A Jaime Sarusky, mi amigo y camarada cubano,
in memorian
Ella, Mariana, psicóloga, 47 años, morocha, inteligente y frágil. Yo, Alejo, paleontólogo de ideas (o periodista, como prefiera), 67 años, ya canoso, más frágil que inteligente. Somos grandes amigos desde hace muchos años. Ocupábamos la mesa de siempre, la 20, junto al ventanal besado por el sol amable de las siete de la tarde.
No es que ella no entienda, pero le gusta que le explique. Me puse enfático, verborrágico, cuando me consultó por el panorama político y cultural surgido de las recientes elecciones primarias legislativas. Mi vehemencia la sobresaltó y me pidió un poco de discreción. Es que de las mesas vecinas nos cayeron ojos con signos de preguntas y un carraspeo casi generalizado de disimulada incomodidad. Sin embargo, el único de los parroquianos que nos llamó la atención fue un atildado caballero de rasgos asiáticos, de edad indefinible como es habitual entre esa gente, pelo corto, de no más de uno cincuenta y cinco de estatura, que atraído, supongo, más por los ojos de Mariana, oscuros, inmensos y profundos, que por mi diatriba ciudadana, se fue interesando en nuestra charla sin ocultar su intención de sumarse.
Lo invité, previa consulta con mi compañera, y se sumó a la mesa. De inmediato sacó una tarjeta personal. Ya se sabe, estos tipos son muy ceremoniosos. Leímos: «Bambang Budi – Entomólogo», esto último escrito en inglés, of course. A continuación figuraba un domicilio en la Isla de Java, Indonesia. Seguí con lo mío. Traté de explicarle a mi amiga que Martín Redrado que, en verdad, no se llama así (se llama Hernán Pérez, pero con ese nombre no luce mucho en Wall Street) declaró que la suba de salarios, a raíz del cambio en el Impuesto a las Ganancias, iba a producir un incremento del consumo interno, pero que generaría inflación. El famoso disco rígido de los economistas neoliberales. El indonesio nos empezó a mirar con preocupación mientras revolvía su café y, distraído, ya iba por la quinta cucharada de azúcar. Le ofrecí una tortita mendocina, la aceptó, pero la dejó a un costado, absorto por mi entusiasmo dialéctico. Cabe aclarar que Bambang no hablaba ni entendía el castellano y nosotros ignoramos olímpicamente el idioma indonesio, ni su jerga javanesa, o como se llame. Por otra parte, mi inglés es más oscuro que el pacifismo de Obama y Mariana sólo tenía ojos para mí, bebiendo lentamente su café negro, doble y con crema. Dejamos a Hernán Martín Pérez Redrado, siempre tan rubio que cuesta imaginarlo metiendo las patas en la fuente..Primer problema, ¿cómo le explico a un indonesio que no entiende mi idioma que en Argentina existe un economista que tiene un nombre en su documento de identidad, pero otro «artístico» para profetizar catástrofes sociales?. Budi, el académico de los insectos, afirmaba con la cabeza, pero nos dábamos cuenta de que era más un gesto de cortesía que de comprensión.
Pasamos, sin escalas, a nuestro coterráneo y, para mi disgusto, tocayo, exgobernador, exvicepresidente y actual estrella fugaz de lo que queda del radicalismo vernáculo. Si no me alcanza el diccionario completo de María Moliner para explicarle a Mariana el comportamiento excéntrico del electorado mendocino, ¿cómo hago con el amigo Bambang? Intenté decirle que Cleto emergió de la mediocridad a las marquesinas del show político votando contra su propio gobierno y luego ¡siguió en su puesto como si la vida fuese una llovizna tenue y él un «desopilante inspector de cornisas», Tejada Gómez dixit!. A esta altura de la conversación el indonesio nos miraba con esa mezcla de conmiseración y perdonavidas que suelen tener los académicos cuando se encuentran con un caso sin fácil solución. Cobos venía de criticar a la Morocha por sentarse a dialogar (ella, la autoritaria y soberbia) con los laburantes y los dueños de la guita. Bambang ya no sabía si le estábamos tomando el pelo, el poco que tenía, o nos deslizábamos irremediablemente hacia los abismos del delirio.
Por la vereda apareció una obra de arte caminando: una mina joven que me hizo acordar a Garrincha, por su juego de cintura, pero Mariana me trajo a la realidad. Bah, es una manera de decir. Estaba asombrada, al punto de que sus ojos se agrandaron como si hubiesen visto un ovni. No, no era por la pintura que acababa de distraerme. Comentó los dichos de Alberto Montbrun, un candidato dizque socialista de cabotaje, extrapartidario. «Tengo mi auto fundido, como la clase media argentina». En principio, y mientras don Budi sacaba su libretita y empezaba a tomar notas, le dije que hay que ser muy opa para, en pleno siglo XXI, fundir un auto. Pero además, comenzamos a sospechar que el progresismo de derecha (cuando el entomólogo escuchó «progresismo de derecha» sufrió un espasmo cafeteril y comenzó a brotarle líquido marrón y espumoso por las fosas nasales, las orejas y el codo izquierdo. Tuvimos que asistirlo hasta que, más o menos, recuperó el aliento y su semblante de habitual color cerúleo), el progresismo de derecha, decía, había dejado de viajar, ir a restaurantes, renovar sus vehículos, ahorrar y tener vacaciones anuales. Hasta que, iluminado por el recuerdo entrañable de mi amigo Jaime, me di cuenta. Lo que cierta clase media tiene fundida es su capacidad de pensar con generosidad ciudadana, en situaciones colectivas y públicas.
Vi a Bambang anotar en su libreta los nombres de los personajes que surgían de nuestra charla. Se le iluminó la cara, la sonrisa le achicó aún más los ojitos. Nos hizo saber que cada uno de ellos iba a ser objeto de su labor específica, la entomología como una rareza argentina. Se fue, nos permitió que lo invitáramos con su café y nos dejó una rara sensación de haber vivido un momento inolvidable, pero fugaz, efímero.
Mariana y yo, después de pedir una nueva ronda de cafés medianos, con mucha crema y medialunas, descubrimos que no era casual que los abogados del Grupo Clarín se llamen Cassino, Carrió y Gelli, pero por suerte, el indonesio ya no estaba. ¿Cómo explicarle tanta coincidencia entre la timba, la psicopatología y la mafia nominales y la timba, la psicopatología y la mafia mediáticas?
Ella se tenía que ir, la reclamaban sus hijos y su esposo. Como yo tenía tiempo me quedé esperando que reapareciera Garrincha.