La polémica por el uso del término sagrado en la protesta de Femen en el Congreso o la pelea por la definición de familia vuelven a poner al lenguaje público-político en primer plano
«La derecha se ha apropiado de ciertos términos tradicionalmente adscritos a la izquierda», explica la semióloga María José Sánchez Leyva
Por Elena Llorente para eldiario.es
La «libertad» y la «familia» son dos territorios ideológicos de la derecha, muy a pesar de los libertarios y de la diversidad familiar. A las mujeres que quieren decidir sobre su propio cuerpo, la derecha las llama «abortistas». Los que están en contra del aborto se denominan a sí mismos «provida»; la izquierda, en cambio, los denomina «antielección». «Las palabras son territorio de lucha», afirma la semióloga María José Sánchez Leyva de la Universidad Rey Juan Carlos, que nos acompaña a lo largo de este artículo para plantear claves de reflexión sobre el uso ideológico del lenguaje en el campo de batalla diario, el espacio político, social y mediático.
Alberto Ruiz-Gallardón, del cual se ha denunciado su falsa imagen de moderación, habló de una «violencia estructural» que impide a las mujeres ser madres. Del «derecho a la maternidad» de las mujeres. Habló de «silencio cómplice» del PSOE. Y de «maternidad libre» y «mujeres auténticamente mujeres». El ministro de Justicia quiso erigirse en defensor de esas mujeres de «la mayoría silenciosa» y dio a entender que si todas ellas no se convertían en madres es porque el sistema se ponía violento. El cuerpo de la mujer puesto a disposición del aparato reproductor de la sociedad. Para los expertos, antes de convertir a las mujeres en madres por algún tipo de ley natural, habría que hablar de las desigualdades de género, de la resocialización de la crianza y de los permisos de maternidad y paternidad, por ejemplo.
Por otro lado, y sin abandonar el trabajo del ministro de Justicia, las asociaciones pro custodia compartida también incluyen en su discurso un rechazo a denominar la violencia hacia la mujer como de género. «La violencia es violencia», dicen. No quieren usar «de género» sino volver a términos como «violencia doméstica», «violencia familiar». «La violencia es violencia da igual quien la ejerza», justifican.
El lenguaje tiene una naturaleza colectiva y un carácter que se presta al diálogo, dos razones que impiden aplicar ciertas reclamaciones de propiedad, aunque «nadie es dueño del lenguaje». A pesar de ello, hay expresiones que se adscriben a tradiciones políticas determinadas que ayudan a construir «relatos, identidades y memorias propias». Con este objetivo en mente, «la derecha se ha apropiado de ciertos términos del lenguaje público-político tradicionalmente adscritos a la izquierda».
Sánchez explica que esos términos tan claves, tan cuidadosamente escogidos, son los que expresan un llamado «consenso universal» y tienen que ver «con nuestras limitadas y deficitarias democracias». Ese consenso universal al que apelan parece irrefutable, fruto del interés colectivo, ¿quién se opondría a ello? Es difícil hacerlo porque «oponerse implicaría estar fuera de la democracias». Este es un motivo, pero hay otro: «se los han apropiado para inhabilitar a la izquierda para su uso eficaz y beneficiarse simultáneamente de su original sentido contestatario, democrático o progresista en un marco de lo políticamente correcto, hoy ineludible para los bárbaros reaccionarios».
Más o menos víctimas
Justicia. Manos limpias. Las víctimas, que son sólo de un bando. El que fuera Ministerio de Trabajo, que pasa a llamarse «de Empleo» en 2011, aunque las competencias sean las mismas. Ser antisistema. Socialistas libertarios y liberales también libertarios. La derecha que quiere estar en los «movimientos sociales». Y «totalitario», reciente palabra favorita ahora de la derecha para calificar cualquier gesto que se vaya más allá de las buenas maneras del PSOE. Hablamos de «representaciones colectivas» que «expresan un orden social» y sólo por pronunciarlas se convierten en «modos de demarcar lo apropiado». «Suponen la cristalización de las relaciones de poder que recubren el mundo hasta hacerlo desaparecer bajo la apariencia de una certeza» y como ejemplo recuerda la semióloga el «justicia para las víctimas» que se ha oído clamar contra la resolución de Estrasburgo en relación a la Doctrina Parot.
«Por ello, las palabras son territorios de lucha semiótica, luchas por introducir nuevos acentos, modificar los estabilizados o mantener los dominantes. Y esto no se dirime sólo a nivel simbólico, la pugna por el control del sentido de ciertas representaciones (la de igualdad, vida, libertad…) entraña importantes consecuencias materiales. De estas luchas, no siempre semióticas, resultan las versiones del mundo en que habitamos y con las que pensamos».
El ejemplo más claro, prosigue Sánchez Leyva, «de que estas consideraciones son pertinentes es la violencia de género, término que consiguió saltar a la agenda pública tras muchos esfuerzos del movimiento feminista y que expresa con su enunciación un posicionamiento en el debate público: apuntar las causas estructurales de este tipo de violencia. Los conservadores están muy beligerantes precisamente por esto y lo que consideran efectos perversos de una Ley de Igualdad que encuentran profundamente segregadora e injusta, precisamente porque sostienen que promueve la desigualdad. Profundamente reaccionarios, le prestan mucha atención a la nominación, precisamente para poder llegar a sostener que lo mejor es la obligatoriedad, entre otras cosas, de la custodia compartida«.
Tres activistas de Femen interrumpen a Gallardón en el Congreso para gritar «aborto es sagrado». Sagrado, una palabra escogida cuidadosamente. A la salida del hemiciclo, el ministro de Justicia, católico confeso, declaró: «a muchos nos cuesta mucho compartir, ni tan siquiera entender, que se clasifique el aborto, que es siempre una tragedia para la mujer, como un hecho sagrado». Hasta ahora, sagrado era el matrimonio y sagrada era la vida en la doctrina cristiana.
La derecha moral también asiste atónita a una táctica similar a la que ellos vienen ejercitando. La diversidad no heterosexual también reclama el uso de la palabra matrimonio y familia. «Algo tienen de familia pero no es una familia», concede Rouco Varela sobre las parejas homosexuales. «A la convivencia de homosexuales no se le puede reconocer una dimensión social semejante a la del matrimonio y la familia», escribió la Conferencia Episcopal Española, defendiéndose.
«Nombrar como propios los dioses de otros es una forma de usurpación» explica la semióloga. «Como recuerda el Génesis, quien nomina suele ser el señor de lo nominado». Apoyándose en el filósofo Slavoj Zizek, la experta nos aclara que «en la lucha por la hegemonía» no se trata de imponer un significado concreto a una palabra concreta sino de «apropiarse de la universalidad de la noción». Matrimonio es heterosexual, indisoluble, sagrado… para todos, ayer, hoy y siempre. Así, la Iglesia Católica, un gigante de la hegemonía, defiende con los dientes una palabra para mantener sus posiciones.
Hablamos de «usurpación» porque las expresiones en liza «son términos que vienen de otras tradiciones políticas al margen de la conservadora. Los términos se pervierten, roban e inoculan. Dada la descontada eficacia discursiva y argumentativa de apelar a la libertad, los derechos, la democracia…, el discurso conservador se ha visto impelido a integrarlos en sus argumentarios porque la retórica democrática es imprescindible hoy para el juego político», analiza. Y en su opinión, esto es gracias a «la labor perversa de los socialdemócratas, que a su vez descafeinaron las matrices revolucionarias y con ello facilitaron la apropiación de la derecha».
Diccionario de la caverna
Y además de usurpación hablamos de «resemantización»: «desplazamientos semánticos, conversión en significantes vacíos… Lo común es que se ha convertido esos términos en consignas, en razones para admitir otras cosas, para enmascarar al enunciador, quien habla se esconde tras ellos ocultando sus verdaderas intenciones».
La inteligencia colectiva del 15M es un excelente crisol para revelar usos perversos del lenguaje, apropiaciones, reapropiaciones e interpretaciones. «Es gente [los del 15M] que, como cierto sector de los antisistema, tiene su conexión con ETA» dijo César Vidal el 20 de mayo de 2011, según recoge José María Izquierdo en Las mil frases más feroces de la derecha de la caverna. Y el 15M contestó «no somos antisistema, el sistema es antinosotros». «El día 15 la brigada perroflauta se manifiesta en España», dijo Fernando Díaz Villanueva un día antes de la gran manifestación convocada bajo el lema de Democracia Real Ya, y rescatada también por Izquierdo. Lejos de ofenderse, los activistas mayores se autodenominaron yayoflautas.
«La experiencia política más general es hoy la de sentir que no se tiene ninguna relación con ese orden de lo común, que no se comprende, no se participa en él ni con la acción ni con la imaginación. El movimiento 15M precisamente es una expresión contra este estado de cosas y un esfuerzo por pensar el espacio público como un espacio de relación, de experiencia, de acción y de imaginación. La calle se ha llenado de voces que reclaman que un orden democrático requiere un espacio para el encuentro y, sobre todo, el desencuentro, abierto a todas las voces, accesible a todos, en el que se dirima el orden común, o cómo componer un mundo común. Lo que está en juego, entre otros asuntos, es un debate sobre modos de concebir el espacio público y modos de ordenarlo».
Precisamente por eso Arcadi Espada escribía, desde el periódico El Mundo el 4 de agosto de 2011, que «nada más parecido al Tea Party que el 15M, es secundario que uno sea de derechas y el otro de izquierdas». Y, desde Telemadrid, Cristina López Schlichting en el programa Alto y claro opinaba que «lo que te vienen a decir es que les da lo mismo la derecha que la izquierda y el lenguaje que utilizan me recuerda muchísimo al fenómeno del neonazismo o del nazismo de la República de Weimar».
«Términos como democracia, ciudadano, Constitución, seguridad, libertad, igualdad o responsabilidad», concluye Sánchez Leyva, «son los términos de la discusión pública contemporánea, aquellos que necesitamos emplear para participar en el diálogo social y, aún más, para expresarnos cotidianamente. Pero el anquilosamiento de estos términos como refractores de una única razón y poseedores de una sola interpretación, impide la crítica al sistema de validez que implican y que nos genera un mundo de dominios y exclusiones. Una vez anquilosados, obnubilan e impiden percibir que el mundo que sustentan puede ser explicado de otra manera. Estos términos suspenden el diálogo del que son producto y en el que participan obligándonos a situarnos en lugares concretos del debate público, que algunas veces nos pasan desapercibidos y otras sentimos como extraños».
La profesora cita a Victor Klemperer, quien estudió el uso de las palabras en el Tercer Reich y reveló que el verdadero nazismo «pone el lenguaje al servicio de su terrorífico sistema y hace del lenguaje su medio de propaganda más potente, más público y más secreto a la vez».