De granero del mundo, en el siglo pasado, a gran cantero de megaproyectos internacionales de infraestructura, energía y minería, América del Sur se enfrenta a un nuevo dilema: impulsar su economía con la promesa de reducir la desigualdad, a cambio de costos sociales y ambientales que ya pasan factura.
El viejo modelo desarrollista se repite. América del Sur creció y con ello sus demandas de energía, puentes, carreteras, insumos de minería. Pero también las de otros países emergentes del Sur que hoy ven en esta región la nueva frontera de materias primas estratégicas.
América Latina “tiene dificultades para digerir su propio desarrollo…, ¿cuáles son las trampas, cuáles las alternativas?”, planteó en entrevista con IPS la secretaria adjunta de Industria, Comercio y Minería del estado brasileño de Pará, Maria Amélia Enriquez.
Pará, en el extremo nororiental de Brasil, hace parte de la Amazonia, que comparten Brasil, Colombia, Bolivia, Ecuador, Perú, Guyana, Venezuela y Surinam, donde se planifican 320 grandes obras para los próximos 20 años, según João Meirelles, director del no gubernamental Instituto Peabiru, que propone valorizar la diversidad cultural y ambiental de la región.
Las centrales hidroeléctricas representan más de un tercio. En la cuenca del río Tapajós, caudaloso afluente del Amazonas que atraviesa los estados de Pará, Amazonas y Mato Grosso, están previstas unas 42, cinco de ellas de gran magnitud.
“Estamos hablando de una inversión anual de por lo menos 50.000 millones de reales (unos 23.000 millones de dólares), dominada por menos de 10 empresas, entre otras las brasileñas Camargo Corrêa y Odebrecht”, destacó Meirelles.
La explosión de megaproyectos se repite en la región: puertos, carreteras, autopistas e hidrovías, negocios de minería, agroindustria y metalúrgica.
“Lo viejo no murió y lo nuevo no nació”, planteó Alfredo Wagner, coordinador del Proyecto Nueva Cartografía Social de la Amazonia, al referirse a un modelo económico inspirado “en los años 30″ y hoy volcado al “mercado internacional de ‘commodities’ (productos básicos)”.
Estos temas estuvieron sobre la mesa entre el 26 y el 28 de octubre en Belém, capital de Pará, durante el “Encuentro de periodistas sobre megaproyectos”, organizado por la agencia IPS y la estadounidense Mott Foundation.
[media-credit name=»Hombres pelando mandioca en el mercado Ver-o-Peso de Belém. Crédito: Diana Cariboni/IPS» align=»aligncenter» width=»640″][/media-credit]
Con financiamiento público y privado, en especial del Banco Nacional de Desarrollo de Brasil, el proceso es protagonizado también por las nuevas grandes transnacionales de la región, como la brasileña Odebrecht.
En Venezuela, la empresa está cargo de tres grandes proyectos de infraestructura.
La represa de Tocoma es la última de las cuatro centrales planificadas para aprovechar las aguas del río Caroní, el segundo más importante, en el sur.
El puente colgante Nigale, previsto para 2018 sobre el lago de Maracaibo, en el noroccidente, será el tercero más largo de América Latina e incluye tendidos carreteros y ferroviarios de 10,8 kilómetros y tres islas artificiales.
El puente Mercosur (tercero sobre el río Orinoco) se planifica para 2015 con el fin de unir el sur y el centro de Venezuela, y sería el segundo puente más grande de América Latina.
En total, según el gobierno venezolano, están en construcción 30 grandes obras del Plan de la Patria 2013-2019, con inversiones totales de 80.000 millones de dólares.
¿Estamos ante una “evolución de capitalismo tardío”?, se preguntó Wagner.
En la Amazonia brasileña, el megaproyecto más emblemático y polémico se encuentra también en Pará: la central hidroeléctrica de Belo Monte, que inundará 516 kilómetros cuadrados de selva y obligará a desplazarse a más de 16.000 personas.
La hidroeléctrica en el río Xingú tendrá una capacidad de generación de 11.233 megavatios y es considerada esencial por el gobierno para el suministro eléctrico.
Gran parte de esa energía es consumida por las industrias instaladas en la región. Varias de ellas tienen inclusive interés en invertir en más desarrollos hidroeléctricos, según Meirelles, como la corporación estadounidense del aluminio Alcoa y el grupo brasileño Votorantim, que opera en cemento, minería, metalurgia, siderurgia y celulosa para papel.
La pregunta es “quién se queda con la riqueza natural extraída de la Amazonia” y a quiénes benefician esos proyectos, planteó Gilberto Souza, profesor de economía de la Universidad Federal de Pará (UFPA).
La ampliación del puerto de Vila do Conde, en el municipio paraense de Barcarena, servirá para mejorar la entrada y salida de aluminio y sus materias primas y la exportación de granos que llegan desde el centro de Brasil. Pero desplazará algunos barrios ribereños.
Con las nuevas hidroeléctricas, Pará producirá la mitad de la energía consumida en Brasil. Este estado, rico en minerales pero con los peores índices de desarrollo del país, destina gran parte de su producción a países como China, el principal consumidor de hierro, ejemplificó Souza.
Altamira, la ciudad cercana a las obras de Belo Monte, tuvo un crecimiento de población de 50 ciento en dos años y, como consecuencia, se agravó el déficit de salud, educación y vivienda, y se dispararon la violencia y la prostitución.
Además de la deforestación, en la zona ya se nota el deterioro de la calidad del agua y la reducción de peces, que son la base de alimentación de sus comunidades.
Irónicamente, la región que proveerá electricidad a medio Brasil, sufre frecuentes cortes de luz, relató a IPS el joven profesor Fabiano de Oliveira, del Movimiento de Afectados por las Represas de Altamira.
Oliveira y otros miembros de comunidades afectadas por megaproyectos se quejan de no haber sido debidamente consultados.
Los movimientos de resistencia crecen, pero se enfrentan a una de sus “mayores contradicciones: muchos de los desalojados son al mismo tiempo empleados” de Belo Monte, explicó.
Resistencias similares generaron dos grandes obras en Chile.
El proyecto HidroAysén, en la austral Patagonia chilena, se conforma de cinco grandes centrales hidroeléctricas, que implican dañar el área de más biodiversidad de ese país.
La extensa línea de transmisión requerida para satisfacer la demanda minera en el norte, de 2.000 kilómetros, atravesará ocho regiones, pero en ninguna entregará electricidad. La obra está en suspenso por demandas judiciales.
Más al norte, la mina binacional de oro y plata Pascua Lama, de la canadiense Barrick Gold, se emplaza en la cordillera de los Andes, entre Chile y Argentina. Reiteradas denuncias sobre contaminación de agua y destrucción de dos glaciares terminaron en abril con la decisión judicial de suspender temporalmente su construcción.
La empresa acaba de anunciar que, por problemas económicos vinculados a la cotización del oro, ha resuelto poner alto a la obra.
En la región amazónica boliviana del río Beni, los pueblos indígenas esperan información sobre los impactos de la construcción del proyecto hidroeléctrico de Cachuela Esperanza, con una capacidad de 990 megavatios y un costo de 2.000 millones de dólares, para exportar electricidad a Brasil.
Ambientalistas advierten que provocará un desequilibrio en la naturaleza por la inundación de unos 1.000 kilómetros cuadrados de tierras habitadas actualmente.
De vuelta en Pará, el gerente de Medio Ambiente, Seguridad y Salud de la corporación del aluminio Albras, José Etrusco, consideró que grandes hidroeléctricas como Belo Monte representan la mejor relación costo-beneficio, aunque provoquen el desalojo de comunidades nativas. “Tenemos que hacerlo o nos quedaremos a oscuras”, planteó.
En Colombia, la construcción de un complejo de túneles en el Alto de La Línea, en plena Cordillera Central, genera otro tipo de polémica.
Los túneles son fundamentales para habilitar la conexión carretera este-oeste, desde Venezuela, pasando por Bogotá y terminando en Buenaventura, único puerto colombiano en el océano Pacífico.
Se trata de la columna vertebral del comercio internacional colombiano y una vía clave para la salida de Venezuela al Pacífico.
Pero, mientras se termina el primer tramo, ambientalistas señalan que el Servicio Geológico Nacional viene advirtiendo desde 1999 sobre el peligro de erupción del cercano volcán Machín en esa zona, un dato que ni siquiera figura en el estudio de impacto ambiental.
Para el ingeniero forestal Paulo Barreto, del instituto brasileño Imazon, lo que está en cuestión es “el costo verdadero de estas obras”: los ambientales, como la agravación del cambio climático, los socioeconómicos, como la concentración de la propiedad agraria, y los problemas sociales en las nuevas áreas urbanizadas.
“¿Quién va a pagar la cuenta?”, cuestionó Barreto.
El profesor de derecho agrario de la UFPA, José Benatti, preguntó por otro costo: ¿quién absorberá la mano de obra migrante que quede desempleada cuando se terminen los megaproyectos?
Pedro Bara, de la conservacionista WWF Brasil, propuso una metodología para analizar a largo plazo los impactos de las grandes obras “en su conjunto”, y no “proyecto a proyecto”.
Como base para ese análisis, la Iniciativa Amazonia Viva de WWF realizó un estudio exhaustivo de los diferentes ecosistemas amazónicos que es necesario conservar para que el bioma no desaparezca.
Esa visión de conjunto, dijo Bara, debería incluir una planificación regional, especialmente en áreas sensibles y compartidas como la Amazonia.
Con aportes de Estrella Gutiérrez (Caracas), Constanza Vieira (Bogotá), Marianela Jarroud (Santiago) y Franz Chávez (La Paz).