Por Ramiro García – Gkillcity.com
Y SALIMOS DE LA SALA DE SORTEOS de la Función Judicial de Quito con Pamela y Gabriela, luego de presentar la acción de protección con la que se daba inicio a la lucha judicial por el reconocimiento del matrimonio igualitario. En estricto sentido, strictu sensu como dicen los juristas, lo que se solicitó es que se permita el acceso al matrimonio en igualdad de condiciones, a todas las personas. Técnicamente por tanto, no se busca la creación o el reconocimiento de un derecho, sino la eliminación de un espacio de clara discriminación. La condición de todas las personas como iguales en derechos, deberes y oportunidades conforme se señala en el artículo 11.2 de la Constitución conlleva como contraparte que nadie puede ser discriminado en el ejercicio de los mismos. No toda discriminación sin embargo, puede considerarse como inconstitucional, pues la propia norma suprema establece la posibilidad del ejercicio de medidas de acción afirmativa, esto es espacios de “discriminación positiva” en el cual la persona en inferioridad de condiciones es favorecida con beneficios especiales, que le permitan ejercer sus derechos en condiciones de igualdad real.
Evidentemente la situación de Pamela y Gabriela se ubica en el supuesto exactamente contrario, pues se les niega la posibilidad de contraer matrimonio basados en el género de cada una, esto es en base a su opción sexual. En un oficio mal redactado e incompleto, el Registro Civil niega la petición formal realizada por la pareja, afirmando al final del mismo que ellas incumplen los requisitos señalados en los artículos 67 de la Constitución y 81 del Código Civil, esto es la condición de hombre y mujer exigida por la tradición, el Levítico, Pablo de Tarso y nuestro esquema gubernamental. Detrás del deliberado silencio del oficio de marras, hay una afirmación brutal que mis defendidas la entendieron perfectamente: “no casamos a tortilleras, si quieren contraer matrimonio, asegúrense venir con alguien a quien nosotros desde la institucionalidad hayamos definido como varón y hecho constar así en una cédula”.
Con una alegría y optimismo que solo el amor y la convicción en una causa pueden generar, la pareja Troya – Correa se presenta con una sonrisa frente a la prensa y acuden a la misma institucionalidad que les ha negado sus derechos, para que ahora se los reconozcan. Tratan de no dar importancia a los comentarios que en voz no tan baja hacen ciertos transeúntes al advertir su presencia y su cometido, en una sociedad en la que la homofobia aparece, como un recordatorio permanente de que no importa cuánto se desarrolle una sociedad y la estructura de derechos, siempre habrá alguien dispuesto a negarlos. No hace mucho, uno de estos consideró que podía hacer de la discriminación a los GLBTI una propuesta presidencial atractiva y terminó vapuleado en la urnas, pero no es el único ni será el último. Quienes han hecho de la negación de derechos el cometido de su vida aparecen cada tanto, asumen supuestas representaciones sociales y desde su amargura afirman actuar en nombre de la alegría y la esperanza. Se ubican a sí mismos como referentes éticos y hablan desde un Olimpo moral que les permite juzgar a todo y a todos, pero de manera especial decidir quién ejerce derechos y quién no puede hacerlo. La incoherencia es su característica y llegan lanza en ristre, montados a horcajadas en la mula de las falacias. Hablan del amor y promueven el odio y la segregación; en materia de derechos quieren llegar a conclusiones constitucionales partiendo de premisas inconstitucionales y cuando sus frágiles argumentos comienzan a derrumbarse, tratan de cubrirse bajo el concepto de la sociedad y las instituciones como entes petrificados.
En materia del matrimonio igualitario, los fundamentos de quienes se oponen al mismo siempre empiezan por “no nos oponemos a la igualdad de derechos”, para luego explicarnos por qué los homosexuales son diferentes. La Constitución parte de la premisa que la homosexualidad es una opción sexual válida y normal, por lo que establece protección jurídica para la misma y prohíbe su discriminación. Los homofóbicos asumen como premisa mayor, en cambio, que la homosexualidad es una aberración, una desviación, una enfermedad o todas las anteriores y desde esa base generan sus conclusiones. Por supuesto desde semejante premisa el matrimonio igualitario es inaceptable, así como otros escenarios, como la adopción por parte de parejas homosexuales. Esto obviamente no es reconocido por los incoherentes, quienes insistirán en que no niegan los derechos a nadie, que reconocen que todos somos iguales ante la ley, pero enseguida asumirán la vocería de la familia o los niños para desfogar su homofobia. No escatimarán en “estudios científicos” de organizaciones a los que ninguna universidad seria auspiciaría, tratando de acudir una vez más a la falacia, ahora la del argumento de autoridad. Cuando todo lo anterior falle, perderán la compostura y se les irá la olla como dicen los españoles. Es entonces cuando de representar a la sociedad, la familia y la niñez, pasarán a hablar en nombre de Dios y sus designios. Asumirán argumentos religiosos como sustento de las idioteces que proponen y tratarán de suplir con gritos e incluso golpes, sus vacíos conceptuales.
Todo esto han debido enfrentar Pamela y Gabriela y saben que el camino es todavía largo por recorrer. Las perspectivas son interesantes teniendo en cuenta que el derecho al matrimonio igualitario ha avanzado mucho en América Latina y que la jurisprudencia de la propia Corte Interamericana de Derechos Humanos, desde el fallo Atala Riffo vs. Chile se ha decantado en favor del reconocimiento y protección del derecho a la diversidad. Podemos ganar en derechos y en auténticas libertades y lo único que podemos perder como sociedad son los prejuicios, los tabúes, las taras y los miedos a la indiferencia.