Por Pablo Pulgar Moya
El paro agrario en Colombia va dejando unas cuantas lecciones. Primero, muestra a los países de la región que el conflicto no se reduce al enfrentamiento histórico entre las Farc y fuerzas militares o paramilitares. El país cafetero es una región que posee grandes recursos de hidrocarburos, potenciales hidroeléctricos, regiones agrarias (afectadas en la actualidad por los monocultivos), etc. Históricamente, y después de la muerte de Gaitán, Colombia ha pasado por transiciones marcadas por olas de violencia y saqueos desde su clase política, hasta llegar a ser un nuevo bastión para la neoliberalización de la economía en la región (donde Gaviria, ministro de Comercio Exterior de Santos, ejerce rol clave). El campo es definitivamente el sector que más ha sufrido con las tempestades políticas. Un reciente TLC, que tiene a la economía colombiana rendida a los pies de los grandes consorcios, es uno de los tantos causantes en la manifestación de una injusticia social de grandes proporciones que ha visto cómo cae todo el sector productivo a manos de la exoneración de pagos arancelarios de empresas como la omnipresente Monsanto y su archiconocida política de patentación de semillas y venta de venenos agrotóxicos. Lo que pasa ahora en Colombia es quizás lo que Latinoamérica entera ha estado esperando de este país, el levantarse contra la opresión de los latifundistas, de su clase política y de sus medios masivos. El campo colombiano, abandonado por los programas de fomento, se ha visto despojado de sus tierras, desplazado y acribillado, no es por tanto de extrañar que ahora esta forma de lucha empiece a tomar nuevos ribetes, es más, es algo que debería haberse dado desde hace ya buen tiempo atrás.
Colombia es una nación de raigambres campesinas, de fusta agraria, donde más del 80% de su masa trabajadora en este sector se encuentra bajo la línea de pobreza y donde 25 de cada 100 son indigentes, en una muestra de la burla de lo que ha sido su planificación de erradicación de la pobreza. Un país que debería ser, por capacidad productiva, líder regional, se ha transformado en vasallo de los consorcios internacionales y en reducto de explotación netamente extractivista. Resultado de su manejo político ha sido la entrega de tierras, las licitaciones express y la pérdida de autonomía económica. Los más de 20.000 campesinos agolpados en la región de Catacumbo, Norte de Santander, exigen a pie firme la reposición de tierras por parte del Estado, las cuales han sido otorgadas con descaro a transnacionales del negocio energético y de la mega-minería. Los conflictos mineros en Colombia, concentrados en la áreas CCAI, que se repiten por toda América Latina, han llegado a ser un problema de neo-colonialismo en la región, donde el principal afectado es su ya empobrecido sector agrícola y, sobre todo, el cafetero (a través del pago de las PIC, Protección al Ingreso Cafetero, particularmente beneficioso con la gran y mediana caficultura). El monocultivo reproduce un neo-feudalismo donde la concentración de la tierra vergonzosa, sumado a ello el despojo de millones de hectáreas para la industria hidroeléctrica (p. ej. El Quimbo de Endesa España) y la mega-minería que ha conducido a la militarización de sectores implicados y el aumento irracional de sus arcas a través de la nueva ley impositiva, en desmedro de la pequeña minera artesanal nacional. Y eso ni siquiera hemos mencionando el impacto ambiental, al cual el Gobierno hace oídos sordos a un plan de mitigación.
Vimos con buenos ojos las protestas estudiantiles contra la Ley 30, bajo las cuales, los estudiantes lograron estructurar un discurso político unitario entre diferentes estamentos universitarios con sectores obreros, por lo que el Paro Nacional Agrario se alza como muestra del hartazgo, por otro lado, no solo de la masa campesina colombiana, sino de un descontento generalizado. Es de reconocer, sin embargo, que el modo de organización que se ha concentrado, no ha podido ser canalizada en una resistencia coherente con la importancia de su lucha. Es de esperar que la masa campesina logre sensibilizar la opinión también agolpada en Bogotá, que se logre una coordinación robusta ahora con obreros, con la masa estudiantil, con los desplazados en un país donde los medios críticos son silenciados con descaro. Los eventos han sido numerosos y se han sucedido en diversos departamentos aunque silenciados tanto por la prensa local como internacional. Los bloqueos de carreteras se han sucedido en Pasto, Cundinamarca, Boyacá, Caldas, Santander, Norte de Santander, Putamayo, Arauca, entre otros, donde se ha manifestado ya la falta de suministros y el alza de precios, oponiendo resistencia a represión de la policía antidisturbios (Esmad) y de los escuadrones militares. El arresto del ejecutivo nacional de la CUT, Hubert Ballesteros, demuestra la negativa gubernamental a un mínimo de diálogo. Todos estos eventos van moldeando las bases para una reacción a las políticas de apertura mercantil asentadas en los últimos años en el país.
El despertar de la somnolencia política es un camino árido y lento, en la medida que sus instituciones están volcadas a la corrupción, donde los medios masivos son condescendientes con el discurso oficial y donde la crítica periodística que denuncia vínculos es amenazada de muerte. El panorama tiene ribetes similares a la situación del campesinado paraguayo por una parte, y por otra a la de los países de la costa Pacífico sudamericana en relación al boom minero-energético. La formación de células, la discusión entre actores, el desenmascaramiento de la prensa oligarca son procesos que toman tiempo, sin embargo, por la envergadura del país cafetero, el hecho que éste de un vuelco hacia un nuevo proceso político de masas dará un giro radical a la lectura de los conflictos de la región. Se hace necesario ya un análisis generalizado y crítico del modelo económico ya instaurado, una vía de escape que logre desestabilizar el circo político colombiano; éste saldrá de la discusión en bases, en el trabajo conjunto entre campesinos, obreros y estudiantes, donde el sector agrario pone quizás la primera alarma de una transición política a gran escala.