Por: Gustavo Adolfo Cesped Cariaga
Juan Emilio Cheyre, el general chileno que llegó a la cúspide del organigrama militar recibiendo de un Izurieta la comandancia en jefe del ejército el año 2002 (para entregárselo a un homónimo cuatro años después), parecía el hombre adecuado para simbolizar el proyecto de transición planificada por nuestra “diligente” clase política. Efectivamente, mientras muchos lo reseñan por su recordada alocución del “Nunca Más”, otros menos, pero significativos en términos políticos, mantienen en la retina que la ex cabeza del SERVEL también fue parte de la comitiva que visitaba a Pinochet en Londres, para mantener informado al alto mando castrense de la salud del ex jerarca. En consecuencia, Cheyre era un hombre que dejaba contento a todas/os, más bien dicho a “todas/os” (es decir a quienes mueven los hilos de la clase política del duopolio), pues tal como había sido un leal y eficiente intendente regional para el plebiscito del ‘88, de la misma manera había declamado con energía que el ejército nunca más sería herramienta útil de una facción política para castigar a otra, marcando de esta manera una posición sustantivamente distinta a la del “continuismo tácito” de la doctrina pinochetista del 1er Izurieta. Era, Cheyre, entonces, un hombre que “prometía”, una persona que los dejaba contento a todas/os, …mejor dicho a “todas/os”…
Ciertamente, era muy bello, muy bien pensado, el cuadro transitivo delineado por nuestra clase política: un círculo que iniciaba con la imagen de nuestra vida republicana trastocada por los sueños de grandeza de un general que aspiró a gobernarnos por 25 años (!) y que terminaba de cerrarse con otro general como máximo directivo del órgano estatal que vela por la sanidad de nuestra democracia representativa. Todo ello –no hay que olvidarlo –mediado por la rúbrica de un presidente electo democráticamente en la constitución ilegítima de los 80’s. Bonito, ¿no? Quizás demasiado para ser real.
Gracias a los movimientos sociales, desde el año 2011 hemos visto cómo la principal viga del modelo económico impuesto en la dictadura cívico-militar y perpetuado por la Concertación, se cae a pedazos: el lucro. Ahora, con la caída de Cheyre, vemos también cómo empieza a besar la tierra, la consecuencia ético-política de aquel “pacto privado” entre quienes dejaban formalmente el poder en 1990 y quienes, también formalmente, lo asumían: “la transición por arriba”.
La “transición por arriba”, uno más, aunque quizás el más importante, de aquellos dispositivos planificados y gerenciados por nuestra clase política, para superar diversas situaciones en el país. Lo hemos visto en las reformas educacionales, por ejemplo, en que se busca implantar nuevos modelos basados en teorías exógenas y sin ningún correlato con la realidad de nuestro país, o en las páginas sociales de “El Mercurio”, en que los lectores pueden ver cada domingo como los líderes “progresistas” comparten risueñamente cócteles y seminarios con los ex capataces y los verdaderos dueños de este fundo. De esta manera, nos ilustraban respecto a cuán refinada puede ser esta nueva democracia y cómo se vive, en la cotidianeidad, esta “civilizada transición”, en la que aquellos dirigentes que en las calles del Santiago ochentero protestaban contra la modernización económica de la dictadura, ahora pueden ser incluso integrados a los directorios de las corporaciones de las 7 familias.
Con ello se nos trató de aleccionar que así se hacía la “gran política” o la “alta política”, aquella en la que se busca construir grandes consensos, grandes acuerdos sociales para reformar, o democratizar, el contrato social en el cual se basa nuestro Estado. Pero el tenor y la implacable “porfía de los hechos”, nos demuestra lo contrario: que quienes se empeñaron en construir este tipo transición, esta transición por arriba, suplantaron la alta política, por la “baja política”, aquella de las bambalinas, corredores, y de las intrigas de palacio, pues esta “transición por arriba” fue construida precisamente de aquella manera: a puertas cerradas, y de espaldas a la ciudadanía y a las víctimas de la violencia política.
Es así como esta transición con aroma a transacción, conducida y sacralizada por arriba, cuya radiante apariencia es directamente proporcional a la cantidad de basura que se ha ido acumulando debajo de la alfombra, ya no resiste a la podredumbre y a los miasmas que brotan cada vez con más fuerza hacia la superficie. Cualquier estudiante de medicina de primer año sabe que los procesos de sanación, de mejoramiento de algún mal, implican un diagnóstico, un tratamiento, reevaluación y derivación de el o la enferma a su domicilio particular para continuar con la mejora ambulatoria del paciente. Pues bien, los “galenos” que han dirigido este país, después de haber concordado en el diagnóstico, aplicaron un “tratamiento paliativo” con analgésicos basados en la justicia, y también la verdad (aún hay cientos de detenidos desaparecidos sin información alguna de su paradero), “en la medida de lo posible” y de ahí derivaron a nuestra enferma sociedad chilensis a sus domicilios particulares para continuar con el proceso reparatorio, al interior de sus hogares y, ojalá, en el más completo silencio.
Fieles con la lógica privatizadora in extremis del modelo, a un problema social, -como lo es el conjunto de efectos causados por la dictadura-, se le diagnosticó un tratamiento fundamentalmente privado, con “costos éticos y morales” también privados, y con la entronización de Cheyre en el SERVEL, en reuniones privadas y en los pasillos de palacio, se determinó a priori (lo supiera el ex general o no) el fin de aquella piedra en los lustrosos zapatos de nuestra pseudo modernización democrática.
En la historia humana, desde que apenas éramos clanes y estábamos observados en todo momento por el rostro animal inconmovible de nuestro tótem, hasta nuestra hipermoderna era en que el dios cronos metamorfoseado a reloj cuarzo ocupa un lugar prominente en nuestra arquitectura y diseño de interiores (regulando horarios laborales y descansos), sabemos que los símbolos juegan un rol importantísimo en las comunidades, y de ahí proviene el esmero e interés de nuestra clase política en construir símbolos como el que significa Cheyre, al cerrar dicho círculo transitivo como garante de una democracia representativa que, casi 40 años antes, un camarada de armas suyo derrocó.
Sin embargo, el concepto de “transición” implica la traslación de un estadio a otro. En consecuencia, es un periodo acotado temporal y cualitativamente, por lo que con la caída de Cheyre y del proyecto de “transición por arriba”, es sano preguntarse si esta tentativa de la “alta política” tergiversada, o al menos mal entendida, terminará después de 20 años de iniciada (un periodo superior al tiempo de gobierno, al menos formal, de la dictadura) llevándonos a alguna parte. Es decir, ¿es posible que este modelo de transición-transaccional que en más de 20 años no nos llevó a buen puerto, podrá hacerlo a futuro? Imposible no recordar lo que Einstein pensaba de quienes buscan llegar a resultados distintos siguiendo los mismos métodos de siempre.
Hoy, Cheyre continúa resistiendo los embates de quienes desean derribarlo del consejo directivo del SERVEL. Entre éstas, incluso, no faltan las voces provenientes de aquellos partidos que, como gobierno primero y como oposición después, visaron su ascenso a la cabeza del ejército y a la del SERVEL, respectivamente, abogando casi como por una no expresada necesidad de que su renuncia se constituya en el sacrificio de sangre que purifique los pecados de esta transición que ya no fue.
La antropología cultural nos ilustra sobre el significado de los sacrificios rituales y su valor en la cosmovisión de los pueblos, como manera de renovar el vínculo entre la divinidad, entre el mundo de los valores, y la realidad, o mundo de las corpóreas necesidades prácticas. En consecuencia, hay que preguntarse si el sacrificio de Cheyre servirá para insuflarle vida a esta transición fracasada (en tanto no nos ha conducido a dónde debía: la superación de los traumas de la dictadura y, en consecuencia, a la reconciliación nacional), o si será sólo otro chivo expiatorio más en la imposible historia oficial de la auténticamente “baja política” chilena.
Posiblemente, la verdadera solución de todo ello radique efectivamente en un sacrificio ritual, pero esta vez asestando el golpe a ese modelo de “transición transaccional” que se nos ha tratado de imponer como un manto, mitad de olvido y mitad de apelación a la buena voluntad de los aún sufrientes. Quizás, a través de su “sangre”, podamos expiar los pecados de su promesa irrealizada y volver a encontrarnos con el mundo de los valores ciudadanos a la que originalmente estaba convocada. De lo contrario, no sería raro que en 20 años más o mucho antes, y tal cual como en un cuento de Cortázar, mientras nos acicalamos frente al espejo para la firma de un nuevo acuerdo de libre comercio intergaláctico, y creyendo haber superado todo lo que tenía reminiscencia a la dictadura cívico-militar, terminemos sofocándonos inexorablemente hasta la muerte, con el nudo de nuestra elegante y refinada corbata OCDE.