede mis conocimientos y las posibilidades de este escrito, es muy probable que dadas las particularidades de nuestra idiosincrasia, los orígenes y fines de cada siglo referido, y en consecuencia también la fecha de nuestro centenario y bicentenario “espiritual” no calcen exactamente con las dataciones oficiales.
En ese marco, es bueno recordar que la fiestas patrias (¿o patrioteras?) que solemos celebrar en Chile, corresponden a la de la “Refundación Portaliana” del país, que buscaba eliminar todo vestigio histórico en que O’Higgins hubiese tenido participación alguna, pues en estricto rigor debiésemos conmemorar la “chilenidad” cada 12 de febrero., y por ende, nuestro real bicentenario sería recién el próximo 2018, año en que se celebran los 2 siglos de la firma del Acta de Independencia en febrero de ese año. Desafortunadamente, la Refundación Portaliana no se limitó al legado del chillanejo, sino que se hizo sentir durante todo el siglo XIX en lo referente a la creación un Estado centralista en lo político, y al diseño de un modelo mercantil-importador en lo económico… Sí, estimado lector, sorpréndase: el proyecto político del estanquero claramente tiene bastante continuidad hasta nuestros días.
En ese sentido, es muy posible que el espíritu y conciencia de pueblo que comenzó generándose en las salitreras pampinas y bajó hacia los puertos a principios del siglo XX, tenga un relativo correlato en las movilizaciones estudiantiles y regionalistas que en los últimos años hemos visto desarrollar en nuestro país, pues, pese a que los primeros ponían el acento en demandas relacionadas a lo que se denominó “la cuestión social” (vivienda digna, un salario no sometido a la compra en la pulpería del yacimiento, una jornada laboral menos embrutecedora, etc.), no es menos cierto que los movimientos sociales de la actualidad también luchan por motivos relativamente similares: la reconquista de derechos sociales alienados (educación y salud) y por políticas serias desde/para las regiones, por ejemplo. En resumidas cuentas, tanto ayer como hoy las luchas se relacionaban con el derecho a la dignidad, para lo cual el liberalismo original, su nueva versión, y sus correspondientes formas políticas, no tenían respuestas más creativas que la cooptación o la metralla (actualmente esto último, solamente mediado por la aplicación de leyes como la Anti-Terrorista).
Por tanto, es muy posible que a lo menos desde inicios del siglo XX, “un fantasma recorra” nuestra historia, un fantasma que es más bien un espíritu, el espíritu de una aspiración, de un problema no resuelto, de una expectativa o promesa aún no realizada, y que en dicho contexto sea crucial la forma en cómo se resuelva, (o al menos comience a resolverse), dicho problema histórico, en el hito más importante de nuestro futuro próximo: las elecciones presidenciales del próximo domingo 17 de noviembre. Para ello hay opciones claras y variadas (quizás demasiadas, sobre todo en lo referente a los candidatos de izquierda), pero antes de votar también considere el aprendizaje que nos dejó el mismo proceso que se vivió con posterioridad al centenario y que confluye en la creación de la Constitución del ’25
Puestos en perspectiva, los problemas que eclosionan en el centenario de Chile se suscitan, como ya dijimos, en el siglo XIX: la constitución portaliana y su imposición a hachazos (literalmente se eliminó a golpes de hacha al ejército constitucional vencido en Lircay), y el orden político económico que funda (centralista, librecambista, mercadista-importadora, etc.), y cuyas contradicciones históricas llevaron al quiebre conocido como la Revolución del ’91. De la misma manera, en el siglo XX, ni Barros Luco (electo con la venia de todos los partidos de la época) pese a su aparente carácter bonachón y a sus intentos reformistas, ni Sanfuentes, no obstante su experiencia y muñeca política, pudieron contrarrestar la crisis sobre la cual se movían sus gobiernos., qué decir de Alessandri que, llevado prácticamente en andas por el bajo pueblo hasta La Moneda, traicionó el clamor constituyente de quienes decía representar, y elaboró una constitución entre cuatro paredes, y a la medida de sus aspiraciones y proyecciones megalómanas. Dicha constitución es precisamente la Carta Magna que no poseía los mecanismos adecuados para dirimir controversias institucionales, como la que a la postre desembocó en el golpe de Estado del ’73.
Quizás sea triste reconocerlo, pero nuestra institucionalidad está contaminada desde su origen en el pecado original de ilegitimidad y fuerza con la que fue impuesta., y esa crisis (de legitimidad) es la que poco a poco hizo también zozobrar, primeramente los gobiernos de Balmaceda, Barros Luco y Sanfuentes, así como también con posterioridad a los de Frei y Allende.
Puesta en un símbolo, quizás nuestra histórica institucionalidad no sea muy diferente de aquellas banderas salvadas del tsunami de 27 de febrero de 2010, que más que flameando en un campo elíseo, eran meramente sostenidas en un paisaje catastrófico de desolación y muerte, y que más que hondeando soplada por los vientos inexorables del curso de la Historia, solamente se mueve por la fe de ese Chile ninguneado, roto y popular, que aún cree que es posible forjarse un destino más dignamente.
Lo que Chile necesita hoy, lo que siempre quizás ha necesitado, esa expectativa, ese espíritu que quizás comience a hacerse carne en este bicentenario, es construir un nuevo Contrato Social que sea hijo de cada uno de nosotros (es decir no entelequias como aquello que llaman “asamblea ciudadana”), en el cual podamos delinear en qué país queremos vivir: cómo deseamos relacionarnos con nuestros recursos naturales (es decir, ni el mar para 7 familias, ni el cobre para las corporaciones trasnacionales); qué tipo de relación deseamos entre nuestras regiones y la “metrópoli” (para no re-vivir la depredación/abandono de todo lo que no sea Santiago); del Código de Aguas (para que nunca más en localidades como Petorca los paltos florezcan a costa del agua de las comunidades); y, para que una/o no vea cercenada su nacionalidad (y su derecho a voto) por el mero hecho de estar en el extranjero. Es decir, un país en el que su primera institución no sea la Presidencia de la República, sino la Ciudadanía que le da fundamento.
En fin, una serie de cambios (no modificaciones ni maquilleos) que si bien es cierto son de largo aliento (la doctrina del shock inaugurada en nuestro país y la “Refundación Guzmanista” ha calado hondo en diversos terrenos) pueden comenzar, qué duda cabe, en un área tan minúscula como su papeleta de votación y en un tiempo tan cercano como lo es el próximo domingo. En esta ocasión como nunca hay gran cantidad de postulantes, pero no se pierda y aprenda de lo que nos dejó la “cosmetología política” en el siglo XX desde Barros Luco hasta Alessandri Palma: la esperanza de nuestro país, el espíritu del bicentenario no puede hacerse carne con aquellos que impusieron el actual orden a sangre y a fuego, ni con quienes nutrieron sus cuentas corrientes al alero de ello. Elija bien, hay más de un postulante con convicción y coraje para ello.
Como proféticamente dijo el Chicho, “no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza”, pero para eso es necesario que usted, vaya a votar y que lo haga de manera sabia, pues también de usted, depende “que la Historia sea nuestra y que la haga el Pueblo”.
[1] Del Poder Constituyente de Asalariados e Intelectuales. Santiago. 2009. LOM. págs., 124-125.
Gustavo Adolfo Cesped Cariaga
Sociólogo.
Master en Cooperación Internacional y Gestión de Proyectos. Instituto Ortega y Gasset – Univ. Complutense de Madrid.
Santiaguino de nacimiento, Ariqueño por profesión.
http://gustavocespedcariaga.blogspot.com/
[1] Del Poder Constituyente de Asalariados e Intelectuales. Santiago. 2009. LOM. págs., 124-125.