Por Joaquín Arduengo
Si por un momento nos detuviéramos a efectuar un análisis de la estructura interna que ha adoptado el proceso de mundialización humana en cuanto encuentro y síntesis de culturas, en contraposición a la denominada “globalización” que se define a sí misma según mecanismos pobremente mercantiles, llegaríamos a una comprensión tal vez interesante de nuestra situación actual. Esto queramos o no, es una necesidad de nuestra época, porque toda dirección de los acontecimientos depende de la voluntad de futuro que la impulsa. Sin embargo la solución de este problema no parece sencilla. Tenemos como habitantes de esta época un diagnóstico de situación meridianamente claro, intuimos claramente la posibilidad de un mundo distinto capaz de hacer retroceder el dolor y el sufrimiento pero no nos sentimos con la fuerza necesaria para actuar con resolución en la dirección que indudablemente nos anima. Vivimos una época difícil, los luchadores se encuentran separados por la desconfianza o la indiferencia. Cuando eso ocurre un ánimo de soledad cubre de sombras los cuerpos y ya no vemos a los demás.
No es solo la unilateralidad fanática del poder actual del dinero, sino también el remedo de cultura que se ha generado. En efecto, tal vez uno de los factores más delicados es que ese poder no está arraigado en unos pocos, que son los que lo tienen, sino que ha extendido su influencia a una cierta deformación en como miramos y nos relacionamos con el mundo. De alguna manera nos sucede como al aprendiz de brujo, colaboramos a someter ciertas fuerzas secretas, creyendo que nos traerían prosperidad, pero hemos olvidado con insoportable resignación, la fórmula para anularlas. Entonces nos sentimos prisioneros y sin libertad para decidir una transformación real, experimentando que todo está por encima de nosotros y nos arrastra irremisiblemente.
Por ello es que en el llamado “ejercicio de la democracia”, lo que hacemos es traspasar a incompetentes la responsabilidad de los acontecimientos, sin hacernos cargo de los mismos. Hemos llegado a creer que todo se trata de causalidades y no de responsabilidades. Esto se continuará en el tiempo, hasta tanto no se tenga en cuenta que quienes sostienen el poder, se sustentan en nuestra incapacidad para optar entre lo natural y lo intencional. Lo natural se sustenta en las condiciones que encontramos al nacer, lo intencional es superar tales condiciones. No se está diciendo algo raro, todo avance en la historia humana tiene el signo de lo querido por sobre las condiciones impuestas. Toda revolución se cimenta en la transformación de un sistema dado.
Lo que hoy parece evidente, es que estamos en la disyuntiva de aceptar un mecánico y estúpido futuro regido por contextos que no condicen con lo deseado, o aplicar nuestra energía para avanzar en una dirección querida y efectivizarla, no solo en la estructura social, sino también en nuestra forma de pensar y hacer. Es claro entonces, que ya no se trata de mejorar las condiciones de vida, sino de transformarlas llevando todo a la paz, a la
justicia, al arte y al amor. Recién entonces podremos superar la prehistoria que nos rige. Pero para ello es necesaria una revolución total, referida tanto al mundo externo en cuanto forma, y al mundo interno, en cuanto subjetividad libertaria. El punto es determinar si existen las condiciones para llevarla a cabo.
Hay quienes sostenemos que tales condiciones tampoco se formulan por si mismas; que ellas provienen de un cambio inadvertido incluso por sus actores. Se trata de un particular momento, una convergencia de pensamientos, sentimientos y acciones, lo que en definitiva da coherencia a cambios más permanentes. Cuando eso ocurre, como en un amanecer, se esparcen condiciones pre revolucionarias dando luz a todo aquello que ha permanecido obscurecido. Entonces comienza a sospecharse, a instalarse la posibilidad de nuevas estructuras sociales capaces de crear nuevas relaciones humanas, ya no sobre bases limitadamente ideológicas sino de vínculos justos y necesarios para una época que los reclama.
La imaginación al poder no es solo un slogan, es una constatación permanente, diciéndonos que las aparentes utopías hacen su trabajo silencioso, convocando ideas, emociones, tareas y que debemos tener el oído atento para escuchar sus demandas. Es por ello que las denominadas ideologías (encarceladas ferozmente en partidos), muestran su estrechez categórica, porque tienden a interpretarse a sí mismas solo en cuanto máscaras potencialmente jurídicas. Desde aquí proviene un error fundamental porque se entiende al poder en el ejercicio del “para sí” (ideas) y no en el ejercicio del “para otros” (pueblos), como dinámica de convivencia, de libertad, cuyo límite nunca estará estático.
Subyace un cierto error de interpretación de los procesos revolucionarios, porque nunca se enfrentan los problemas desde la experiencia de lo íntimo en la relación con el prójimo. Entonces ocurre que no es posible la paz social o la justicia social, sin la comprensión del otro en cuanto necesidad vital para ello. La sociología política comete un error al interpretar procesos actuales, segmentando todo en sistemas, esquemas de clases o de ideas, desatendiendo lo que justifica tal interpretación, que es el ser humano mismo en cuanto sus búsquedas y posibles formas de vivir. Este error metodológico por parte de la sociología, se asume como condición por parte de las izquierdas, que ven en él, justificadamente, a la confrontación. Por su parte las denominadas derechas políticas, asumen este error por conveniencia, intentando mantenerlo inmóvil. Tanto en unos como en otros, la lucha por el poder aparece justificada en sí misma. En todo esto el estado, la religión y la economía, siempre aparecerá como un factor de apropiación, no solo de la objetividad sino también de la subjetividad.
Por ello, hoy más que nunca, en un momento en que el mundo entero comienza a moverse, tiene vigencia y sentido la idea fuerza de los anarquistas verdaderos que busca a cada momento expresarse: “ni dios, ni amo, ni estado soberano”.