El occidente “democrático” condena la sumisión que hacen vivir a las mujeres en los Emiratos Árabes, en Arabia Saudí y el resto de países aliados del imperio. Esta visión esquizofrénica de denostar una parte de las políticas pero defenderlos a sangre y fuego son la mayor causa generadora de inquietud, inseguridad y desestabilización en el mundo musulmán.
Por un lado ser un califa medieval, represivo y cruel, permite alcanzar los máximos niveles de vida, lujo y poder. Esto quiere decir que esa lectura del Corán febrilmente fanática y retrógrada es aceptada por los homólogos de la cultura occidental. Igual de retrógrados, fanáticos y caudillos del lujo y el poder. Pero el falso discurso de la democracia envuelve a las poblaciones hipnotizadas por el topless, el consumo desenfrenado y la avidez sexual.
Cuando el espíritu musulmán intenta aliarse con la democracia, llegar al poder, establecerse, dirigir un país basándose en otro tipo de lecturas del Corán, se suele terminar de maneras incendiarias, podemos citar los ejemplos de Nasser en Egipto o de Mossadeq en Irán.
Esta semana, en la plaza Tharir se está masacrando al pueblo egipcio. Correrán ríos de tinta explicando que los Hermanos Musulmanes son el brazo político de Al Qaeda, que las elecciones ganadas por Mursi fueron una pantomima y que la gente quería otra cosa. Todo esto puede ser verdad, pero no es la única verdad.
Cuando un gobierno islámico gana en las urnas, no suele poder ejercer su mando. Ya sea en Argelia, en Palestina o, ahora, en Egipto. En cambio, si el poder islámico está establecido a bombazos, ejerciendo la represión, el saqueo y adoptando el liberalismo económico, suelen ser protegidos y aliados del imperio de turno. Ya sea Marruecos, Libia (donde todavía no han podido dominar la defensa de los Gaddafistas), Bahrein, Yemen, Indonesia o Pakistán.
Esta forma de manipulación termina, casi irremediablemente, en la lucha armada (léase terrorismo en el argot de la comunicación hegemónica). Porque estamos hablando de dictaduras y de dictaduras que además de atentar contra los derechos humanos, atentan contra los preceptos básicos religiosos de una cultura.
Si nos quieren hacer creer que Al-Sisi es un general que defiende los intereses del pueblo y que no tolera los excesos de celo en la interpretación de la Ley Islámica que querían llevar adelante los Hermanos Musulmanes, que no nos lleven a engaño. Su esposa usa el Niqab, el velo que sólo deja ver los ojos de las mujeres y este general dio la orden de que sus soldados controlaran la virginidad de las mujeres que se manifestaban en la Plaza Tahrir, hecho que dio origen a una ola de violaciones siniestra, en lo que fueron las movilizaciones contra el gobierno del votado Mohammed Mursi.
Quienes defienden al presidente derrocado militarmente son quienes están siendo masacrados. ¿Son mejores o peores que los otros? ¿Son más fanáticos que los cristianos que salieron a pedir la intervención militar? ¿Son menos proimperialistas? ¿Son los mismos que se movilizaron para sacar a Mubarak?
Mubarak y Al-Sisi son lo mismo, responden a los mismos amos y tienen por objetivo de sus violencias a las mismas víctimas: el pueblo egipcio. Que los negocios de los conglomerados de medios nos explican las cosas de cierto modo y que nuestra visión sesgada por el occidentalismo judeocristiano no nos permita vislumbrar la riqueza y profundidad de la cultura musulmana, no deberían impedirnos tratar de entender qué sucede en Egipto en este momento. Qué se cuece en Siria, en Irán, en Palestina. Por qué no se habla de la brutalidad del Golfo Pérsico o de cómo se sigue masacrando en Irak y Afganistán. El silencio o la tergiversación también son armas terroristas.