Por: César Hildebrandt

Publicado en “Hildebrandt en sus Trece”

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No discuto la importancia de Nelson Mandela ni las lecciones de entereza, heroísmo y grandeza que de él emanan.

Pero junto a esa imagen estatuaria está la otra: la del hombre que instauró, con su indulgencia, la impunidad en la Sudáfrica posapartheid.

Es como si, tras la segunda guerra mundial no se hubiese realizado el juicio de Nuremberg. Como si, en nuestro reducido ámbito, Fujimori no hubiera sido juzgado y condenado.

Lo cierto es que la transición sudafricana fue, éticamente, una farsa. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación, presidida por el arzobispo anglicano Desmond Tutu, se tuvo que sujetar a la ley antipunitiva de Mandela y lo que hizo fue convocar a los criminales a que confesaran sus maldades para, de inmediato, ser absueltos. Hubo una prescripción de facto y una amnistía general sin proceso previo. Y la reparación a las víctimas consistió en dar 5,000 dólares por cabeza a 16,000 de ellas (parte de las 21,000 que pudieron dar sus testimonios antes del 15 de Diciembre de 1,997, en un recorrido que hizo la Comisión de Tutu, acosada por la falta de fondos, a lo largo del país).

¿Cuántas víctimas se quedaron fuera de esta lista apenas indemnizatoria? Cientos de miles, probablemente. Todos los pedidos para ampliar ese recuento han sido rechazados por los sucesivos gobiernos negros sudafricanos.

A lo único que ha contribuido esta colosal impunidad, tramada entre Mandela, Botha y De Klerk, es al crecimiento de una espantosa delincuencia antiblanca nacida del resentimiento y el legítimo odio. Si los responsables del crimen del apartheid y sus masacres hubieran sido severamente condenados en procesos formales, el índice de criminalidad de hoy no hubiera alcanzado cotas tan altas y ser granjero blanco no sería una actividad más riesgosa que la de ser policía. Como nadie pagó, que paguen todos. Como no hubo culpables, que todos lo sean.

A eso condujo una transición medrosa que traicionó el ideal de justicia en un país que hubiese requerido más energía, por ejemplo, para modificar la tenencia de tierras, heredera de una ley que databa de 1913 y que condenaba a la mayoría negra a no poseer más del 15% de los terrenos fértiles.

¿Fue una transición fruto del realismo? Sí, claro que sí. ¿Y quién ha dicho que el rastrero realismo debe ser la filosofía de los idealistas y de los justos? No hay enemigo más atroz de la justicia que el realismo. No hay amigo más grato de lo inaceptable que el realismo.

Veintisiete años en prisión explican la sabiduría gandhiana de Mandela. Pero no justifican el escenario montado tras su ascenso al poder en 1994 ni la teatralización de la justicia encarnada en las sesiones de la Comisión de la Verdad. ¿De qué sirve un crimen confesado si el criminal se sabe libre de antemano por una decisión política?

La transición española, gacha también, se produjo al final de un régimen encabezado por la facción triunfante en una guerra civil. En Sudáfrica lo que hubo fue un sistema criminal basado en creer que los nativos, los dueños ancestrales del país, eran poco menos que animales apestosos y que sus líderes debían ser cazados. Eso es lo que en esencia reveló, en 1989, el tránsfuga Dirk Coetzee, hasta entonces jefe de Vlakplass, un auténtico escuadrón de la muerte en el seno de la Policía Secreta al servicio del apartheid. Entre los muchos crímenes admitidos por Coetzee está el asesinato de los dirigentes del Congreso Nacional Africano Siswe Khondile y Griffiths Mxenge. No necesito decir que Coetzee fue anmistiado por Mandela. No solo eso: fue incorporado a los servicios de inteligencia de su gobierno. ¿Olvidaría Coetzee, con esa insólita reinvindicación mandeliana, que alguna vez –tal como confesó ante la Comisión de la Verdad- comió una parrillada y bebió abundante cerveza cerca al cadáver de un prisionero negro al que acababan de quemar vivo? Quizás. Los beneficios del olvido suelen ser misteriosos.

Mentar a los juicios de Nuremberg en este tema no es un escándalo. El gobierno de los blancos racistas en Sudáfrica tenía, desde la oficialización del apartheid en 1948, ascendencia nazi y la resistencia negra fue apoyada, en algún momento, por activistas judíos que consideraban a Sudáfrica un remedo monstruoso del gueto de Varsovia.

En Port Elizabeth, Sudáfrica, la General Motors construyó una planta de automóviles. Tenía la obra más barata del mundo porque los negros no tenían derecho al salario mínimo ni posibilidades de crear sindicatos o de hacer huelgas. Muchos de ellos vivían en casas hechas con los restos del embalaje de madera de las importaciones de Ford. Así llegó a crearse la aldea de Krawford. Hay un juicio de predecible desenlace, planteado en los Estados Unidos, en contra de las transnacionales –IBM, Toshiba y muchas otras- que lucraron con la esclavitud implícita en la política de los bóeres sudafricanos. Tampoco se vislumbran reparaciones sobre este tema.

Algunos adictos al realismo dicen que Mandela tenía que transar porque si no lo hubiera hecho habría tenido que condenar también el terrorismo practicado por una facción del Congreso Nacional Africano –a la que él, dicho sea de paso, perteneció activa y dirigencialmente-. Si la impunidad para el racismo asesino de los blancos fue mala, el sobreseimiento mentiroso y endogámico para los suyos, fue peor. Sobre los cimientos de tamaña hipocresía no pueden construirse altares ni hornacinas.

Lo que más me extraña es que las ONG de las izquierdas que alzan los puños y reclaman justicia no hayan dicho nada sobre este delicado tema. A fin de cuentas, la paz nacida en la maleza de la impunidad no es paz sino dilación. Y no entiendo la política de las dos varas: la que dice que los juicios sobre los crímenes en Yugoslavia fueron necesarísimos (y lo fueron) y la que convierte en santo de la paciencia y el perdón indebido a quien tuvo en sus manos castigar la barbarie. Cuando la atrocidad cesa, lo que debe llegar no es el olvido ni la venganza sino la justicia.

Y que, mientras persigue a Edward Snowden, el “premio Nobel de la paz” Barack Obama beatifique también a Mandela me llena de adicionales sospechas. Me niego, en suma, a someterme al cloroformo de buena parte de la prensa mundial.