Ni una gota de sangre. No hace falta someterlos al pinchazo ni al ayuno mañanero ni al estrés de ser atados por un trozo de goma en el brazo que facilite el trabajo del extractor del fluido. En el caso que nos ocupa sólo basta con leerlos. Llevan su ADN en las letras, a flor de página y con ostentación de originalidad de cuarta.
La nota está firmada por el colega Oscar Martínez (sospecho, con fundamentos, que no se trata del gran actor argentino sino, simplemente, de un homónimo). Se titula «Los nuevos desafíos que debe enfrentar la industria financiera» (Los Andes, 29-7-13, Sección A, pág. 7). ¡Industria financiera! Puta madre, como dice la Morocha en momentos de exaltación, pero jubilosa. ¿Dónde carajo le ven la chimenea, el humo, los ladrillos, la productividad? Si lo único que ha producido la mentada «industria» es marginación, desigualdad, hambre, desocupación y concentración obscena de la riqueza.
De todas maneras la Academia Internacional de la Timba no le otorgará un Óscar a Oscar porque el concepto no es de su invención. Según un querido amigo, que está en el mundo del cibernegocio y la sabe lunga, el asunto viene, cuándo no, del Norte. Allí le llaman «financial industries» o «banking industries» y nuestros colonizados comunicadores lo traducen, obedientemente, de modo literal. Es que el premio que anhelan los amanuenses del neoliberalismo tardío es la banca. O las bancas, si nos fijamos con atención en los escarceos preelectorales de las últimas semanas. Y si la industria, cualquier industria, es un «Conjunto de operaciones materiales ejecutadas para la obtención, transformación o transporte de uno o varios productos naturales» (Fin de la cita, como diría el inclasificable intelectual hispano, Merkelito Rajoy), según dicen y profetizan los capos de la lengua que nos parió, no resulta fácil meter a la especulación financiera en esta definición. Coherencia visceral de los «nonos»: esos personajes nostálgicos de las mieles garcas de los noventas (Digresión: gloria infinita a nuestro oyente Honorio, viejo querido de 89 años, que no quiere cumplir más para no entrar en la década de los 90).
Bajo el cielo inmaculado del desierto mendocino existen ejemplares paradigmáticos de esa «coherencia». El primer precandidato a diputado nacional del radicalismo local (o lo que queda de él, del Partido, digo) es un tristemente célebre exrector de la Universidad Tecnológica Nacional, Regional Mendoza, aquel que por un error histórico y una controversia cósmica fue ascendido a vicepresidente de la Nación y que, por esto último, fue expulsado «de por vida » de la Unión Cívica Radical. La misma que hoy lo considera la carta principal del mediopelo local. Son gente de vida corta y memoria nula. O viceversa, como guste.
El historiador Pablo Lacoste (raro espécimen de gorila rubio), augur o pitoniso precordillerano, imagina que Sergio Massa será el líder del «peronismo ciudadano» después de las elecciones legislativas de octubre próximo. Aunque no se sabe, pero se sospecha, de qué se trata esa tipología sociopolítica, bien vale recomendarle al señor de apellido remeril y típico gusto francés que le dé a su pollo unas clases elementales de Historia argentina. Estaba el candidato del felino municipio bonaerense sometido a un interrogatorio televisivo. Todo iba más o menos bien, el tipo relajado y canchero respondiendo con soltura, la sonrisa Odol instalada en su máscara de joven promesa civilizatoria entre tanto oficialismo bárbaro, cuando de repente se produjo un cortocircuito antológico. El músico y animador televisivo (reconozcan mi generosidad semántica, por favor) Roberto Petinatto le tiró una frase para que el peronista ciudadano diga, o adivine al menos, quién la había lanzado al océano de la vida. Y, momento aciago, Sergio se puso a tantear y a tontear en su biblioteca mental. La encontró casi vacía y entonces arriesgó. Se lanzó a la pileta, pisó la cáscara de banana y dijo: «Es una expresión típica de Carrió». No, era de Perón y no se trataba de una nota a pie de página, precisamente. Celia, mi compañera, dice que eso no es lo peor. Quizá tenga razón, pero al ciudadano se le ven las enaguas.
Se sabe que cualquier proceso de cambio social, político y cultural, en la medida en que avanza y se consolida, va dejando lastre. Quiero decir que aquellos que dieron, con entusiasmo, los primeros pasos porque creían que eran protagonistas de una clase de maquillaje, empezaron a abandonar el tren y fueron descendiendo en las estaciones intermedias. Alberto Fernández, Sergio Massa, Julio Bárbaro, Hugo Moyano, Jorge Yoma, Felipe Solá, Enrique Thomas, Julio Cobos, son sólo algunos pasajeros que, por distintas causas, van aligerando el camino. Síntoma claro de que no hay pavimento garantizado ni tramo fácil en la ruta hacia la equidad inclusiva plena, pero también que avanzamos hacia tiempos luminosos, aunque con acechanzas en cada recodo del trayecto.
Es que son, apenas, diez años, un pestañeo en la historia de una sociedad que se precie de seria. Por eso, me parece que lo que se dirime en estos tiempos es qué actitud asumimos ante el desafío. Si el de los disconformes, por odio de clase, porque sus intereses se ven tocados, por alcurnia discriminatoria o porque añoran sus mejores momentos de «industriales financieros», por ejemplo. O el de los inconformes, porque todavía quedan compatriotas a la intemperie, porque hay feudos provinciales que matan a los pobres, porque aún no se registran todos los trabajadores, porque es imprescindible debatir el tema del aborto y su legalización, porque sigue la Iglesia católica invadiendo nuestra vida civil cotidiana, entre tanto laburo por hacer. Pero con el pecho (y las pecheras) listo para defender el piso de lo logrado. Porque debajo de ese piso están los compañeros desaparecidos, los nietos a recuperar, las Madres, las Abuelas y los Hijos que sembraron. Y más abajo aún, el infierno del que venimos.