En su documento de identidad figuran sus verdaderos nombres: Odilón Eufrosino, pero él pidió que lo llamen Elpidio. Es lo que Elpidio pidió. Así que, desde que ingresó a la escuela primaria, se lo conoció como Elpidio Valencia, el pibe de nombre raro. Sin embargo, la crueldad infantil consiguió descubrir lo que Elpidio intentó cubrir. O, mejor, encubrir. Sufrió todo tipo de humillaciones. Empujones, cargadas de viva voz, le pegaban carteles en la espalda con sus nombres oficiales, rimaban Odilón con comilón y otras muestras de ternura similares.
Los raros
- Mendoza -
Elpidio (el recuerdo de mis propias vergüenzas escolares, activas y pasivas, me solidarizan con él y me hacen llamarlo según su elección) entendió que solo no iba a aguantar. Tenía mucha vida por delante y empezó a comprender que la lucha por la dignidad requiere compañía. Entonces, buscó compañeros y compañeras.
La primera que se acercó fue Atanasia Lértora, una rubia muy delgada, con bucles dorados y ojos de un almendra apagado. Conversaban en los recreos mientras la jauría se hacía zancadillas, se escupía a distancia y, de vez en cuando, alguno quedaba con un codo o una rodilla sangrando. Elpidio y Atanasia se hicieron más que amigos, compinches. Descubrieron que la complicidad tenía que ver con sus nombres de pila. Él había sido bautizado por un cura perverso que convenció a sus padres de que si no le ponían los nombres que marcaba el santoral el niño sería un asesino, un homosexual o, peor aún, un terrorista marxista y apátrida. Entonces cedieron. Odilón por el día del nacimiento y Eufrosino por el de la ceremonia religiosa. El canalla (el sacerdote, digo) se llamaba, para colmo, Inocencio Cátulo. Era conocido como el Padre Culpable y Con Rima. Travesura de sus corderos.
Atanasia era hija adoptiva. Sus padres eran campesinos, gente magnífica, que encontraron a la niña llena de mocos, mugre y lágrimas abandonada en la puerta de la iglesia de un pueblo rural de Santa Fe, un domingo de otoño, cuando salían del ritual de la semana. Tenía colgada de su cuello una nota manuscrita, con letra clara y firme, en la que se leía el nombre, Atanasia, y el agradecimiento para quien se hiciera cargo del paquete. Así decía, el paquete. Aunque se conmovieron con la criatura y decidieron espontáneamente llevarla a casa, dudaron de llamarla según la instrucción de quien la había dejado, pero optaron por respetarla como un mensaje divino o un mandato del destino. Le dieron su apellido y la niña creció amada y robusta aunque, como conté, muy delgada, pero sana y vivaz.
Terminaron la primaria y los inscribieron en la misma escuela secundaria, un bachillerato con especialidades agrícolas. En segundo año llegó al colegio un muchacho uruguayo, Comunardo de la Peña. El padre era un imprentero anarquista que venía escapando de una de las tantas dictaduras del sur del mundo. Comunardo, haciendo honor a su nombre, se encargó de organizar el Centro de Estudiantes y ganó el puesto de presidente en una elección histórica, la primera participación activa de los alumnos en cuestiones políticas y gremiales que se recuerde en el pueblo. En la lista triunfante figuraban, por supuesto, Elpidio, como secretario de finanzas y Atanasiam, la responsable cultural. Esa experiencia común los consolidó como camaradas. Una vez egresados resolvieron viajar a Buenos Aires para ingresar a la universidad. Elpidio se anotó en Derecho, Atanasia en Sociales y el hijo del anarquista en Filosofía. A cada uno se le iban acercando jóvenes que, como si un imán los manejara, se llamaban Tubalcaín, Xenobia, Reclus, Pánfila, Robustiano, Euclides y un chileno, Marmaduke, en homenaje al militar revolucionario de principios del siglo pasado.
Crecieron. Física y emocionalmente. Como un rayo feroz y luminoso un día, el 27 de octubre de 2010, los sacudió de raíz. Se vieron en la Plaza, acongojados y febriles, abrazándose a viejas dignas, socorridos por otras mujeres que llegaban desde los barrios tristes a trasmitirles el mando de las turbulencias fértiles y el renacimiento del honor perdido. Después de unos días se reunieron donde siempre. El bar se llama «La Barcarola» y lo navega un chileno que llegó a la pampa húmeda expulsado por los pájaros carroñeros trasandinos, en setiembre del 73. Entre cafés, cervezas y medialunas decidieron crear una agrupación militante. Tenían algo en común, además de la Plaza, los pañuelos y el sol. Sus nombres raros. Recibieron mails de distintos países. Una joven cubana, por ejemplo, que vivía cerca de Guantánamo, la base yanqui arrebatada en 1902 al país caribeño, le puso Iusneivy a su hija recién nacida y la quiso asociar a distancia a la agrupación de sus «hermanos raros» argentinos. O el turinés que, por llamarse Candeloro, se postuló como cónsul honorario del rejunte en Italia.
El asunto del nombre del grupo les llevó varias jornadas de debate. Es que para gente que se destaca por la rareza de sus nombres el nombre colectivo, el que los distinguirá por sobre el capricho heredado de los padres, no es un detalle inútil. «Los raros» estuvo cerca de convencerlos, pero no era raro, precisamente, y por eso lo descartaron. El dueño del bar, Patricio (¿de qué otra manera iba a llamarse un chileno afable y compañero?), les dio la pista. Se puso a contarle a otro parroquiano, ajeno a la tertulia que nos ocupa, de aquella vez que, emocionado hasta las lágrimas, había conversado media hora con Pablo Neruda, sentados en una roca frente al Pacífico, en los jardines maravillosos de la casa del poeta, en Isla Negra. Elpidio dijo «Neftalí» y tembló. De manera que quedó así, «La Neftalí».
Para ingresar a la organización no podés llamarte Julio, María o Daniel. Han crecido en número, en conciencia política y hasta hay romances que nacieron al calor de la militancia territorial. Se prometieron no aceptar el ingreso de nadie que se llame Barack. Aunque sea raro.