La conmemoración de los 40 años del golpe de estado que sumió a Chile en la dictadura es el momento, tardío momento quizá, de analizar la marcha del país. El fracaso colectivo no deja en la parálisis, pero los silencios y los pactos han ralentizado los cambios hasta límites insoportables.
Ya son 40 años desde que Augusto Pinochet Ugarte, auto proclamado comandante en jefe del Ejército, encabezó el derrocamiento del Presidente constitucional, elegido, Salvador Allende Gossens. Lo secundaron: César Mendoza Durán, general director de Carabineros de Chile (policía uniformada); José Toribio Merino Castro, al frente de la Armada Nacional (la marina), y el general Gustavo Leigh, al frente de la Fuerza Aérea de Chile.
Estos nombres, valientes soldados (como versa el himno nacional), se tomaron el Palacio de La Moneda el 11 de septiembre de 1973, e hicieron frente con tanques, tanquetas, hombres fuertemente armados de la policía uniformada y el Ejército, apoyados por los aviones que bombardearon a un grupo de resistentes, en su mayoría civiles, entre los que se encontraba el Presidente socialista, armados con subametralladoras, escopetas y armas cortas. Sólo faltó mandar un acorazado de la armada para “tan temible y peligrosa hazaña”. Aunque en las ciudades puerto, los marinos, hicieron lo suyo desde ese primer día de dictadura.
Una dictadura que un buen número de civiles, de políticos de la época, de la derecha y la Democracia Cristiana, pidieron. La dictadura no se instauró por iniciativa única de los militares, ni solo por la participación que hoy nadie niega del gobierno estadounidense. Hubo gente en Chile que lo pidió, la exigió, hasta que llegó.
Lo que vino después es ampliamente conocido: personas desaparecidas, torturadas, asesinadas, exiliadas, etcétera, etcétera, etcétera… Se habla de más de mil detenidos desaparecidos; más de 30 mil personas torturadas (corriente eléctrica, ratones en las vaginas de las mujeres, violaciones sexuales, perros que mordieron los genitales, personas colgadas de pies y manos, inmersión en fecas y orina, golpes, amenazas de violentar a la familia [hijos, hijas, esposas, esposos, padres, madres]); etcétera, etcétera, etcétera, otra vez; la cifra de asesinados/as es de 3.065, aunque también se habla de más de 5 mil; el exilio en su primera etapa llegó a más de un millón 600 mil personas… suma, y sigue.
Pero las cifras suelen ser relativas, hay quienes escuchan de los números y se permiten opinar “no fueron tantos, entonces”. También hay quienes justifican una debacle como esta en aras del bienestar económico que se supone que dejó la dictadura. Asunto que cada día es más cuestionable cuando vemos el sistema que hace crisis y más personas se desencantan de las cifras macro económicas versus el descalabro ambiental, y la escasez familiar.
Suena a justificar tener dinero en el bolsillo a cambio de un trabajo sucio hecho por otros. Asesinar a quien no piensa como tú, para llenar los bolsillos de una clase económica que hoy gobierna el país, aunque desde que Pinochet dejó el Ejecutivo pareciera que fue el mismo sistema el que se impuso, con una clase política aliada con la empresarial.
Cuando son cuarenta años, quiero recordar el Chile del que hablaban las canciones, de los buenos anfitriones, de lo festivos que éramos antes de que mi cerebro pueda recordar, y de lo que dejamos de ser y lo sub humanos que somos como país hoy en día. Hoy cuando somos los pedantes, los discriminatorios, los boyantes, el ejemplo a seguir.
Quiero imaginar como algunos de mis amigos podrían estar vivos si esto no hubiera pasado, o los amigos de mis amigas, o las parejas de tantos y tantas que nublaron el corazón de tantos y tantas más.
El 11 de septiembre será siempre una fecha oscura para nosotros, una generación de adolescentes que no lo fuimos, que soñamos con lo que vendría si postergábamos tantas cosas de la juventud por algo que no vivimos, y no viviremos. Que jugamos a ser grandes y pensamos que estábamos para grandes cosas aunque nunca las viéramos. Los que nos seguían las verían. Pero los que nos siguieron no les importó, y son veinticinco años después que los vimos renacer en las escuelas, los colegios, las universidades, reclamando ese mundo mejor.
Con la conciencia de que la muerte podía encontrarles, tantos y tantas héroes y heroínas de esas que se ven en las películas, y que nunca se han reconocido oficialmente, dejaron su vida, o algo de lo mejor de sus vidas, por restablecer esa alegría que nunca vino. “Chile, la alegría ya viene”, cantó la gente cuando se votó NO, el 5 de octubre de 1988, para que se fuera Pinochet.
Ya en ese entonces hubo quien dijo: “El SÍ y el NO, la misma huevá los dos”, y hay que poner en la balanza si veintitrés años después de elegir al primer presidente de la Concertación, Patricio Aylwin, no hay mucho de verdad en esa consigna.
Hoy en día muchas personas que jugaron con los sueños de esa juventud de entonces, se regocijaron en puestos de trabajo en el Ejecutivo de Aylwin Azócar, Frei Ruz Tagle, Lagos Escobar y la doctora Bachelet Jeria. Algunos y algunas se quedaron en el Gobierno de Piñera. Hoy en día dicen que el gobierno de ‘izquierda’ que ella puede hacer en el próximo periodo, hará un país más justo pero con calma, y despacito. Tan despacito que ya han pasado más de 18 años desde que se fue ese señor y todavía hay hambre, inaccesibilidad a la educación y largas filas para que atiendan a los ancianos en los consultorios de salud.
Un país rico, el más rico de América Latina, en que se mueren ancianos de frío, en sus casas o en la calle, porque no tuvieron con qué abrigarse durante algunos inviernos. O que deben hacer filas interminables para que les atiendan en el servicio público de salud, o que demoran meses en atender un examen que el médico pidió con “urgencia”. Un país que discrimina a su gente por lo que tiene, y que obliga a una mala educación si no hay una billetera que compre una de calidad. Eso es el Chile de hoy, de cara a unas elecciones que se vienen en un par de meses (el 17 de noviembre).
Ese es el país que heredamos de esa “guerra contra la amenaza comunista” que emprendieron los señores generales, coroneles, mayores, capitanes, tenientes, sargentos, cabos, soldados. Esa hazaña de la que, hasta el día de su muerte, cómodo en su cama, se sintió orgulloso el general comandante en jefe de las fuerzas armadas (escribo a propósito con minúsculas), luego de que se comprobó su enriquecimiento ilícito (como un vulgar ladrón) y lo que todos sabíamos -excepto, quizás, los que no querían ver, aunque eso no les excuse-. Los mismos y las mismas que hoy hablan de perdón.
Son tantas las cosas por comentar. Son tantas las etapas que nos saltamos algunos, pero tantas más las que se saltaron otros y otras. Son tan oscuros los episodios y sigue, una mayoría, volteando la vista sin querer que eso nos toque o nos culpe. Sin mirar el espejo de la historia que nos muestre lo que fuimos, lo que somos, lo que dejamos de ser, lo que hicimos, y lo que dejamos de hacer.
Hay quienes insisten en voltear la página, que no quieren seguir pensando en esto, al fin y al cabo ya son 40 años. ¡Hasta cuándo? Preguntan. Hay que seguir adelante, afirman.
¿Hasta que al menos seamos capaces de mirar a la cara a los exiliados de esta democracia ficticia y mojigata que sigue escondiendo su responsabilidad en la validación que le da un sistema electoral impuesto por la dictadura? Por hacer una pregunta de los faltantes.
¿Hasta que dejen de desconocer el derecho a reclamo que tiene la gente del común cuando el sistema los desconoce sistemáticamente? ¿Hasta que la clase política que gobierna y la que tiene la mejor opción de gobernar en el próximo periodo reconozca su incapacidad de dejar atrás el sistema autoritario que heredamos, el que combatieron y que ahora defienden en la práctica?
Yo no sé hasta cuándo en realidad, pero me avergüenza pensar que la democracia chilena distribuye sus riquezas entre una inmensa minoría y la gente del común sigue en las mismas: ¡Jodida! ¡Esperando la alegría! ¡Que llegue de una buena vez!
Para algunos y algunas de nosotros, esta sigue siendo una fecha nefasta. Sigo sintiendo que como sociedad hemos sido cobardes, y que por miedo hemos dejado de exigir justicia por demasiado tiempo.
Me sigue doliendo la dictadura, tal vez porque hago parte de los que no fuimos capaces de cambiarlo. Una generación derrotada, pero que renace en las calles con los nuevos aires que soplan fuerte el descontento. Hay nuevas piernas marchando y exigiendo. Hay nuevos rostros y voces que gritan que éste no es el mundo que queremos, que exigen los cambios para poder habitarlo.
Casi no nos dimos cuenta, y son cuarenta. Cuarenta años del Golpe Cívico Militar en Chile, que impuso el terrorismo de Estado y persiguió la disidencia. El 11 de septiembre de 1973 Chile cambió, se dividió, y aún está lejos de reencontrarse. Aún hay detenidos desaparecidos, aún hay exilio, todavía hay víctimas de tortura que no ven a sus victimarios presos. Después de cuatro décadas el tiempo de la reconciliación no ha llegado, todavía es el tiempo de buscar justicia.